con una sonrisa, no se si de burla, y dijo que no nos iban a cobrar nada, que a los hombres de Capulino ellos le debian la vida, cuanto mas un afeitado. Y el que se llamaba Castro y nada mas que hacia leer periodicos y papeles saco de detras del sillon del Mosca una cantimplora que el dijo que era alemana, que se la habia quitado a un piloto aleman, y nos ofrecio un vino que era dulce, con sabor a miel, empalagoso. Y Doblas lo bebio como si fuera hiel, con la cara amarga y todavia mirando de reojo al barbero Castro.

Estuvieron los cinco hombres bebiendo hasta acabar la cantimplora, poco antes de que el cabo Morales, el que no tenia oreja, llegara y les dijese que ya habia acabado la jornada. Le comento Castro que los tres companeros eran hombres del coronel Capulino y que si podian ir con ellos a la cueva. El otro, mirandolos de reojo, no dijo nada y chupo el gollete de la cantimplora vacia.

– La Zoraida tenia hoy malamente el pulso. No he consentido que pase de una gayola. Estaba en otra parte, la puta de la Zoraida -dijo el cabo Morales, no se sabia a quien, porque ya iba andando por los monticulos que lindaban con un campo de olivos desnutridos, solo y con las manos metidas en los bolsillos.

Lo siguieron los cinco hombres. Caneque y Castro cargando con la mesa y el canasto de bolas de la loteria, y Montoya y Sintora hablando con ellos. Doblas detras y callado. Y asi, pasado el campo de olivos y descendiendo por una pendiente muy empinada, llegaron a un arroyo cubierto de juncos y de unas zarzas detras de las cuales apenas se entreveia la boca oscura de una gruta. Entraron en ella, un poco encorvados, los pies resbalando en un limo que parecia rezumar de las paredes y el suelo, malamente alumbrados por una vela que el cabo Morales habia sacado de su guerrera. Al fondo veian el temblor de otra luz.

– Es la casa de Morales. Vive aqui con otra gente libre. Dos ademas de el. Son desertores a su modo. A veces se meten de noche en las lineas de los fascistas, le cortan el pescuezo a alguno y luego se vuelven. Pero solo cuando quieren, hasta que los de un lado o los de otro los cojan y los fusilen -murmuraba Caneque, ya llegando a un ensanchamiento de la gruta.

Habia dos velas derritiendose en las piedras y una luz que parpadeaba. Un soldado sacandole punta a un palo con un machete. Entre las piernas tenia un libro con el canto de las hojas dorado, como los libros de los curas, y la viruta del palo caia encima del libro y de las piernas, y el soldado no nos miro al llegar, siguio haciendo viruta. Contra la pared habia otro hombre al que casi no le llegaba la luz, y luego vimos que estaba amarrado por el cuello a una argolla que habia metida en la piedra. Era un moro y miraba con los ojos con que miran los animales. Por el suelo habia latas vacias, botellas y trapos, algunas mantas, y mucho olor. Y luego nos dijo Caneque, mientras Castro ponia sus papeles de periodico al lado de otros que tenia alli apilados y humedos, que habia otro soldado, un tal Palomares, que a veces dormia alli pero que de vez en cuando se perdia por los pueblos en busca de mujeres. Tambien nos dijo que el del libro era un brigadista, Albrigh o algo asi, que no queria volverse a su pais, y que el otro era un moro que el cabo Morales habia cogido preso, se llamaba Ben Ameh, pero le decian Benito y el siempre contestaba que le habian dicho que venia a Espana para desfilar en Sevilla, que le iban a dar tres pesetas al dia y que luego lo pusieron a disparar, que el no sabia que guerra era aquella ni quienes luchaban en ella. Yo monto, yo Ben Ameh, Benito, senor, tres pesetas, decia moviendose como yo habia visto moverse un mono en la plaza de la Merced, atado a una verja y yendo de un lado a otro, con los ojos ardiendo y la mano extendida, pidiendo no se sabia que, a lo mejor la vida, el moro.

Estuvieron los hombres del destacamento, los dos barberos y el cabo Morales bebiendo mas vino empalagoso que el cabo desorejado sacaba de una garrafa y repartia en unos cuencos de metal. Montoya, Sintora y los barberos eran los unicos que hablaban, de Madrid, de sus destinos, del pasado y de la guerra. El brigadista dejo de afilar el palo, y en la misma posicion, sentado contra la pared, se quedo dormido, el moro mirando, moviendose y farfullando, Morito, Casablanca, tres pesetas, y el cabo echandole cerca de la cuerda unos trozos de pan que el otro limpiaba de barro y se metia en la boca. Doblas bebiendo en silencio y mirando al cabo.

Cuando los hombres del destacamento y los dos barberos salieron de la gruta ya empezaba a caer la noche. Se dirigieron juntos hasta la entrada del pueblo y alli, antes de separarse, fue la primera vez que hablo Doblas, mirando al barbero Castro:

– A mi no me ensena nadie una navaja. La proxima vez que te la vea en la mano y no sea para afeitarme, te la meto en la barriga. Como me llamo Jose Doblas.

