En la cabeza del peloton en el que se encontraban los soldados del destacamento estaba el sargento Sole Vera, que se abrochaba el chaqueton de cuero y se ajustaba el correaje que llevaba sobre el. Por delante andaban de un lado a otro el teniente Porto Lima y el capitan Villegas, a su espalda, sin moverse y mirando a los hombres, fumaba el comandante Cabezas. Sintora, segun cuenta en la confusion de su cuaderno, en busca de alguna orientacion, miraba la cara del capitan Villegas, que estaba rigida y de continuo, sin inmutar el gesto, daba ordenes. Recorde la cara de la cantante Salome Quesada, sus cejas, el carmin de sus labios, y recorde su fotografia la primera vez que entre en el despacho del capitan Villegas, cuando yo estaba recien llegado a Madrid y estuve dos dias durmiendo en la puerta de su oficina. Recorde la voz del capitan, su gesto y como entonces, al salir de aquella oficina forrada de fotografias, andaba entre soldados que lo saludaban sin que el pareciera verlos, viendolos a todos, como entonces nos veia, sin mirarnos.
Hablaron el capitan Villegas y el comandante Cabezas, se saludaron de forma militar y cada uno se dirigio a uno de los dos grupos en los que habian dividido a los hombres. El comandante Cabezas dio una orden al teniente Porto Lima y este les grito a los soldados, que se pusieron en marcha, a paso rapido, siguiendo al comandante, que ya se habia perdido en direccion a una loma pedregosa y llena de arbustos. Corriendo en la cola del grupo, Sintora vio pasar a los soldados Caneque y Castro. La luz de la noche les habia puesto livida la piel. Castro se habia afeitado la barba y Caneque llevaba mirada de loco.
Espero Villegas a que los hombres del comandante Cabezas se perdieran en la oscuridad, y luego hizo un gesto al teniente que les habia hablado. El teniente, corriendo hacia la parte trasera del grupo y montando su pistola, les grito que abrieran las filas y siguieran al capitan, que ya habia empezado a correr despacio en sentido contrario al que lo habian hecho el comandante Cabezas y sus hombres. Subian una pendiente donde el barro se hacia cada vez mas blando.
Resbalabamos. Haciamos el ruido que los desdentados hacen al masticar. Montoya venia a mi lado y al mirarme me decia, Sintorita, que lejos, Sintorita, que lejos esta Fransia, y yo sentia el trapo de las gafas, los girasoles sucios acariciandome la nuca, Serena, y corria sin mirar el suelo, viendo como delante de mi corrian hombres, espaldas, codos, manos y fusiles, cada uno con su respiracion, cada uno con su barro y el peso de su cuerpo, y a mi espalda sentia a Doblas, veia a Ansaura a mi lado, delante, moviendo los labios con la cara desfigurada, otro hombre saliendole desde lo hondo de la cara, afilandole las facciones. Nos masticaba con su ruido el barro, y por encima de el se nos acercaba, nos acercabamos al ruido de las bombas. Detras, daba gritos el teniente sin nombre.
Pasamos bajo unos arboles, uno de ellos ardiendo, el resplandor de la llama nos ponia cara de muertos. Pasamos el pequeno bosque, escualido, sin mas vegetacion que la de los raquiticos arboles, llegamos a un llano en el que nos esperaba el capitan Villegas. Empujaba con energia a los hombres y los hacia entrar en la boca de una trinchera por la que avanzabamos golpeandonos los brazos y los hombros contra el barro de las paredes. Senti su mano en mi espalda, delicada, empujandome hacia la muerte. Olia a tierra y a basura y en los bordes de la zanja se percibia el temblor de las explosiones. Oi gritos, Que viene, que viene, y luego los silbidos.
Hubo un destello. Se sacudio el mundo, hierro, carne, fuego, la cabeza del reves, cai al suelo, el miedo corriendo veloz, un circuito electrico por todo mi cuerpo, alguien me pisaba el brazo, las piernas, corrian sobre mi, y llego otra explosion, quise levantarme, tenia barro en la boca, dentro de la garganta y me vino una arcada, vomitaba mientras me ponia de pie y de mi apartaba un peso, un cuerpo que se resbalaba por el barro. Montoya me dio la mano, me miro con los ojos abiertos y tiro de mi guerrera. A mi espalda oia como resoplaba Doblas, le hablaba entre gritos y con la respiracion cortada el sargento Sole Vera. El capitan corria por encima de nosotros, fuera de la trinchera, adelantandonos, gritando, el barro de sus pies nos salpico la cara, por encima de su cabeza, por al lado de su cuerpo, habia silbidos de fuego. Lo vi saltar dentro de la zanja, la pistola en la mano y un resplandor de bombas iluminando su silueta.
Llegaron a un cruce de trincheras, un ensanche donde el capitan Villegas supervisaba el estado de sus hombres. A su lado vieron a Ansaura, el Gitano, cojeando levemente, atandose un trapo por encima del barro que le rodeaba el tobillo. Las bombas pasaban por el cielo, altas, e iban a estrellarse a lo lejos. Sintora se limpiaba de barro las gafas con el cristal rajado.
– Nesesita mas gafas que tu, Sintorita, la artilleria fasista -dijo Montoya mirando a las alturas, el lugar invisible por el que cruzaban los proyectiles.
