palabra, la palabra que los muertos siempre parese que van a desir y que a lo mejor disen cuando se quedan a solas, en su ataud o en su tumba, y uno se va con ella dentro, amordasado y penando siempre por no haberla dicho, la palabra.

El deber de los hombres era la muerte, la suya o la de quien tuvieran delante, lo pensaba entonces Sintora y lo habia pensado el dia en que el y los hombres del destacamento llegaron al frente. Les cayo la tarde yendo de un puesto de mando a otro, preguntando el capitan Villegas por la unidad a la que debian integrarse y arrastrando sus dos camiones por toda la orilla del rio hasta que se les hizo de noche y, ya a pie y por indicacion de una patrulla que parecia saber quien era el comandante Cabezas ante el que tenian que presentarse, cruzaron uno de aquellos puentes que a Sintora, en la oscuridad, le parecio construido con bidones sobre los que los zapadores habian puesto unas tablas que se bamboleaban a cada paso.

El agua -decia Sintora- tenia un rumor de sangre y yo, al andar por encima de ella, casi mojandome los pies con su estertor, imaginaba que aquel era el mismo ruido, aumentado, que la sangre lleva por el interior de las venas. Ruido de sumidero y torrente. A lo lejos se veian resplandores, y cuando el resplandor cesaba, venia un ruido sordo, un temblor que sacudia la tierra y se nos metia en el cuerpo por las plantas de los pies. Se oian gritos en la noche, y lamentos, disparos a lo lejos y de nuevo detonaciones siguiendo aquella luminaria que mas que resplandor de bombas tenia algo de festivo, de feria de pueblo o de fuegos de artificio. Y los hombres del destacamento avanzaban en la noche, las armas montadas y los ojos escrutando aquella oscuridad intermitente en medio de la cual veian rostros de soldados tiznados de barro y polvora a veces sonrientes, a veces con la cara del terror y a veces solo muertos.

Se acerco el capitan Villegas a un soldado que en medio de una zanja manejaba un mortero. El soldado se asomaba por encima de la zanja, corregia la posicion del arma y disparaba, murmurando, hablandole a otro soldado que habia junto a el tumbado en el suelo. Al acercarse, bajo la luz de una de aquellas detonaciones, vieron que el hombre caido en la tierra no tenia cabeza.

– Estoy echando abajo un puente, mi capitan -dijo el soldado, sin dejar de manipular su mortero, metiendole por la boca un nuevo proyectil. Y al ver como el capitan Villegas miraba el cadaver, anadio-: Cuando tenia cabeza se llamaba Fonseca, y tambien disparaba, ahora yo le cuento como disparo yo. No importa que no tenga orejas ni cabeza donde ponerse las orejas para oir lo que le digo, mi capitan. El me entiende, yo me entiendo.

Le preguntaron al soldado por el comandante Cabezas y el soldado se quedo unos momentos pensativo, miro a su companero muerto y despues de murmurar algo le senalo al capitan una pequena colina, una sombra en la noche:

– Alli, en lo alto de ese monticulo hay un comandante que no se como se llama. Dicen que ademas de comandante es poeta, lee versos a los heridos.

Se quedo mirando el capitan al soldado, que ya se habia dado la vuelta y estaba manipulando de nuevo su arma. Le hizo una senal al sargento Sole Vera y emprendieron la marcha en la direccion que el soldado les acababa de senalar. Cuando ya apenas lo veian, de la oscuridad salio su voz:

– Capitan. Mi capitan, digale al comandante que venga a leerle versos a mi companero Fonseca, tambien el esta herido y seguro que sabe apreciarlos, los versos.

Una detonacion del mortero acallo la voz y la risa del soldado, despues se oyo algo que parecia un golpe de tambor y un nuevo destello, esta vez de un color verdoso.

– El hijo puta ese me parese que esta tirando bombas contra los nuestros -dijo Montoya, la luz verde iluminandole el rostro-. Ha reventado un deposito de gasolina.

– Que cono te importa a ti donde este tirando las bombas -dijo Ansaura, el Gitano, ya cuando el resplandor habia cesado y habia que imaginarse su rostro, contraido y negro en la oscuridad-. Que las tire donde le salga de los huevos. Nosotros lo que tenemos que hacer es salir de esta mierda de barro.

