diciendo una palabra, quiza un nombre, que no llegaba a salir de su boca y se quedaba alli, atrapado entre las briznas de hierba que se habian enredado a sus labios de moribundo.
– Lo demas -dijo Sebastian Hidalgo-, poco importa.
Solo que el Portugues al llegar a Madrid en el coche de un oficial al que no se sabe como habia enganado en algun pueblo del camino, fue a ver a Hidalgo y le conto el destino que habia tenido Ansaura, el Gitano. Y se quedo Sebastian Hidalgo mirando a los antiguos hombres del destacamento, con su cara de nino entristecida, tocandose las unas y desviando la vista al ventanal de la cantina, donde la tarde y la lluvia volvian a caer.
A partir de este punto, la escritura de Gustavo Sintora se hace mas enrevesada, se rompe en fragmentos y a veces se hace indescifrable. Solo estan hilvanados aquellos sucesos del final de la guerra en los cuadernos que escribio muchos anos despues, en los tiempos en que iba a mi casa, con mi padre, con Sebastian Hidalgo, delgado, con cuerpo y ojos de nino, perdido dentro de su eterna chaqueta gris el falsificador, con sus dedos manchados de tinta, reunidos primero en el patio de la casa, luego en Los 21 con el Toto, que habia sido demasiado joven, un nino, para participar en la guerra, con el padre de Luisito Sanjuan, que nunca quiso hablar de las bombas que desde el Canarias, con su gorra de plato bailandole en la diminuta cabeza, habia tirado sobre Sintora y la gente que iba por el camino de Almeria, y con los otros dos supervivientes de aquel antiguo destacamento que durante casi toda la guerra no habia hecho mas que llevar cupletistas y magos de un lado para otro. Fuimos unos saltimbanquis, decia siempre mi padre, el antiguo sargento Sole Vera, ya sin su chaqueton de cuero, ya sin su pistola en el costado, todavia con la miel de los ojos llena de ensonaciones, viejo soldado de aquel destacamento que en el final de la guerra veia como iba siendo borrado, arrastrado por el vertigo de unos tiempos que no conocieron la paz, la piedad ni el perdon.
Los hechos, por lo que se desprende de las notas de Sintora y por las pocas conversaciones que en su tiempo pude oirle a mi padre, debieron desencadenarse a partir de una conversacion intrascendente de Corrons con el enano Torpedo Miera, cuando el primero le pregunto al enano como le iba la vida de cornudo, sonriendo Corrons, con el agua aquella de los ojos a punto de rebosar de los parpados. Parece que los dos iban borrachos, y que al principio el enano no quiso contestarle a Corrons, desacostumbrado a la bebida y machacon en su argumento. Iba conduciendo el coche ese que entonces le prestaba algun camarada de su partido, y el enano, con su cara de nino hervido, miraba pasar el paisaje de tapias y descampados.
Le decia Corrons que tampoco habia perdido mucho con la Ferrallista, que ya sabia lo que era cuando se caso con ella, que se la veia venir y que las cosas, viendolas desde lejos, duelen menos, porque ya estan doliendo desde antes, restando sufrimiento. Las mujeres no cambian, le dijo. El enano lo miraba desde abajo, con los ojos entornados. Se encapricho de ti por enano, por las cosas esas que dices en italiano o a lo mejor por darle celos a otro, pero en cuanto Montoya se descuide le hace lo mismo que a ti, Torpedo, por eso no te tienes que preocupar, la venganza te va a llegar sola, antes o despues, eso si Montoya consigue salvar el pellejo, salir vivo de aqui, le iba diciendo Corrons, con la lengua suelta, blando en el volante, cuando volvio a preguntarle como se sentia con cuernos, si le habia dolido mucho.
– Por lo menos ya eres mas alto -le dijo Corrons, mirandolo con algo que parecia ternura.
– No tanto como tu -contaba mi padre que le contesto el enano, la cara pasada de coccion.
