cuello, aquel trozo de tela que habria ido en el vientre o en la espalda de Serena, rozando su cuerpo, su costado, su olor, y ahora me rodeaba el cuello en medio del combate.

El campo yermo y embarrizado que habia delante del puesto del comandante Cabezas se lleno de soldados. Tanques y fuego avanzaban contra ellos en direccion a la colina cuando una luz blanca se levanto en medio de la bateria y de pronto Sintora noto que el mundo estaba al reves, que los eucaliptos apuntaban al suelo con sus copas y el cielo se hacia movil y caia sobre la tierra. El cuerpo lo sintio ajeno, elevandose del suelo, y luego el vertigo, levanto la cara de la tierra y vio como otra detonacion hacia salir disparados hierros y un mulo, una rueda, una guerrera que dentro llevaba un trozo de hombre y volaba por encima de los arboles. Y sobre el estruendo que vino despues oyo los gritos del comandante y del capitan Villegas, llamando a sus hombres y, con las pistolas desenfundadas, senalando los camiones.

Su puta madre, su puta madre, hijos de puta, le temblaba la mandibula a Montoya, que tenia la cara y el uniforme entero cubierto de barro rojo. Se oian gritos y nuevas explosiones y un terremoto que se acercaba, la tierra vibrando y el aire de nuevo a punto de explotar. La bateria, el canon y los sacos estaban reventados, humeaban, y de la punta del canon goteaba sangre de un pingajo que se habia quedado alli colgado a modo de bandera. Montoya miro a Sintora, sin verlo, le toco la cara, como un ciego que me reconociera por el tacto, y lo empujo hacia los camiones, al pie de los arboles, donde el comandante Cabezas y el capitan Villegas llamaban a su gente. Doblas, alzado sobre el monticulo de tierra humeante que habia dejado la explosion al lado del canon reventado, disparaba al ejercito que se acercaba, de pie, ofreciendo su cuerpo al enemigo. Se oyo un grito. La voz del sargento Sole Vera, su figura saliendo de una nube de humo llamando a su ayudante. La guerrera de cuero con una raja en el pecho, media solapa colgando, un hilo de sangre en la nariz. Gritaba el nombre de Doblas, que seguia disparando, impasible, despacio. Montoya caminaba como un sonambulo, ponia su mano en la espalda, en el pecho de Sintora y lo empujaba hacia adelante. Se amontonaban los hombres al pie de los camiones, saltaban dentro. El teniente Porto Lima los iba distribuyendo. A Sintora y Montoya los mando a uno de los que el destacamento habia traido de Madrid, el del sargento Sole Vera, con las letras UHP cubiertas de polvo y barro y la puerta del conductor abierta, la cabina vacia.

Ya desde arriba del camion, sentado en la caja frente a Montoya, que seguia traqueteando las mandibulas, Gustavo Sintora vio la cara renegrida de Ansaura, el Gitano, al volante de otro camion, con el motor arrancado y esperando la orden del comandante Cabezas para escapar de alli. Mas lejos, borroso, vio gesticular, sin mas sonido que el de los alaridos metalicos que pasaban por encima de ellos, al sargento Sole Vera, que agarraba a Doblas por la espalda, por el correaje que llevaba alrededor del pecho, y lo sacudia para bajarlo del monticulo desde el que el otro seguia disparando. Volvio la cara Doblas, la frente manchada de sangre o tierra roja, parpadeo, le dijo una palabra al sargento y senalo el trapo goteante de sangre que habia sobre el canon. Miro de nuevo al frente, el campo sobre el que se acercaban los soldados enemigos, y ya se giro y emprendio una carrera lenta, pesada, al lado del sargento hasta el camion en el que estaban Sintora y Montoya. Sintora oyo su respiracion, cuando Doblas paso por al lado del vehiculo, corriendo hacia la cabina. Era el bufido de un animal, calido, vivo, que Sintora creyo seguir oyendo en las vibraciones del camion cuando el motor arranco y el pequeno convoy se puso en marcha.

Fue despues de cruzar el rio, cuando las explosiones empezaron a alejarse y la realidad fue recobrando sus dimensiones, cuando Gustavo Sintora se dio cuenta de los aranazos que llevaba en las manos, un corte profundo en un dedo, y del desgarro que tenia en el pantalon, en la pierna derecha. Y solo entonces, al mirarlo y ver la tela del pantalon manchada, noto la humedad que le bajaba por el tobillo y le encharcaba el pie. Se levanto el pantalon y vio una herida limpia, dos labios de sangre en la pantorrilla. Ningun dolor. Tambien se dio cuenta de que veia borroso, de un modo distinto a como veia antes de usar las gafas. Se desato con cuidado la cinta con la que llevaba amarradas las gafas y comprobo que tenia un cristal partido, manchado de barro.

Mientras limpiaba con saliva el barro e intentaba unir lo mas posible las dos partes del cristal, fue cuando el camion se detuvo y el teniente Porto Lima y un soldado saltaron a tierra para recoger al soldado herido de metralla en el pecho, el que murio al poco rato y solo decia, entre gorgoros de sangre y tos, me llamo Jeremias Ponce, alli tumbado mientras los demas lo miraban en silencio, unos tapandose los oidos para no escuchar el estruendo de los aviones, otros nada mas que temblando y Gustavo Sintora limpiandose las gafas y volviendoselas a colocar con mucho cuidado, atandose en la nuca la cinta, ya sucia, de Serena Vergara, un campo de girasoles arrasado de barro y sangre.

