estremecidos del verano. Corrons aplasto las gafas de una patada. Partio la mesa y, ya en el suelo, trituro las gafas, pisoteo las flores, inmarcesibles en el campo alargado y estrecho de la cinta.
Bajaba las escaleras Corrons, las pupilas a la deriva en el agua de los ojos, cuando vio a la Ferrallista, que desde el pie de los escalones le estaba mirando la mueca desencajada de su rostro, la pistola en su mano. Fue a dar la Ferrallista un paso atras, a volverse, pero ya Corrons, saltando por los peldanos con la agilidad que le daba la furia, la habia alcanzado. Por el jardin arrastraba los pies, despacio, el faquir Ramirez. Miraba los arboles y tenia el resplandor suave del cielo reflejado en la tristeza de los ojos.
Se estaba levantando la Ferrallista, tosiendo, manchandose los dedos de sangre, cuando Corrons, aguantando el dolor, le volvio a pegar con la pistola, esta vez en el cuello, y otra vez, mientras la Ferrallista volvia a caer, intento golpearla, pero en esta ocasion solo le rozo con el canon del arma la oreja izquierda, separandole el lobulo de la cara.
Iba Corrons a marcharse de la Casona, a pasar por encima del cuerpo de la Ferrallista, cuando esta le agarro un pie, se abrazo a la rodilla y le mordio con furia, decidida a arrancar el bocado, en la parte trasera de la pierna. Aullo Corrons. Bajo la mirada de los arboles el faquir Ramirez al oir un grito dentro del edificio. Se revolvio rapido Corrons. Golpeo con la pistola la cabeza de la mujer. Al verse la pierna, el pantalon roto, la sangre, el dolor, dio una patada en las costillas a la Ferrallista, que, encogida sobre si misma, abrazada a sus rodillas, recibio los golpes, las patadas de Corrons, en la espalda, en el cuello, otra vez en las costillas.
Salio del edificio Corrons, cojeando y con un gesto de dolor en la cara. No vio al faquir Ramirez, que se detuvo entre los arboles. Mirandolo. Iba hacia los talleres Corrons. Corrio entre los arboles en aquella direccion, sus pies dejaban huellas irregulares en el barro, pies, marcas a medio dibujar entre la hierba. Serena Vergara entraba en casa de su hermana y abrazaba a su hija. Penso en Sintora al mirar a su hermana y sintio deseos de decirle que le quedaba poco tiempo de estar en Madrid, que iba a ser feliz, lejos de alli, lejos de todo, sin la guerra. Se callo Serena. Hablo de lo tarde que se le habia hecho, de los hombres que andaban revueltos por la calle. Del miedo. Corrons entro en el taller, que estaba en silencio, vacio, las maquinas alineadas como en un sueno, como en la bodega de un barco que cruzara la noche. Se dio la vuelta y salio. El enano Visente asomo la cabeza por el armario en el que estaba metido, en el taller, pensando que habia oido pasos. Le parecio ver una sombra en la puerta. Siguio colocando trapos, la blancura de sus manos brillando fosforescentes en la oscuridad, subido en un taburete en el interior del armario.
El faquir iba a entrar en la Casona. Estaba ya subiendo los peldanos de la escalinata cuando escucho la voz de Corrons que lo llamaba. Se quedo Ramirez mirando la pistola en la mano, el dedo anular por encima del gatillo, inflamado y con la una de color rojo oscuro. Le pregunto Corrons donde estaba Sintora. El faquir oyo unos lamentos dentro de la casa, miro hacia el interior, luego a Corrons, que volvia a hablarle. Le gritaba ahora, volviendole a preguntar por Sintora, el de las gafas. Dijo que no sabia, el faquir, y su mano se apoyaba en la baranda fria de la escalinata. Pensaba en la nieve y en la muerte para que el otro no adivinara nada en su mirada.
Corrons se dio la vuelta. Subio al coche en el que habia llegado. Esta vez consiguio no hacer demasiado ruido en la grava. Se le paro el automovil en la salida del jardin. Volvio a arrancarlo. Se fue. Unos cientos de metros mas abajo, quiza un kilometro, se cruzo con Enrique Montoya, que iba por la acera, caminando entre los arboles y la tapia de piedra y musgo. No lo vio Corrons. Montoya a el, si. Y sin saber por que lo hacia, Montoya apreto el paso, su sombra pasaba veloz oscureciendo el terciopelo del musgo.
El enano Visente salio del taller. Oyo el ruido de un coche alejarse. Vio entrar en el edificio al faquir Ramirez. La Ferrallista se habia puesto de pie, se palpaba la boca y la oreja, tenia mareos, el suelo se balanceaba en un terremoto dulce, las paredes, que tenian la consistencia del agua, se inclinaban sobre ella. Se abrazo al faquir, para sostenerse. Maldecia la Ferrallista cuando el enano Visente entro en la Casona. La oyo desde lejos. Le miro las heridas el enano, la grieta negra del labio, el desgarro de la oreja, la nariz sin romper pero herida, y luego pregunto que habia pasado. Corrons, dijo el faquir Ramirez. Lo miro el enano con incredulidad.
– Buscaba a Sintora -dijo el faquir, chupandose las cicatrices de los labios, la cara muy triste-. Le he dicho que no sabia donde estaba. Va a buscarlo a casa del Marques, ha dicho.
Montoya se acercaba a la Casona. Pensaba en Corrons, en la velocidad de su coche. El enano Visente le dijo al faquir que fuese al taller de costura y trajese el botiquin que habia al fondo, dentro del mostrador. Los arboles cimbreaban sus ramas por encima de la cabeza del faquir Ramirez camino del taller, sobre la cabeza de Enrique Montoya al entrar en el jardin de la Casona y ver a lo lejos la espalda del faquir. Sintio tranquilidad Montoya al verlo con su andar tranquilo. Corrons conducia por las calles de Madrid, entre hombres en armas. Serena Vergara caminaba por esas mismas calles con su hija cogida de la mano. La nina lloraba, y por el cielo se arrastraban con lentitud las nubes, se oia como chocaban entre si y como los rayos del sol perforaban su niebla con un leve crujido de celofan.
Montoya entro en el edificio. Vio a la Ferrallista, la sangre, miro al enano. Pregunto. La Ferrallista se abrazo a su cuello. Seguia maldiciendo. Surgio el nombre, Corrons. Venia buscando a Sintora, dijo el enano. Oi ruido arriba, dijo la Ferrallista. El cuello de Montoya, la solapa de su abrigo de lana aspera, el borde sucio de su camisa, se habian manchado de una sangre que la Ferrallista intentaba limpiar con su saliva, tambien manchada, turbia de sangre. Miro Montoya las heridas de la mujer, luego hacia arriba de las escaleras. No hay nadie, dijo la Ferrallista.