Ha ido a la casa del Marques, para encontrarse alli con Sintora, dijo el enano. Yo miraba al oficial, sus ojos oscureciendose al mirar como el sargento Sole Vera encendia un cigarro y lo miraba tranquilo, sin echar humo. Senti que el frio me recorria la piel, suave, la blancura de las piedras entre la hierba, los barracones a lo lejos, el humo de un fuego y una llama que ardia transparente en medio del campo, senti el frio y senti como el corazon se me llenaba de sangre y la sangre me regaba el cuerpo en un bombeo lento. Mire a Sole Vera y a Doblas, el tranquilo desafio de sus miradas. Yo estaba a su lado. Y fui feliz. Montoya se separo de la Ferrallista, subio la escalera. Se asomo a las habitaciones, vio las gafas de Sintora en el suelo, el garabato del lazo entre el polvo de los cristales triturados. Feliz en medio de la guerra.

Volvio Montoya a mirar las heridas de la Ferrallista. Ese hijoputa, dijo ella. He mandado a Ramirez a por el botiquin, tendre que ponerle unos puntos en la oreja, dijo el enano, mirando desde abajo, pero siempre con actitud de mirar desde muy alto, desde muy arriba. Corrons paro el coche en la puerta de su casa. Frente a las tapias. Se bajo, la pistola guardada. El dedo roto le atrofiaba la mano entera, y tardaba en manejar las llaves. Una mujer cantaba desde alguna ventana y su voz sin cuerpo parecia que llegaba desde la lejania de otro tiempo. El teniente se dio la vuelta muy despacio, esquivo a Doblas, que resoplaba. Me miro a mi, por saberme el mas debil. Y yo tuve que escupir a su paso, por contradecir mi juventud y mis gafas.

Montoya salio de la Casona. A lo lejos vio como el faquir Ramirez regresaba de los talleres con una caja descascarillada de pintura blanca entre los brazos. Se detuvo un instante el faquir al verlo, pero Montoya siguio su camino. Cruzo el jardin y la puerta por la que unos minutos antes se habia perdido el coche de Corrons. En la solapa del abrigo de lana aspera, en el cuello, llevaba restos de sangre el soldado Montoya. Serena bajaba la cuesta de la Puerta de Toledo con la nina a su lado, ya callada. El sargento tiro el cigarro y subio a la cabina del camion, Doblas y yo lo seguimos. La figura del teniente se perdia por los barracones. Con su miedo. Pequeno. Corrons removio la casa, a su paso se derrumbaban las sillas, se torcian los cuadros, murmuro el nombre de su mujer. Penso en la docilidad de ella en los ultimos tiempos. En su cara. Vio la cama, el dormitorio. Respiro su olor y tuvo nauseas. Y salio de la casa, Corrons, la muerte.

Desde la esquina, frente a las tapias, Serena vio a su marido subir al coche. Hacer un giro y marcharse calle adelante. Camino mas despacio, sus zapatos gastados, negros y pequenos, arrugados por tantos pasos y con el tacon un poco torcido, humildes zapatos de Serena. El camion aranaba las marchas. Doblas, mirando al frente, estudiaba los sonidos, abriendo la boca, mostrando sus dientes de metal y achicando los ojos. Montoya andaba rapido, otra vez entre los arboles y la tapia cubierta de musgo. La culata del fusil le golpeaba la pierna en un redoble blando y lento. El Marques miraba el salon vacio, la senal de los cuadros. Los hombres de Corrons lo miraban vagar por la casa, sin hablar nunca con el. El Sordomudo masticaba un trozo de pescado seco, duro. Por la ventana de la sala se veian ramas de arboles. Tejados de Madrid. Humo. A veces las ramas aranaban los cristales.

Corrons detuvo el coche en la puerta del Marques.

Oyeron sus hombres el sonido del coche. Se asomo uno de ellos, Asdrubal probablemente, por la ventana, vio a Corrons bajandose del vehiculo. Miro al Sordomudo, al cura Anselmo, al abogado Cantos, al Marques. Todos oyeron pasos en la escalera, y a Corrons llamando en la puerta. El camion tironeaba sobre el adoquin de la carretera. La Casona se veia al fondo. El sargento Sole Vera dijo algo del teniente con cara de seminarista que yo no oi, luego hablo del capitan Villegas, comandante, saliendo con el ejercito hacia la frontera francesa. Tanto desastre, dijo mirando al frente y con una mueca en la cara como la de un nino antes de llorar. Serena miraba la casa, escudrinando las paredes, los muebles, como si le pudieran decir algo. No soltaba a la nina de la mano.

Corrons pregunto si habian visto a Sintora, el soldado de las gafas, el joven. Negaron sus hombres, mirandose entre ellos, Asdrubal, Armando, Amadeo, el Sordomudo. Corrons todavia olia al conac rancio de la noche. Los ojos los tenia empanados, una red de venas se lo coloreaban de sangre, y el agua de los parpados la tenia turbia, llena de escombros. A Montoya le faltaba el aire, subia rapido la cuesta. Cuando llegamos a la Casona, la Ferrallista estaba sentada en el suelo. El enano Visente sostenia su cabeza entre las manos, y el faquir Ramirez, de pie a su lado, tenia palidez de cadaver. Se mareaba el faquir viendo echar pespuntes en la carne. Hablaron, la Ferrallista, el enano. El faquir solo tragaba aire, sin sangre.

