ya habia caido fusilado, encogido, pequeno, y que se estiro, se abrio como una flor nocturna y rara al recibir el tiro de gracia, un debil crujido en la distancia, que el oficial con el que habia estado hablando el capitan Villegas le solto en la cabeza. Y cuando el sargento Sole Vera empezo a caminar hacia el camion que tenian mas cerca, ya nadie le dijo nada a Ansaura, solo Montoya, que le susurro, Adios, Gitano, me alegro de no volver a verte, de no oir mas tus ronquidos ni la mierda de tus resos. Y lo ultimo lo dijo Montoya ya sin mirar a Ansaura, andando hacia la parte trasera del camion, aupandose para subir a la caja.
Dejo escrito Sintora que Montoya llevaba los ojos brillantes, y que cuando el traqueteo del camion se puso en marcha y empezaron a alejarse de la colina, de la llanura, la silueta de Ansaura, el Gitano, se quedo sola delante del camion de la Doce, con la pierna vendada por encima del pantalon, el flequillo de alquitran pegado a la frente y la piel y los ojos llenos de tizne, y le parecio a Sintora que Ansaura todavia seguia hablando, despacio, al camion que pasaba delante de el, a los hombres con los que habia compartido dos anos, mas de veinte meses que ahora se desintegraban en la nada, y que ya, silenciosos y derrotados, se alejaban para siempre de su vida, o a las piedras que lo rodeaban. O tal vez a su mujer, Amalia Monedero, diciendole al oido que pronto estaria en Barcelona, anunciandole su llegada con una maquina de coser Singer y que ella, Amalia, Amalia, Amalia Monedero, iba a convertirse en costurera, en la mejor costurera de Barcelona.
Los cuatro hombres del antiguo destacamento recorrieron con el camion carriles, caminos de tierra y barro, esquivando siempre las carreteras rectas que conducian a Madrid. Apuraron el bidon de combustible que llevaban en la caja, Doblas reparo el motor, que humeaba y tenia espasmos incontrolados. Hasta que finalmente, cortada cualquier posibilidad de avanzar por ningun camino secundario y ante la presencia de soldados, no sabian de que ejercito, decidieron abandonar el vehiculo. Lo enterraron entre una marana de zarzas y continuaron su viaje a pie, guiados por un mapa escolar que el sargento Sole Vera, mi padre, habia encontrado en una escuela abandonada, en un pueblo medio desierto en el que los cuatro hombres estuvieron refugiados de la nieve que estuvo cayendo durante casi diez dias seguidos.
Y en todo ese tiempo, viajando en la caja del camion con Montoya, caminando por el campo o refugiado en la casa abandonada del pueblo, Gustavo Sintora no dejo de pensar en algunas de las palabras que Ansaura habia dicho antes de que lo dejaran hablando solo en lo alto de aquel cerro.
Guiados por el mapa escolar del sargento Sole Vera, oyendo en la distancia estallidos de bombas que no venian de ninguna parte, solo del silencio que a veces los envolvia, alimentandose de un conejo que Doblas cazo, de unos huevos y una gallina robada, de la leche que unos ninos ordenaban de una vaca recien muerta, de la carne de esa misma vaca, los hombres llegaron a las cercanias de Madrid y en medio de la noche, sin encontrar patrulla ni vigilancia, solo algun disparo perdido, entraron en sus calles de fantasmas, sin mas luz que el resplandor que a veces venia de la Ciudad Universitaria, quiza hogueras o tal vez algun vehiculo incendiado que explotaba con un estruendo sordo y hueco, la noche entera una caverna en la que todo resonaba con ruido de boveda.
Se cruzaron con un soldado borracho, con un hombre que arrastraba un mueble, un aparador, y que se quedo mirandolos con cara de espanto, en silencio hasta que pasaron frente a el, observandolo y sin decirle nada los soldados, que mas adelante tambien se encontraron con una prostituta que sangraba por la nariz, un zapato con el tacon alto y fino, el otro arrancado, y mientras les pedia tabaco ofrecio acostarse con los cuatro por ocho, por cinco, por tres pesetas, mirando asustada, de reojo, la boca oscura de las calles, rogando porque no apareciese su Esteban, que la iba a matar al amanecer, a golpes, si no reunia las ocho pesetas que le faltaban. Y siguieron avanzando pegados a las paredes de las casas hasta que poco antes del amanecer llegaron a la Casona y entraron sigilosos en su jardin, los arboles desnudos, garras, dedos y unas en la noche, en el edificio, que tenia todas las entradas cerradas salvo la puerta renqueante y combada de la cantina.