Solo el teniente Porto Lima permanecio junto al soldado herido, hasta que murio, agarrandole las manos, diciendo su nombre, Porto Lima, cada vez que el otro decia el suyo, Jeremias Ponce, sin que ninguno de los dos pudiera oirse. En el instante en que el soldado cerro los ojos, el teniente se levanto y se fue al otro lado del camion, a encender un cigarro y sentarse en un saco que habia al fondo, sin importarle ya los vuelcos y golpes que diera el cadaver de Jeremias Ponce. Miraba al suelo de madera, Porto Lima llevaba una estrella roja en el pecho.

Con cuatro, quisa con seis comunistas como el teniente tendriamos la guerra ganada y no estariamos ahora metidos en esta mierda ni le habrian reventado el pecho a este hombre, decia Montoya, ya con el temblor de la mandibula atenuado, mientras ataba a la puerta trasera del camion al muerto Jeremias Ponce, que estuvo casi tres horas botando por los carriles que habia parejos al rio, el casco del soldado muerto rodando como los huesos metalicos del Textil en su ataud, hasta que la hilera de camiones, ocho o nueve, llego a una explanada donde varios oficiales gritaban a una nube de soldados, alineandolos.

A Sintora lo llevaron al lado de unas tiendas de campana donde estaban los heridos. Un cabo apuntaba el nombre y miraba el tipo de herida de cada soldado. A Sintora le cosieron la pierna por la tarde. La noche transcurrio en calma, apenas interrumpida por algunos disparos, por alguna explosion que retumbaba a lo lejos, quiza al otro lado del rio. Montoya y el capitan Villegas fueron a verlo a la manana siguiente. Elegante, casi limpio, el capitan le sonrio a Sintora y le pregunto si lo habian tratado bien.

– Procura que no te metan mas hierro en el cuerpo. El cuerpo nada mas que tolera el hierro de la vida -le dijo al irse el capitan, erguido, pasando entre la tropa herida, mirando al frente.

– Podias haberlo visto anoche, Sintorita, una gallina con sus polluelos. Nada mas que le falto poner un huevo. El, el comandante Cabesas y el teniente Porto Lima casi fusilan a un brigada nada mas que porque no queria darnos el rancho -decia Montoya viendo alejarse al oficial-. Porto Lima le metio el canon de la pistola por la boca, le echo un diente abajo al fulano aquel, y el capitan, con la vista, nada mas que moviendo un poco los ojos, le dio la orden de disparar. Fue el comandante Cabesas, que estaba alli arreglando su cama, el que en el ultimo momento le dijo a Porto Lima que no apretara el gatillo, si es que el capitan Villegas no se ofendia, si se iba a ofender, que disparase, una, dos o las veses que quisiera. Villegas hiso un gesto de cortesia, indicandole al comandante que hisiera lo que creyera oportuno. No se si lo tenian preparado, pero a mi me paresio que de verdad le iban a meter una bala en la asotea. A el, al brigada ese, tambien le paresio. Tenia los pantalones cagados cuando Porto Lima le saco la pistola de la boca, toda echando sangre. Disen que ademas del diente le rompio la tela del paladar, al defensor del ayuno.

Yo miraba a Montoya y lo veia lejos. No importaba que apenas estuviera a medio metro de mi en aquella manana helada. Yo sentia el pulso de la sangre en la herida de la pierna y en el dedo medio seccionado y notaba que aquel era el latido del tiempo, que me alejaba de todo. Sentia mi vida anterior en otro continente. Los anos en Malaga trabajando en el tranvia quedaban en un tunel que habia detras de otros muchos tuneles, mas alla de los dias de fuego y nieve que acababamos de vivir y que parecian anos, mas alla de los meses pasados en Madrid, y los tuneles que me alejaban de la carretera de Almeria, de los amigos que tenia en Malaga, Palomo, Utrilla, de Mari Carmen Molina, la joven morena con la que alguna noche me perdi por las tapias de la Pelusa, donde ahora no paraban de fusilar prisioneros. Y solo veia cerca la cara, la mirada, de Serena Vergara. Sabia que tenia que salir vivo de alli, que la guerra, la vida, me la iba a devolver, no importaba de que modo.

Cuando Gustavo Sintora se reintegro a su grupo unos dias despues, la calma ya era absoluta. El invierno y la intemperie eran los unicos enemigos de los soldados. El destacamento, con la unidad entera del comandante Cabezas, fue trasladado a un pueblo de piedra y adobe por el que ya habia pasado la guerra. Casas derruidas, restos de animales muertos y el viento levantando una musica extrana entre las paredes caidas. El destacamento y algunos hombres del comandante Cabezas se instalaron en una cuadra apenas tocada por las bombas.

El ano iba llegando a su final y los soldados pasaban los dias jugando a las cartas sobre los pesebres abandonados. Algun atardecer aparecian en la plaza del pueblo dos gitanas salidas nadie sabia de donde, una joven, con el pelo negro virando a azul, siempre callada, y otra mayor que, segun decian, era la madre de la otra.

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