hinchados y la boca grande de batracio o dragon sonriente, Enrique Montoya, los ojos oscuros, bajando los parpados muy lentamente, la foto moviendose con otra foto que se le superpone, la boca con un gesto de ternura. Ansaura, el Gitano, negra la piel, negra la mirada y negro el pelo en tajo afilado sobre la frente, negras las unas que se aranan suave la mejilla renegrida de barba, Ansaura, la trompeta del musico Martinez entrando en la imagen como la brisa que estremece la figura congelada del novillero Ballesteros, envuelto por el viento en la bandera de tres colores que no son colores en el casi blanco y negro, en el color sin color de la fotografia, envuelto en la bandera que acaba de quitar de encima del cajon del Textil, el viento abrazandola sobre su cuerpo y la mirada clara sobre el trapo tricolor, hierba en sus pies, tierra de la tumba en las botas gastadas del sargento Sole Vera, el humo de su cigarro congelado entre los labios, la gorra de plato torcida en la frente y su guerrera de cuero abierta sobre la pistola, boveda de arboles y sombras de hojas que le tiemblan en la cara. Los hombres que lucharon rodeando un boquete en la tierra, una hondonada oscura por la que se perdia el Textil, miradas gastadas por la furia y la sangre, los soldados, en sus huesos el estruendo de mil bombas, y la mirada corriendo por los rostros, por las figuras, el mago Perez Estrada, su traje blanco, la estampa de galan de Domiciano, los ojos tristes de un faquir que se siente carne de desgracia, y los heroes heridos, ?y yo?, ?cual es mi laberinto?, ?donde estaba yo, donde estoy, Sintora, en medio de esa fotografia que me arde perennemente en la memoria? ?Quien es ese soldado con mirada de gafas, con ojos aumentados por el vidrio de las gafas, que mira al frente y que parece altivo a pesar de su cuerpo fragil y su cara de nino abandonado? ?Quien es ese soldado, Sintora, que entre los soldados mira la cara del fotografo y sonrie, escuchando ya el fragor de la batalla?

* * *

Sobre la cabeza de los hombres habia un terremoto. Crujia el cielo entero, a punto de desmoronarse, metalico y con estruendo de explosiones, sobre la tierra. Pasaban aviones en vuelo raso hacia el combate. Gustavo Sintora miraba a los hombres en el camion, que remontaba desniveles del terreno y se contorsionaba por el barro entre gemidos del motor. Se agarraban los hombres a las correas, a la madera de la caja y al toldo para no rodar como rodaba el casco de Jeremias Ponce, el soldado que habian recogido al lado de una acequia con metralla en los pulmones y que se les habia muerto poco despues en el camion. Cuando habian empezado los baches y desniveles, Montoya habia amarrado el cadaver contra la puerta trasera. Pero al poco tiempo el casco se le habia ido de la cabeza y ahora rodaba sobre la madera como dos meses atras habian rodado los hierros y la carne dentro del ataud de Paco Textil.

La cabeza del muerto Jeremias golpeaba la madera del porton y uno de sus hombros, rotos los huesos del cuello. La mirada entre los parpados entornados era como la mirada de los hombres que viajaban en el camion, como la de todos los soldados que viajaban en aquella hilera de camiones que bordeaban el rio, solo que su rostro, el del muerto, tenia una apariencia mas saludable que la de la mayoria de ellos. Lo pensaba Gustavo Sintora viendo las ojeras de color azul de Montoya, dos dias sin dormir, el cuerpo hecho a vivir entre el fango y la nieve de las trincheras y la cara livida, apenas reconocible entre los rostros de los demas soldados, casi identicos todos, igualados por la ausencia de expresion. Cadaveres o munecos de cera, los hombres.

Se resquebrajaba el cielo y en medio del estruendo se oia el mugido de los camiones y el golpear del casco y un zumbido de artilleria al fondo. Y entre el estrepito, Gustavo Sintora escuchaba el rumor de la tierra cayendo sobre la caja del Textil cuando todavia estaban en Madrid y el Ebro solo era un nombre, un rio sobre el que su ejercito habia lanzado una ofensiva que podia traerles la victoria. Ahora era el nombre de la destruccion, el infierno cotidiano que ya se habia insinuado en el entierro del Textil, cuando la comitiva se disolvio y alli, bajo los arboles, los hombres del destacamento se quedaron de pie, oyendo como el capitan Villegas hablaba con el brigada Garriga, sospechando ambos que sus respectivos destacamentos serian reintegrados a sus unidades y pronto irian al frente.