Y alli estuvieron sentados en medio de aquella sala, sin que a la vista hubiera botella ni alimento alguno con el que pasar el ultimo tramo de la madrugada, delante de las estanterias completamente asoladas, hasta que en la parte superior del edificio empezaron a oir algun ruido, gente que andaba despacio, recien levantada. Los cuatro hombres recogieron sus armas, se distribuyeron por la cantina y estuvieron alerta hasta que oyeron pasos en la escalera. Se detuvieron los pasos en la puerta y la dejaron a un lado, siguieron hacia el jardin y luego retrocedieron.
La figura luminosa del mago Perez Estrada aparecio en el umbral de la cantina, sus brazos alzados, su voz exclamando, alegre, al ver al sargento Sole Vera que todavia le apuntaba con su pistola, Mi sargento, dijo teatral, a la vez que se cuadraba sin querer cuadrarse, burlandose del saludo militar el mago Perez Estrada. Doblas, Montoya, Sintorita, que buen nino, Sintorita, que no te has dejado matar. Mi sargento, volvio a decir abrazando a mi padre, al sargento Sole Vera, sin hacer caso de la pistola que el todavia tenia levantada.
– Que alegria -dijo el mago-. Que alegria, los soldados del destacamento -repitio mientras sacaba del cuello del sargento una baraja de cartas, mirandolos uno a uno, sonriendo, alegre.
Y entonces, mientras los miraba en medio de la cantina, fue cuando los soldados advirtieron de pronto la imagen real del mago, no la que conservaban en la memoria y habia revestido de luz su aparicion, sino aquel traje blanco ajado, los zapatos siempre relucientes manchados ahora de barro y un aire que no llegaba al desalino pero que daba cuenta del cambio, del deterioro al que los habitantes de la Casona debian de haberse sometido en los ultimos meses y que ya en las paredes, en las estanterias de la propia cantina, habian percibido los soldados.
– No sera que alguno, que el capitan Villegas, que Ansaura, vuestro amigo gitano, que les ha pasado algo en esas guerras que estais echando todo el rato -dijo el mago advirtiendo la tristeza de los hombres, aunque en el fondo seguro de que era el, su estampa, lo que acababa de provocar aquella subita melancolia. Sobreponiendose, sin ofrecer un resquicio al desanimo, fue acercandose a ellos, dandoles la mano-. Que alegria, Doblas -sonrio con su boca de batracio y el hierro de sus dientes Doblas-, Montoya, Enrique -el mago mas sinverguensa de todas las guerras, dijo Montoya, abrazandose al mago, alegre por primera vez desde que habian dejado al capitan en el Ebro-, Sintora, oh, Sintorita, que alegria, las gafas rotas, que pena -titubeo, se emociono Sintora, y al darle la mano, como si fuera un juego fantastico que el mago Rafael Perez Estrada acabara de provocar, vio Sintora ante si el fragor y el humo del campo de batalla, las noches en las trincheras, los muertos, la sangre y el barro, la cara del capitan Villegas al despedirse de ellos, su voz diciendo vosotros, vosotros sois la guerra, la figura de Ansaura, el Gitano, su pierna vendada, hablandole al humo de los camiones, el soldado fusilado en la llanura y los hombres corriendo hacia la niebla, los dias andando por el campo, bebiendo leche de una vaca muerta a la que los ninos despues de ordenar le habian rajado las ubres con una navaja por ver si encontraban mas leche, con una mirada negra de hambre y odio los ninos. Todo se le revelo a Gustavo Sintora de un modo mas verdadero que como en realidad habia vivido aquellos acontecimientos cuando el mago Perez Estrada se detuvo ante el para darle la mano, los ojos claros del mago, la camisa blanca oscurecida por el cuello, las solapas de la chaqueta con una patina de derrota.
El mago continuo imparable con su magia, no se sabia si ignorando el desaliento de los soldados o precisamente combatiendolo con toda su energia. Les dijo que se sentaran y, tocando con la boca una musica de tambores, un redoble que tambien llevaba incorporado platillos y algun eco de trompeta, les anuncio que entonces si que iba a hacer un verdadero numero de magia. Retiro un tonel que habia cerca del mostrador, levanto dos tablas del suelo y de alli, de una cavidad que al parecer habia en la tierra, extrajo, con parafernalia de numero circense una botella y una cacerola de aluminio, pequena y abollada. Saco de un cajon unos vasos, sirvio un vino que en su aspecto recordaba al liquido negro y aspero que siempre habian tenido en la cantina y, de nuevo con redoble, destapo la cacerola para mostrar unos garbanzos tostados, con sal y mucha tizne.
No hizo ninguna pregunta el mago. Suponia o sabia que los hombres habian abandonado su unidad. Seguir el destino sin que el destino quiera que lo sigamos es una torpeza, habeis hecho bien haciendo lo que habeis hecho, que no se ni me importa lo que es, dijo despues de asegurarse de que el capitan y Ansaura estaban vivos y de decirles que quiza quisieran saber algo de lo que habia ocurrido por alli, por la Casona, y tambien por Madrid en