– Estan castigando la segunda linea. Quieren aislarnos -el capitan Villegas hablaba mirando al frente-. Luego vendran a por nosotros.
Por el cielo pasaban aviones invisibles con ruido de trueno. Estuvieron alli, alumbrados por un relampagueo intermitente hasta que el capitan, despues de volver de un promontorio en el que estuvo escrutando lentamente la noche, grito el nombre de Millan, que era el nombre del teniente que habia ido detras de ellos gritando amenazas. Le ordeno el capitan que lo siguieran por el borde de la ladera. Salte al aire, libre de aquella tumba de barro, y ayude a subir a Ansaura, el Gitano, que me miro sacando la blancura de los dientes. Entre las piedras se oia el chocar de alguna bala, un martillazo en el barro, el silbido caliente, perdido, que cruzaba la madrugada. Apretaba mi fusil entre los dedos y sentia miedo, miedo de que una bala me dejara dormido en el frio del barro, miedo de morirme despacio en uno de aquellos charcos.
El cielo se iba haciendo palido, como la piel de uno de aquellos muertos que dejaban atras los soldados y que empezaron a ser abundantes cuando llegaron a una hondonada del terreno, en el borde de una zona medio pantanosa en la que el capitan Villegas les ordeno detenerse. Frente a ellos, al otro lado de las aguas, se oia el retumbar de los canones. Carros de combate enemigos recorrian la zona y a la primera luz del dia, todavia debil y empanada en sombras por una niebla que se iba haciendo espesa, los tanques parecian animales prehistoricos, con su coraza gris, rugiendo con lentitud. A su espalda escucharon un retumbar mas debil, y entre la bruma vieron aparecer hombres a caballo, soldados a pie llegando tras la caballeria, envueltos en barro.
Uno de los jinetes, un coronel delgado, viejo y con los pomulos picudos, llamo al capitan Villegas y le dijo que enviara seis hombres al lugar en el que estaban los camiones para recoger a un grupo de heridos que habia al pie del Cerro de los Muertos. Queria el coronel que condujeran a sus heridos a un puesto de socorro, de inmediato. Son heroes, grito desencajando sus pomulos, ordenando a los jinetes, a Villegas y a los hombres que le seguian a pie, continuar la marcha, el ataque hacia la zona devastada por el fuego y la artilleria, alli donde los carros de combate y la metralla lo llenaban todo de peligro y muerte.
Miro sin parpadeo ni duda el capitan al sargento Sole Vera y aquella mirada fue la orden. Se miraron los dos hombres un instante mas, despidiendose, ordenando uno y acatando el otro. Se volvio el sargento y senalo a Doblas, dijo su nombre apenas con un susurro, Doblas, a Ansaura, el Gitano, Ansaura, a Montoya, Enrique, a mi, Sintora, a uno de los hombres que habia dormido en la cuadra con nosotros, Vallejo. Nos senalo con la sien el camino hacia el punto en el que estaban nuestros camiones, tras los montes, y empezamos a correr, a cruzarnos con los hombres que iban al corazon de la batalla. Vi sus caras. Corrian entre los caballos, el cuerpo pesado, hundiendose en los charcos y en el barro, y al alejarnos de alli, nosotros seis tragabamos el oxigeno, el miedo que los hombres iban dejando en el aire. Vi los ojos, la sien sin oreja del cabo Morales, mezclado entre los hombres que iban al combate, al brigadista americano, Albrigh o Aldrich, corriendo a su lado, pequeno y con la cara de nino, los ojos azules, por primera vez vivos. Pense en el moro, muriendose atado en la cueva si el cabo moria, quiza ya muerto de un tiro, degollado por el propio cabo despues de arrojarle una racion doble de pan a la tierra, al barro.
Y cuando ya estabamos en el recodo del camino, me detuve y volvi la vista para mirar a aquellos hombres. Y los vi. Vi sus espaldas, sus cuerpos adentrandose en la niebla, perdiendose entre los charcos. Vi la silueta del capitan Villegas, la pistola en su mano, corriendo hacia el lugar del fuego, gritandole a los hombres, y delante de el vi la figura del viejo coronel, un instante detenido sobre su caballo, mirando a los soldados que le seguian y luego lanzandose al galope, seguido por unos jinetes sin rostro a los que un golpe de niebla borro para siempre de mi retina. Hombres que se perdieron en el fragor de la guerra, soldados sin nombre que desaparecieron en aquella bruma como si nunca hubieran existido.
Solo quedo de ellos un eco lejano, el ruido de sus pies en el agua. Y cuando un nuevo golpe de viento despejo de niebla el terreno por el que acababan de cruzar, ya solo habia piedras, agua, arbustos sin hojas. Y yo, con mi fusil entre las manos, siguiendo la marcha del sargento Sole Vera, sentia que mi cuerpo era un ejercito entero en retirada, barcazas flotando en la niebla, tanques, una brigada de hombres recorriendome la piel y la sangre, atravesando manantiales, montes, dejando surcos en la corteza de la tierra, cadaveres, heridos que eran yo mismo, el hombre que corria al lado de otros cinco hombres, de otros cinco ejercitos perdidos en el