La muerte del Textil marco el final de un tiempo. Con aquel soldado de cicatriz larga y bigote de pua, con su gorra de vaina y su coche negro, se esfumaron muchas esperanzas. Y cuando, unos dias despues del funeral, la cantante Salome Quesada y el solista Arturo Reyes se fugaron de la Casona y huyeron de Madrid camino del otro bando, de otra vida, aquello no fue sino un detalle mas que confirmaba la caida, el final de una epoca Habia rumores sobre la fuga, pero la noticia se la dio a los hombres el propio capitan Villegas. Estaban reunidos en la cantina de la Casona, bebiendo despacio aquel vino negro que cada vez tenia mas grumo, cuando, palido y con paso firme, el nudo de la corbata ligeramente torcido y unas ojeras abultadas y marrones, entro el capitan Villegas y, sin sentarse, dirigiendose al sargento Sole Vera, pero tambien hablando para Doblas, Montoya, Ansaura, y Sintora, les dijo, sin temblor en la voz:

– Se me acaba de confirmar que los cantantes Arturo Reyes y Salome Quesada han abandonado su lugar de residencia con la intencion de pasarse al enemigo llevandose con ellos material de vestuario y atrezzo. Hay orden de captura y posterior fusilamiento por parte del coronel Bayon -se dio un golpe ligero con la fusta en el muslo el capitan, paso una mirada esquiva por los hombres y diciendo, senores, se dio la vuelta y se marcho con el mismo paso firme con que habia llegado, por mas que Sintora advirtiese en su pierna derecha un asomo de cojera que nunca antes se le habia visto.

En los cuadernos de Sintora no vuelve a hablarse hasta muchos anos despues de la cantante Quesada. De esa epoca, de la guerra, solo dejo escrito que del despacho del capitan Villegas desaparecio su fotografia con casquete y vestido de pedreria. Y solo en un parrafo posterior, alejado de aquellas paginas, se dice que a partir de aquel dia el capitan ya siempre anduvo taciturno, que se quedaba parado en medio de una frase, y que cuando los demas hablaban a el se le iban los ojos por detras de las cosas, siempre mirando mas alla de lo que tenia delante, buscando en el horizonte el rastro perdido de aquella mujer que con sus trajes de lentejuelas y sus plumas tintadas de colores se habia llevado la vida del capitan, cada dia mas parecido a uno de aquellos motores averiados que Doblas arreglaba y que solo funcionaban despues de que el soldado anduviera no se sabe cuantos dias metido en sus tripas. Solo que las tripas del capitan nunca tuvieron mecanico que las recompusiera. Dicen que un dia incluso lo vieron sin afeitar.

Tampoco se comenta nada de ese tiempo inquietante y dificil en el que los hombres del destacamento permanecieron en Madrid antes de abandonarlo camino del frente. Asi que todo me hace pensar que algun cuaderno de Sintora quedo perdido y nunca llego a manos de mi padre. Solo en referencias a la memoria, como en el pasaje en el que el ruido del casco rodando por el camion recuerda el de los hierros deslizandose dentro del ataud de Paco Textil, se habla de aquellos dias:

Con los pies hundidos en la nieve yo recordaba la Casona. En la nieve veia los rostros del pasado. Veia la cara de mi madre, la de mi hermana huyendo por la carretera de Almeria, los soldados rusos, sus ojos de nieve, y tambien veia las caras del faquir Ramirez, el mago Perez Estrada, los enanos y los musicos, cuando saliamos de la Casona en los camiones y desde el jardin nos miraban como nos miraban algunas mujeres del taller de costura, que salieron para ver como los soldados del destacamento nos ibamos al frente. Alguna nos despedia con lagrimas en los ojos. No vi a Serena. La imagine. La imagine dentro del taller, pedaleando en la maquina, la mirada fija en la aguja que bajaba y subia rapida al compas de su pedaleo, oyendo como afuera se estremecian los motores de los camiones. Como se alejaban. La imagine entonces y trate de imaginarla en aquellos dias de noviembre, cuando la nieve caia sobre mi cuerpo, apostado en una trinchera de barro helado. Solo que entonces su imagen se me derretia. Miraba la nieve y la nieve se derretia y se derretia la mirada caliente, el pelo, la llama que Serena llevaba ardiendo en su interior, en su nombre de verano y atardeceres. Y solo acertaba a ver su figura cuando fui al taller de costura la noche antes de partir hacia el frente y, alli, en la soledad de aquellas maquinas, bajo la huella de una cruz profanada, se abrazo a mi muy despacio y me paso los dedos por los labios y yo le dije que estaba sintiendo como dentro de mi nacia un cuchillo y me cortaba, me abria la carne por dentro, callado, y que me estaba vaciando de sangre. Y ella no dijo nada, solo me miro y paso su mano por mi cara, muy despacio, para llevarsela marcada en la piel, no en la memoria ni en los ojos. En la piel.

Antes de llegar al Ebro, un general con gafas les estuvo hablando en medio de una explanada de heroes y soldados, les dijo que cumplieran con su deber. El deber de los hombres era la muerte, pensaba Gustavo Sintora en aquel camion, mirando al muerto Jeremias sacudir su cabeza inerte. Mira para que le ha servido tener un casco, al final va a cortarse la lengua con los dientes, el muerto este, pero, te digo, Sintorita, que yo preferiria mil veses cortarme la lengua en rodajas antes de que me liaran a la cabesa un trapo de esos que no te dejan abrir la boca y que paresen una mordasa, decia muy serio Enrique Montoya mirando al muerto. No te dejan desir la ultima

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