La vieja, encorvada y arrastrando una pierna, daba varias vueltas a la plaza repitiendo el supuesto nombre de la joven, Zoraida, Zoraida, la nina mora, decia mientras Zoraida, o como se llamase, permanecia en el centro de la plaza, mirando desafiante.

Cuando ya habia un buen numero de soldados en la plaza, se iban las dos mujeres hacia las afueras del pueblo seguidas por un grupo de soldados que se quedaban fumando y en silencio delante de una tapia detras de la que la mujer joven se dedicaba a masturbar a quienes previamente le entregasen a la vieja un par de monedas o veinte cigarros. La vieja estaba presente en todo momento, y al contrario que la llamada Zoraida, que siempre, incluso cuando hacia su trabajo, estaba mirando al frente, a los campos que habia mas alla de la tapia, se dedicaba a escudrinar con sus ojos gastados y pequenos las caras de los clientes, que tenian prohibido tocar a la joven, siempre con los brazos descubiertos, arremangado un jersey de lana oscura con un par de botones que no paraban de tintinear.

A los alrededores de la tapia, tambien acudian soldados que iban alli para encontrarse con amigos de otras companias, para enterarse de noticias, escuchar historias de combates o participar en algunos de los juegos que se establecian. Cartas, bolos y una especie de loteria que manipulaba un cabo que solo tenia una oreja y que, cada tarde, una vez embolsado el dinero de los soldados, era el ultimo en utilizar los servicios de Zoraida, siempre por partida doble y a veces hasta triple.

– Se ve que la ausencia de orejas da energias a la polla. Menos mal que no ha perdido los dos apendises - decia Montoya, que un par de veces habia pagado los servicios de la gitana.

Yo, si fuera por la Soraida, estaba todo el dia detras de la tapia, escuchando como le hase clic clic el sonajero, pero es la vieja inquisitiva, con esos ojos, la que hase que te pares, que parese que es ella la que se ejersita contigo, y no la Soraida, le comentaba Enrique Montoya a Sintora y a Doblas mientras paseaban entre los soldados de otras companias, Sintora todavia cojeando un poco, con las gafas atadas a la nuca, y Doblas mirandolo todo con mucha distancia, respirando. Y fue alli, al lado de la tapia, donde los tres hombres del destacamento conocieron a los soldados Caneque y Castro, que eran quienes le llevaban al cabo de la oreja solitaria la mesa, las bolas y los aparejos de la loteria, y ademas aprovechaban la concentracion de soldados para afeitar y pelar a quienes estuvieran dispuestos a pagar por ello.

Ninguno de los dos era barbero profesional, pero al llegar a su destino una granada acababa de matar a los dos barberos de la compania y ellos se convirtieron por orden de un sargento borracho en los inmediatos herederos de cuatro navajas de afeitar, un juego de brochas, dos baberos y tres peines desdentados con los que iniciaron una labor de poda y trasquilones, ademas de cortes en la cara y unas sangrias que el tiempo ya se habia encargado de moderar. Fue Doblas el que se acerco a preguntarles lo que le iban a cobrar por afeitarlo. Se quedo mirandolo el mas bajo, con la brocha untada de jabon parada en el aire y un cliente sentado en un sillon destripado que, segun explico mas tarde el barbero, pertenecia a un Mosca derribado y cuyo fuselaje estaba pudriendose, con los restos del piloto, en las afueras del pueblo.

– ?Habeis venido con Lister vosotros? -pregunto el barbero mas pequeno, moreno y con los ojos claros, el otro alto, corpulento, y con barba entreverada de canas.

– Yo lo que quiero es que me afeites la barba, no contarte los episodios de mi vida -le contesto Doblas.

– Es que mi companero y yo no le quitamos la barba a cualquiera -sentado en otro sillon de cuero roto, el mas alto, con el babero a medio abotonar y las hojas de un periodico revueltas entre los pies. Abria y cerraba la navaja de afeitar con una sola mano.

– ?Y que le pasa a Lister? -fue Montoya el que pregunto, con mas curiosidad que desafio.

– A Lister, nada. A alguna de su gente, si. Y si se quieren sentar aqui les voy a afeitar todas las venas del pescuezo -el alto se quedo con la navaja quieta, abierta.

Doblas avanzo hacia el despacio, mirandole la cara, no la navaja. El de los ojos claros se limpiaba el jabon de la suya en el babero mientras su cliente se incorporaba en el sillon medio reventado del aeroplano. Cuando Doblas ya se habia detenido delante del tipo corpulento y este se levantaba muy despacio mirando la cara amoratada del mecanico, se oyo la voz de Montoya:

– Hemos venido con el comandante Cabesas, que esta a las ordenes del coronel Capulino.

– ?Juan Perea Capulino? -el barbero mas bajo, que luego resulto llamarse Caneque, dejo de limpiarse la navaja en el pecho.