Y por encima de las bombas y del eco de los disparos, Ansaura, el Gitano, murmuraba el nombre de su mujer y un rumor de cifras que apenas podian oirse, mientras caminaban en fila por la noche, Amalia, Amalia Monedero, un millon seiscientas treinta y seis mil cuatrocientas veintidos, Amalia, Amalia, un millon seiscientas treinta y seis mil cuatrocientas veinticuatro, Amalia. Y asi lo estuvo haciendo hasta que llegaron a la colina que el soldado les habia indicado y, despues de ser alumbrados con una linterna y encanonados por una patrulla, fueron conducidos a una especie de campamento formado por camiones, unas cuantas tiendas de campana a medio desmantelar, una hilera de mulos y algunas baterias rodeadas por sacos de tierra. Gonzalez Cabezas, el artillero poeta, recibio al capitan Villegas en su puesto de mando, que consistia en una mesa y un quinque con una luz minima bajo unos eucaliptos que tambien protegian una cama con cabecero de barras metalicas, como las de los hospitales. Yo aunque sea en campana, capitan, tengo que dormir en una cama, nada mas que voy a acostarme en el suelo cuando una bala o una peladilla de los fascistas me tumbe, le dijo el comandante a Villegas antes de invitarlo a sentarse frente a el y explicarle en un mapa muy gastado la situacion del combate y la mision de su unidad, que solo era una, resistir. Y cuando no podamos resistir, cuando de verdad no podamos resistir, cogemos la cama y nos vamos al otro lado del rio, al final, ya se lo he dicho a mi ayudante Porto Lima, lo vamos a tener que hacer, la unica interrogacion es ver a cuantos nos matan en medio de esa charca helada, dijo con mucha tranquilidad el comandante, la luz del quinque alumbrandole la cara como la de un fantasma.

Pasamos la noche sentados alrededor de los sacos. Yo dormia con la cabeza apoyada en el hombro de Montoya y a veces me despertaba y veia tan claro como si ya hubiera amanecido. Era el cielo que se llenaba de fuego. Pero no sentia miedo. Los canones de aquella bateria contra la que estabamos parapetados no disparaban y la guerra todavia parecia lejana. Las explosiones y los disparos llegaban atenuados y yo en medio del sueno escuchaba su eco, un tambor suave en el cielo, un redoble que antes del amanecer empezo a subir de intensidad y que ya al despuntar el dia atronaba. El aire se estremecia con los estampidos. Y yo notaba como me temblaban los dientes y los huesos, no de miedo ni de frio, sino sacudidos por las detonaciones que el dia trajo sobre nuestras cabezas. Era la guerra que habia roto el laberinto del tiempo y en la luz del amanecer acababa de encontrar el camino hasta nosotros.

El destacamento del capitan Villegas supo por primera vez que significaba la guerra. Solo el propio capitan y Ansaura, el Gitano, habian entrado en combate antes de llegar a Madrid, aunque lo que vivieron en los dias inmediatos a su llegada al Ebro no puede decirse, por lo que Sintora cuenta en sus escritos, que fuese un combate directo. Nunca tuvieron esa sensacion los hombres del destacamento. Era como si lloviese. Como si lloviese fuego y hubiera que guarecerse de la lluvia que podia incendiarnos, hacer ceniza de nosotros. Transportabamos cajas de municiones a lo largo de la trinchera, corriamos encorvados y oiamos silbidos de metal ardiendo. Y todo sucedia muy rapido. Llevabamos bombas para la bateria, cargabamos camiones. Sacabamos mulos de la linea de fuego. Nos comiamos su carne si estaban heridos, y a veces, entre el barro medio helado mirabamos como a lo lejos otros hombres se movian como nosotros. Y hubo un dia en que una patrulla avanzo en nuestra direccion y les disparamos con los fusiles a aquellas figuras que tambien disparaban, desde tan lejos que sus balas se hincaban en el barro como piedras o nueces que cayeran de un arbol, sin fuerza. Nos miraban con prismaticos, parecia que se burlaban. Volvian a caer fuego y bombas. El comandante gritaba a los hombres de la bateria y en medio del estruendo les recitaba unos versos que nadie podia oir. Cuando el canon ya olia a azufre quemado y todos temian que reventara, era el quien le metia las bombas en las tripas.

Asi estuvieron los hombres del destacamento, al lado de la gente de aquella compania, metidos en las trincheras, guareciendose de las bombas que durante varios dias no pararon de caer, hasta que una manana el estruendo se hizo mayor y sobre ellos empezaron a pasar aviones y a dejar caer sobre sus cabezas y sobre la bateria una nube de metralla y rafagas de bala. Ansaura, el Gitano, tartamudeaba numeros y el nombre de su mujer a la vez que disparaba su fusil al cielo. Tienen caras de chinos los pilotos de los aparatos, decia Montoya, mirando los aviones y las figuras que verdaderamente podian verse tras los cristales de la cabina en el vuelo rasante. En medio de una nube de polvo, el capitan Villegas y el sargento Sole Vera estudiaban mapas con el comandante Cabezas y el teniente Porto Lima en su puesto de mando. Doblas los miraba, morado, desde la trinchera y observaba las manos temblorosas con las que Sintora se ataba las gafas a la nuca con una cinta estampada de flores amarillas.

La cinta la cogi de encima de la maquina de Serena, la ultima noche que la vi en el taller de costura, cuando nos despedimos y ella me paso los dedos por la boca y la cara y yo reconoci su vestido alli arrugado y le dije es tu vestido, y ella sin mirarlo, mirandome a mi, me contesto que le habia hecho un arreglo. Y yo, sin que ella me viera, robando suenos, cogi aquella tira estampada de girasoles y me la meti en el bolsillo de la guerrera. Y luego, aquel dia, cuando ya el mundo entero parecia a punto de desplomarse y el aire era un estampido, la saque con mucho cuidado y con ella me ate las gafas, los ojos, a la nuca, y sentia sus dedos en mi

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