Dejaron a los hombres heridos en el hospital de campana. El sargento Sole Vera miro con los ojos cansados a sus hombres. Encendio con mucha lentitud un cigarro y, pasandose una mano por el barro seco de su guerrera de cuero, les dijo que podian ir a donde quisieran. La batalla estaba perdida, y la guerra tambien, murmuro en voz muy baja, los ojos mirando la tierra.
– ?Y el capitan? -pregunto Montoya, inocente, la expresion de un nino iluminandole la cara.
Se encogio de hombros el sargento, despacio, a la vez que alzaba la mirada del suelo y decia que el iba a quedarse esperandolo en el lugar donde habian dejado los camiones y que despues, cuando el capitan volviera o pasara el tiempo suficiente como para pensar que nunca volveria, iba a tomar el camino de Madrid, y despues, con un salvoconducto de Sebastian Hidalgo, se iria a Malaga, si es que Sebastian Hidalgo, y Madrid, y Malaga, seguian en pie.
Doblas se quedo a su lado y ni siquiera tuvo que variar el ritmo de su respiracion para que todos supieran que el iba a hacer lo mismo que mi padre, el sargento Sole Vera.
– Yo me vuelvo a Madrid con vosotros -dijo Sintora, uno de los cristales de las gafas rajado, la cara embarrada y la cinta con los girasoles caida sobre la nuca.
– Madrid, cojones, con lo serca que esta Fransia. A Madrid y de desertores, interesante proposision para que nos fusilen contra una asquerosa tapia, o sin tapia, en medio de una carretera -protesto resignado Montoya-. El capitan, si es que lo volvemos a ver, no va a desertar. Deberia fusilarnos el mismo, antes de que se ensane con nosotros gente desconosida. Mejor morir a buenas manos, aunque sea pronto, que no por la bala de un serdo. ?Y tu, Gitano?
Miraron los hombres a Ansaura, el Gitano, la cara renegrida y los ojos turbios, esquivos. Movio la cabeza de un lado a otro, la barba negra oscureciendole el menton, los ojos de alquitran, antes de decir que el esperaria al capitan y luego veria. El otro soldado, Vallejo, antes de que Ansaura, el Gitano, acabase de hablar, dijo que el no iba a esperar a ningun capitan, que a el ya lo habian hecho esperar los capitanes, los tenientes y los coroneles muchos meses y que la guerra habia acabado para el. Se colgo el fusil al hombro y comenzo a alejarse del rio mientras los hombres del destacamento subian al camion en el que acababan de transportar a los heridos y se dirigian al lugar en el que estaba el resto de los vehiculos.
Recogieron el otro camion del destacamento y subieron a un cerro desde el que veian la llanura de la que continuamente partian camiones y coches. Miraban con unos prismaticos, turnandose, hasta que a la caida de la tarde, el sargento Sole Vera, sin los prismaticos, vio atravesar el llano una figura que caminaba recta y despacio. En una mano llevaba una pistola.
Bajo del camion el sargento Sole Vera y empezo a descender el cerro, andando entre las piedras, sin apartar nunca la vista de aquel hombre que caminaba entre los vehiculos que todavia quedaban en la llanura. Se detuvo el sargento a una decena de metros del capitan Villegas, que tenia el uniforme sucio, con manchas de barro y sangre. A la altura del pomulo derecho, una herida limpia, un corte ancho, le dividia la cara, subrayandole de rojo la mirada. El capitan parecia mas delgado que unas horas antes, y los dientes le asomaban bajo el bigote impecable aunque pastoso de sangre. Parecia que los dientes le hubieran crecido. Tenia una manga de la guerrera rajada, con restos de una sangre oscura que le asomaba por la mano que sostenia la pistola.
– Capitan, nos vamos. Los hombres del destacamento, yo con ellos, volvemos a Madrid, despues cada uno a su casa.
Se quedo en silencio el capitan, la mirada perdida como cuando pensaba en la cantante Salome Quesada. Luego, hablo:
– No habia tierra para que cayeran tantos muertos.
Los soldados del destacamento, Doblas, Ansaura, el Gitano, Montoya y Sintora, iban llegando a la altura del sargento y todos, en silencio, se fueron deteniendo a su espalda.
– Nos vamos, capitan. Volvemos a Madrid -repitio el sargento.