Montoya llego al pie de la casa del Marques. Miro hacia arriba y vio que todo estaba en calma. Se aupo el fusil en el hombro. Empezo a subir los peldanos. Serena se sento en la cama. Se escondio la cara, los ojos entre las manos, las unas anchas, palidas, el nudo suave de los dedos empapandose de lagrimas. La nina se miraba en el espejo del armario y jugaba a esconderse de si misma. Miro a su madre con una sonrisa y al verla llorar miro al techo como cuando bombardeaba la aviacion. Los ojos del sargento Sole Vera miraron mis ojos, no a mi, sino el redondel de mis pupilas, el tunel de mi persona que empezaba en aquel redondel, mi oscuridad. Y senti que me recorrian por dentro, que me alumbraban mis cavidades con la luz de una linterna. Montoya golpeo en la puerta, con la culata. Los hombres de Corrons y el propio Corrons detuvieron sus movimientos. Los presos dejaron de respirar y cruzaron miradas entre si. El Marques se santiguo con sus unas largas y limpias, el abogado Cantos se quedo de pie, casi en posicion de firmes, y el cura Anselmo se levanto despacio del sillon en el que estaba sentado. Avanzaron dos hombres de Corrons, Armando y Amadeo quiza, hacia la puerta. Montoya grito, Abreme, y Corrons hizo un gesto con la cabeza.

Bajamos la escalinata de la Casona. A nuestra espalda oiamos la voz del faquir, el llanto de la Ferrallista preguntando que estaba ocurriendo. Subimos al camion el sargento, Doblas y yo. El enano Visente se sento entre nosotros. En el temblor del espejo vi como se alejaba el edificio de la Casona, vi a la Ferrallista llorar en la escalinata de piedra con la cara escondida detras del abanico de sus dedos y vi la mano del faquir Ramirez palmeando su hombro en un consuelo triste.

Muchos anos despues supe que Serena decia mi nombre en suenos, como lo decia entonces, llorando en la habitacion, con el vaho del miedo, con el aliento del amor. Y muchos anos despues supe que Enrique Montoya, cuando se abrio ante el la puerta en casa del Marques, tenia los ojos de un nino asomando a aquella cara de soldado vencido, manchado de sangre, con un fusil entre las manos y un temblor disimulado en las palabras que tambien, como Serena, decian mi nombre.

Llegaron los soldados del destacamento a la casa del Marques. Llego el camion con su ruido sordo y ahogado que imitaba el sonido de los pulmones de Doblas. Se bajaron el sargento Sole Vera, Doblas, Sintora con el temblor de sus dedos en el gatillo del fusil. El enano Visente, conto Sintora tiempo despues, iba tras ellos, pequeno, encorvado, con su traje negro gastado y su paso bamboleante y zambo, una vena surcandole la prominencia de la frente. El sargento miro las ventanas tapiadas de la casa. Miro a sus hombres y luego el portal del caseron.

No habia ruidos. Solo a lo lejos se oia un goteo de liquidos, un ruido de canerias tal vez. Miraron por el hueco de la escalera. Nada mas que una espiral de hierros y madera asomaba por alli. Empezaron a subir. El sargento iba delante, Doblas y Sintora a su espalda, uno a cada lado de la escalera. El enano ocho o diez peldanos retrasado. Crujia despacio la madera vieja de los escalones. Se paraban los hombres a oir su respiracion. El silencio. Llegaron al primer rellano y se detuvieron.

Reanudaron la marcha. Y fue al encarar el siguiente tramo cuando vieron el hilo de la sangre bajando lento la escalera, sigiloso, como un ciego que pasara por su lado sin verlos, continuando su camino hacia la calle. Llevaban los dedos en los gatillos y la mirada levantada, y alli, en las sombras, al hacer el ultimo giro, vieron la figura en la escalera. Montoya estaba sentado en los peldanos, con las piernas extendidas y la espalda volcada en los escalones, casi acostado. Tenia el abrigo abierto y el fusil atravesado sobre los muslos. Lo solto para hacerle a sus companeros un gesto con la mano, el adios de un nino, una mueca parecida a una sonrisa. Y al alzar la mano se deslizo un par de escalones, la nuca rebotando en ellos. Intento decirles algo, pero solo oyeron aquel ruido de canerias que habian escuchado al entrar en la casa. La sangre venia de donde estaba el.

Avanzaron despacio hacia Montoya, que los esperaba con la sonrisa descompuesta mientras que con una mano empapada en sangre hacia gestos de negacion senalando la puerta de la casa, abierta detras de el. El pecho lo tenia negro de polvora y sangre, y al ver la mirada de Sintora en su herida agarro con sus dedos sucios las solapas del abrigo y se cubrio pudoroso, lento, mirandose de reojo el desalino del torax. Al levantar la mirada, de nuevo con el esbozo de la sonrisa, a Sintora le parecio que la piel de la cara se le habia dilatado, se le hacian pliegues bajo el cuello, en las mejillas, como si se hubiera reblandecido Montoya y se estuviese derritiendo alli, cera recalentada y palida, azul.

Fransia fue lo primero que dijo, con una voz ronca que no era la suya mas que en el acento, y resbalo otro

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