No volvio Doblas a ver a los barberos. Fueron Montoya y Sintora quienes siguieron merodeando por los alrededores de la tapia en los dias siguientes. Volvieron a la gruta, a beber aquel vino dulzon con los dos barberos y el cabo desorejado, que nunca hablaba con ellos. Ni con ellos ni con nadie. Hablaba en voz alta, decia cosas, pero nunca se dirigia ni miraba a nadie. Un dia vieron a Palomares. Delgado, ojos muy juntos y cara de pajaro, muy moreno. Palomares si hablaba, con la voz muy fina, de nina, comentaba como estaba la retaguardia, y decia que aquella calma en el frente era mala senal. El brigadista afilaba palos en silencio y el moro se movia amarrado a la pared, Morito, Ben Ameh, Benito, tres pesetas, y tragaba pan sucio.

Venia el final del ano. Era la vispera de la Navidad y el frente estaba muerto. El rio bajaba a lo lejos y su rumor por la noche se nos metia en el sueno, nos llevaba el agua por la noche como si fueramos muertos o petalos flotando en su lecho, nos arrastraba los suenos y nos llevaba lejos el rio, y al despertar y oir el canto de los pajaros y voces de hombres, por un momento nos parecia que la guerra habia terminado, pero luego venia la realidad y en un instante remontabamos el rio, todo lo andado en el sueno. Yo miraba los arboles al amanecer, los veia desnudos como postes. Era el invierno de la muerte.

Era la vispera de la Nochebuena y en la cuadra los hombres del destacamento y los soldados del comandante Cabezas bromeaban diciendo que iban a formar un belen en el que Doblas iba a hacer de Nino Jesus y Ansaura, el Gitano, de San Jose. Hablaban los hombres de sus familias y de otros anos en los que no habia guerra. Mi padre, el sargento Sole Vera, imaginaba la casa por la que estaria moviendose mi madre, como seria la vida en esos dias a casi mil kilometros de distancia, Malaga en guerra. Se lo estaba diciendo a Doblas: «Doblas, ?sabes quien estara pasando ahora por calle Ancha, te puedes imaginar la calle, el Pasillo de Santo Domingo? Yo no acabo de creerme que aquello, Malaga, siga existiendo», cuando oyeron el retumbar lento de una explosion a la que pronto sucedieron otras, muy a lo lejos. Se quedaron los hombres mirandose, en silencio, y cada cual observo donde estaba su fusil. Se levantaron a recogerlos, despacio.

Por el pueblo oyeron carreras, voces, y al poco el capitan Villegas entro en la cuadra. Mando a los hombres salir al exterior y formar delante de los camiones. A lo lejos se veian resplandores a los que seguia un tambor sordo, cada vez mas cercano. El rio se llenaba de fuego. Un teniente al que ni Sintora ni los demas hombres del destacamento habian visto nunca les gritaba que quien no avanzara en el combate seria fusilado sobre el terreno, que los sargentos tenian autoridad para disparar sobre los oficiales que retrocedieran y que las familias de los desertores serian represaliadas.

El comandante Cabezas aparecio ante los focos de los camiones. Andaba despacio. Dio ordenes al teniente desconocido y al capitan Villegas. Dos soldados iban a subir su cama de hierro en uno de los camiones, pero el comandante los detuvo con un gesto. Les mando que la depositaran en el suelo, se quedo mirandola y de una patada la volco sobre el barro antes de dirigirse al primero de los camiones y subir a el. Los vehiculos pusieron en marcha sus motores. Apagaron las luces y empezaron a avanzar en un convoy lento. Adonde nos llevan, le pregunto un soldado con mellas a Sintora, y, sin esperar la respuesta de su companero, el hombre arrugo la cara y empezo a gemir.

Las manos se le traqueteaban con un temblor acelerado. Los demas lo miraban con la cara blanca, los labios delgados y los ojos aumentados por el miedo. El soldado que estaba junto a el, muy joven, miraba al exterior, a los otros camiones, al campo, que se llenaba de resplandores suaves, color de fuego. Entre las piernas del hombre mellado se empezo a formar un charco, los pantalones se le mojaban con un liquido que se extendia rapido por la tela. Entonces me acerque a el, mi cara a su cara. Adonde nos llevan, le pregunte yo, mirando con mi cristal partido sus ojos llenos de miedo. Adonde nos llevan, mama, le volvi a preguntar, y el se quedo con los parpados abiertos, ya sin llorar, viendo mi sonrisa y como retiraba mi cara de su lado y recostaba mi cabeza contra la lona del camion y cerraba los ojos detras de las gafas. Vi a Montoya mirandome, abrazado a su fusil. La guerra venia conmigo, me llevaba en su lomo amargo, yo habia entrado en su laberinto y estaba dispuesto a vivir en el.

Los camiones se detuvieron en una explanada grande en la que ya habia reunidas varias decenas de vehiculos. Se apagaron los motores y vino un silencio solo enturbiado por el eco de las bombas y por el ruido ronco que en la lejania del cielo levantaban los aviones. Se oyo una voz, gritos, ordenes, golpes en el exterior del camion y de nuevo el teniente aquel que se asomaba a la caja y les ordenaba saltar. Bajaron apresurados, resbalo sobre su charco el mellado, cayo, chocaron con el algunos soldados y, orientandose por los gritos y la confusion de los demas, corrieron a agruparse en medio de la explanada.

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