– Si.

– ?El heroe? -Caneque arrugaba el ceno-. Hostia, tu.

– Si -Montoya repitio el monosilabo, con un aire de duda.

– Pepe, son soldados de Capulino -grito Caneque. Y con un tono mas suave, dirigiendose a Sintora, cojo, joven, las gafas rotas-: ?Tu tambien?

Afirmo con un gesto Sintora, viendo como Caneque avanzaba hacia donde estaban Montoya y el a la par que el otro barbero le sonreia a Doblas y le palmeaba la mejilla con una afectuosidad en absoluto correspondida por el mecanico de cara morada, que seguia inmovil, con los punos cerrados y mirando sin parpadear. Caneque se les acerco dandoles la mano, palmadas en el hombro, y en dos pasadas de navaja acabo de afeitar a su cliente e invito a Doblas a sentarse en el sillon del aeroplano:

– Ven aqui companero, que te voy a dar un afeitado mejor que los que hace el barbero Manolito Corpas en mi pueblo, que ya es decir. Capulino. Hostia. Capulino es un heroe, ?verdad, tu, Pepe? -preguntaba Caneque a su companero, que, asintiendo y ya con la navaja guardada, andaba recogiendo las hojas de periodico y acondicionando su butacon para que se sentara en el Enrique Montoya-. Un heroe, nos saco a nosotros, a media compania de un boquete en el que nos estaban rematando los hijoputas esos de ahi enfrente. Aqui mi amigo y yo fuimos los ultimos en salir de la hondonada. Nos habiamos tapado con los cadaveres de otros companeros. Un muerto es una manta muy pesada, ?verdad, tu, Pepe?

Le daba jabon Caneque a la cara interminable de Doblas, que seguia con el ceno fruncido y las mandibulas apretadas, mientras el llamado Castro desplegaba con mucha parsimonia un pano amarillento sobre el pecho de Montoya.

– Los de Lister, algunos de sus soldados, se la jugaron a uno de los nuestros. Es lo que ha pasado. A un hermano del cabo Morales. Era nuestro amigo, y al cabo Morales le cortaron la oreja y la echaron a un puchero en el que estaban cociendo habas -Caneque, ante la mirada de desconfianza de Doblas, empezo a pasar la cuchilla por su cara, suavemente.

– ?Que les habiais hecho vosotros? -le pregunto Montoya a Castro.

– Venir a la guerra. Luchar. Pegar tiros y exponerte a que te maten. Lo que hace todo el mundo.

– Nos confundieron con unos fascistas que habia por ahi emboscados. Creyeron que eramos nosotros porque Castro llevaba un periodico nacional metido en el pecho, por el frio.

– Por el frio y por leerlo. Yo tengo que leer. Tu tienes que comer, ?no? -le pregunto a Montoya-. Pues yo ademas de comer y hacer las cosas del cuerpo tengo que leer, porque si no me da la debilidad.

– Le dan mareos -explico Caneque, manejando con mucha soltura la navaja por el cuello de Doblas-. Si no lee, le dan mareos, tu. Pero cualquiera convencia a aquella gente, hostia. A Morales, el hermano de Morales el de la oreja, lo tiraron por un puente, le partieron la espina dorsal. Y a nosotros ya nos estaban meciendo para echarnos abajo cuando llego un teniente y los paro. Cuando se metieron a preguntar y a hacer averiguaciones nos dijeron que lo sentian mucho, que se habian equivocado. Vieron que Morales estaba muerto y al otro Morales le pusieron un trapo en la cabeza para que dejara de echar sangre y le sacaron la oreja, ya cocida, del puchero y se la dieron.

– ?Y que hiso?

– Le dio un bocado, tu, por probarla, y dijo que le faltaba sal. Tiene muchos cojones, Morales -se encogio de hombros Caneque-, pero estaba nervioso por lo del hermano y se puso a llorar mientras masticaba. Luego le metio la cara en la olla hirviendo al que habia empujado al hermano por el puente y a otro le dio con la bayoneta un tajo en la pierna. El teniente y los otros hicieron por calmarlo, pero no se ha calmado. Desde entonces es un desertor. Aunque lo veais por aqui es un incontrolado y vive aparte, lleva la guerra como quiere. Lo unico que le importa es la loteria esa.

– Y que le haga pajas la Soraida -se secaba la cara Montoya, ya afeitado.

– Dice que es por coger el sueno y aplacar los nervios. Y tu, nino, ?no te vas a afeitar? -le pregunto a Sintora, Caneque, que tambien habia acabado su trabajo en la cara del impasible Doblas-. ?O es que prefieres quedarte con esa barba de chivo que tienes?

Le dije que yo iba a quedarme como estaba, y el que se llamaba Caneque se me quedo mirando,

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