– No se si pensar, Sole, que tambien me han matado a mi. Que soy un muerto, que estoy muerto como los hombres que venian conmigo -los soldados miraban a su capitan en silencio. Sobre el rio, a lo lejos, flotaba una nube de humo lento que se iba confundiendo con la niebla, y por encima de las palabras del capitan habia un tambor disparejo de detonaciones aisladas. El capitan los fue mirando con calma, los ojos muy serenos-. Y aunque vengan los anos y viva, una parte de mi estara ya muerta para siempre, Sole, Doblas, Ansaura, Montoya, Sintora, a vosotros tambien os han matado en ese fanguizal, no importa donde vayais.
Los hombres del destacamento no se acercaron al capitan Villegas. Lo miraron desde la distancia y uno a uno fueron dandose la vuelta, volviendo a subir, en silencio, con el crujido de las piedras, hacia el lugar en el que estaban los camiones de aquel destacamento que ya no existia, que en realidad habia dejado de existir un dia lejano, quiza la manana aquella en la que una bomba habia caido sobre el coche negro y de morro alargado de Paco Textil, o tal vez el mismo dia que habian abandonado Madrid camino de aquella cienaga humeante y lejana que ahora se extendia a los pies de aquellos hombres que, reunidos delante de los camiones, se habian detenido a escuchar a Ansaura, el Gitano.
Los miraba con la cara esquinada Ansaura, y decia las palabras muy despacio, separandolas entre si por un silencio largo, por una duda que se iba disipando a medida que hablaba. Decia que a el le gustaria volver a Madrid para buscar a Corrons, por si habia algo nuevo que cobrar, pero que Corrons se habria ido a Valencia o a donde fuese y que el ya habia dicho casi dos millones de veces el nombre de su mujer:
– Mi mujer se llama Amalia Monedero -dijo, como si nadie le hubiera oido nunca en los dos ultimos anos, cada noche, a cada momento, decir el nombre de su mujer-. Mi mujer se llama Amalia Monedero -repitio con lentitud, los ojos demasiado negros para ser ojos, el flequillo cortado en diagonal sobre la frente sucia de barro, el pie vendado-, y por muchas veces que digo su nombre esta guerra no se acaba nunca, no importa lo que digan los oficiales de ahi abajo, que todo esta perdido -senalo con la barbilla la llanura por la que se movian hombres y vehiculos-, no se a que se refieren cuando dicen que todo esta perdido ni quien es quien lo pierde. Ya no puedo decir mas el nombre de Amalia sin verla a ella, a Amalia, mi mujer. Por eso no voy a Madrid y por eso tambien dejo al capitan, por irme a Barcelona, a no decir mas el nombre de mi mujer, a verla. Asi es como se acabara la guerra de verdad. Cuando la tenga delante y ya no diga mas su nombre.
Lo miraban en silencio los hombres. Montoya con el ceno fruncido, como si viera por primera vez al Gitano, Sintora apoyando el cuerpo en su fusil, cansado y sin escuchar, Doblas con la respiracion ahogada y lenta, y el sargento Sole Vera observandolo de reojo, la vista repartida a medias entre el campo por el que todavia andaba el capitan y la figura de Ansaura, el Gitano, que seguia hablando, despacio, renegrido:
– Me voy a llevar un camion a Barcelona, sargento, el de la Doce, o si tu quieres el Chato. Mas que nada porque en las casas esas donde hemos estado durmiendo, en una de ellas, la de piedra grande, he visto una maquina de coser y me la voy a llevar, para Amalia, para mi mujer -habia un aire de desafio en sus palabras-. Es una Singer. Y me la voy a llevar para que me haga trajes y para que se los haga ella, para ponerselos y para venderlos. Va a ser costurera, Amalia Monedero, la mejor de Barcelona, cuando acabe la guerra.
Nadie escuchaba ya a Ansaura, el Gitano. Los hombres del destacamento se habian girado y, como el sargento, miraban el humo del horizonte, la llanura en medio de la que el capitan Villegas hablaba con otro hombre, quiza un oficial, que avanzaba delante de un pequeno peloton del que separaron a un individuo que, antes de que a los oidos de los soldados del viejo destacamento llegase el desordenado redoble de los disparos,