Pero Corrons no reparo en las palabras del enano Torpedo Miera y siguio a vueltas con la Ferrallista, hablando de los hombres que el le habia conocido, aunque, eso si, a ninguno habia estado tan apegada como al tipo ese del destacamento, del puto destacamento, esos parasitos y otros como ellos son los que nos han hecho perder la guerra, colaboradores del fascismo, unos con sus cupletistas y sus mariconerias y otros con los rezos y los miedos. Y poco a poco, a medida que la conversacion se le iba por el rumbo de la politica y del destacamento, se le fueron secando las palabras a Corrons, se le fue agriando la cara, volviendole a su ser, hasta que quedo en completo silencio, echando un vaho de conac pestilente, con el enano al lado, pensativo, mirando pasar por encima de la ventanilla la altura de los edificios, viendolo todo desde abajo, siempre viendolo todo desde donde no esta hecho para verse, los mostradores, las mesas, la gente y la vida entera. Nunca con la cara en la cara de nadie, siempre debajo, tragandose lo que los demas no querian, como entonces se tragaba las palabras y la peste que Corrons echaba por la boca.
Y fue al llegar a la esquina donde habitualmente se separaban cuando el enano, ya bajado del coche, viendo que Corrons tardaba en arrancar, viendole la cara y el desprecio que le torcia la boca al mirarlo a el, se dio la vuelta y, despues de dar unos golpes en la ventanilla para que el otro bajara el cristal, casi metio la cabeza dentro del coche. Volviendose a tragar con asco una bocanada del vaho podrido que flotaba alli, le dijo a Corrons que si, que en algo tenia razon, y que las peores mujeres debian de ser las que no se ven venir. Esas son las que hacen mas dano, como tu mujer y el soldado ese de las gafas, le dijo el enano con mucha calma, mirando como a Corrons el charco rosa de los ojos se le tintaba de oscuro, tirandole a morado, y su mano se palpaba las ropas en busca de la pistola.
– Por muchos tiros que me metas, a tu mujer se la va a seguir follando el nino ese, Sintora o como se llame - le dijo el enano con la calma de quien ya no tiene nada que perder-. No es a mi a quien tienes que asustar, con tu pistola.
Se quedo Corrons unos instantes callado, el tiempo suficiente para que se le evaporase la borrachera, o eso pensaba el, porque a partir de entonces empezo a actuar sin calculo, precipitado, desobedeciendo a una naturaleza fria que, en el fondo, Corrons, el impostor, quiza nunca habia tenido. Fingio una sonrisa, la idea de una broma que se le deshizo al ver la cara del enano, que seguia inmutable, asomado a la ventanilla, mirandole la pistola que el no se acababa de sacar de la cintura, a lo mejor suplicandole que la usara, que le diese un tiro alli mismo.
– Quien te ha dicho -acabo por decir Corrons.
– Me lo dijo la Ferrallista, hace mucho. Y despues lo he visto yo, pero se lo puedes preguntar a cualquiera, Corrons.
El enano se dio la vuelta y se fue por la misma calle de siempre, con las manos metidas en su abrigo de nino, la mirada transparente y el cuello encogido, quiza esperando el sonido de un disparo, quiza solo encorvado por el frio, caminando por la calle gris, perdiendose en ella sin que ya nunca se volviera a saber nada de el hasta muchos anos despues, cuando de la guerra ya solo quedaban recuerdos y palabras, la leyenda del miedo.
Puso Corrons el coche en marcha y guiado por el, por el vehiculo que parecia decidir su camino, se dirigio hacia la Casona. Los arboles reflejaban sus ramas de esqueleto en el vidrio delantero, dedos de hueso acariciando en silencio el cristal, caricias fugaces que fueron rotas por el ruido de los frenos, por el sonido de los neumaticos royendo la grava. Demasiado brusca, demasiado seca la parada, pero era el coche, no Corrons, quien decidia. Subio la escalinata todavia demasiado rapido, Corrons, que intentaba frenarse, aserenar sus movimientos. Entro en la cantina, que estaba vacia, apenas iluminada y con los postigos del ventanal echados, la pintura gris se descascarillaba en la madera, trabajaba muy lenta la destruccion. Estudio el silencio del edificio, yendo de un lado a otros sus ojos de muerto. Oyo algunos crujidos, nada, y subio a las habitaciones, Corrons. En la escalera empuno la pistola, sus dedos eran redondos y cortos abrazando el puno del arma. No encontro a nadie. En una de las habitaciones reconocio la ropa de la Ferrallista, en otra, sobre una pequena mesa, vio las gafas de Sintora, aquellas que tenian el cristal partido y atada a sus patillas la cinta, limpia, de flores amarillentas, los girasoles