con antorchas encendidas, acudian desde todas partes hacia el centro de la ciudad. Entre unas y otras, el antiguo local de la Academia de Ciencias, donde Ruben acudia puntualmente cada tarde, parecia haberse convertido en un autentico centro de peregrinacion.

A expensas de este impulso, asumido con escasas reservas, la ciudad vivio escenas que sus moradores nunca hubieran imaginado, hasta llegar a un punto en que lo inimaginable, por la fuerza misma de los hechos, tuvo que asociarse con lo cotidiano. A la sombra de los grandes discursos, en los que se vertian las directrices oficiales, florecieron multitud de pequenos discursos cuyo valor muchas veces se hallaba en relacion directa con su extravagancia. Se agradecian, por encima de todo, las sorpresas, como si subitamente se hubiera propagado entre la gente un irreprimible deseo de asombro. No faltaron, desde el principio, los que se prestaron a satisfacerlo. Con las calles atestadas de muchedumbres dispuestas a encenderse cualquier chispa era bienvenida y prendia con facilidad.

Reaparecieron los predicadores y los videntes, con la diferencia de que ahora, abandonadas sus madrigueras, debian pugnar en la plaza publica con nutridas filas de competidores. A los saltimbanquis del espiritu se les exigia la pericia suficiente para embelesar a sus espectadores y de acuerdo con esta exigencia las arengas se convertian en hechizos, y los hechizos en milagros. Nada se anhelaba tanto como los milagros y, aun cuando se tenia la conviccion de que los habia con generosidad, muy pronto no se permitio, fuera de ellos, ninguna otra alternativa. No bastaban ya las hermosas palabras y las formulas seductoras: la borrachera de milagros hacia aparecer despreciables las demas bebidas. Cuando fallaban los suministradores de la droga, con argumentos poco convincentes o promesas demasiado reiterativas, la frustracion de los consumidores se volvia peligrosa. Eso condujo a multiples brotes de violencia contra los supuestos estafadores. Los mas ansiosos, no obstante, recurrian a otras fuentes magicas y asi no era inhabitual asistir, sobre todo en las cada vez mas turbulentas marchas nocturnas, a extranas ceremonias en las que algunos grupos proclamaban la presencia de poderosos sortilegios. El gran remolino sacaba a la luz los suenos sumergidos y era propenso, por igual, a los idolos y a los adoradores.

Obedeciendo a sus sacudidas la ciudad arrancaba del fondo de su corazon jirones prohibidos. Aquello que con anterioridad, en los largos anos de la calma, ni siquiera hubiera sido pensado ahora se realizaba sin tapujos, como si bajo el efecto del giro vertiginoso la conciencia succionara los restos del naufragio que hasta entonces habia cuidadosamente ocultado. El remolino hacia aparecer en la superficie motivaciones y conductas que se suponian enterradas en remotas carceles morales. Y en este brusco retroceso por las simas del tiempo lo mismo podia asistirse al derribo de tabues ancestrales que a la instauracion de oscuros cultos cuyo origen era imposible desentranar. Rota toda contencion parecio que los yacimientos vedados adquirian continuamente mayor profundidad. Alli se encontraban los tesoros. La exigencia de milagros y el amor por lo sorprendente hacia superfluo preguntarse por la legitimidad de tales tesoros.

La aceptacion de tales presupuestos, que nadie se preocupaba en negar, condujo sin transicion al roce con lo temerario. Para preservar la continua presencia de la multitud era imprescindible atraer su atencion, pero aquella, segura en su protagonismo y voraz en su apetito, devoraba con demasiada rapidez sus alimentos. Lo que el dia anterior todavia le excitaba era probable que al dia siguiente dejara de hacerlo. A medida en que se volvia mas insaciable demandaba nuevas sorpresas, a medida en que se hacia mas refinada pedia mayor crueldad. Esto se puso particularmente de relieve en una de las manifestaciones que, con el paso de los dias, se impuso como espectaculo habitual durante la Campana de Purificacion: los juegos de riesgo. Es cierto que empezaron como entretenimientos en los que distintos participantes mostraban sus habilidades. La muchedumbre jaleaba a los acrobatas callejeros que con sus contorsiones aligeraban el espeso vaho de los magos. Unos y otros trabajaban con milagros, respetandose los respectivos cometidos. No tardo, sin embargo, en obrarse una rara transformacion, solo explicable por el clima enfebrecido de aquellos dias, por la que el acrobata absorbio en cierto modo la funcion del mago, atribuyendose a sus exitos o fracasos dimensiones casi sobrenaturales. Quiza ello resultaba la consecuencia de preferir la vision directa, carnal, del prodigio a la mas indirecta, simplemente verbal, contenida en las palabras de los invocadores. Como quiera que fuera, a partir de esta elevacion del objetivo del acrobata, los juegos de riesgo se sumieron en una carrera hacia la temeridad para la que no se entreveia limite. Las plazas se disputaban la presencia de funambulos y equilibristas a los que se reclamaba ejercicios suicidas. Cada dia se ideaban nuevas competiciones para poner a prueba la suerte de todo tipo de saltadores, trapecistas o volatineros, y cada dia nuevos competidores, muchachos muy jovenes la mayoria, eran entregados al vacio bajo la advocacion de un triunfo inutil. Convertidas las calles en un inmenso circo de la muerte la menor senal era considerada el preludio del gran milagro que todos esperaban.

Tras permanecer encharcada en su atolladero la ciudad habia emprendido una huida hacia adelante que llenaba de estupefaccion a los que no participaban de ella. Ninguno, entre estos, comprendia el significado de lo que estaba ocurriendo y, todavia menos, la meta hacia la que se marchaba. Era ocioso, de otra parte, tratar de contabilizar a los divergentes. No se sabia si eran muchos o pocos, y lo unico seguro era que su numero apenas importaba ante el empuje de una corriente que todo lo arrasaba a su paso. Se cumplian de este modo las previsiones de una ley que ningun legislador habia suscrito pero que la experiencia, una vez mas, confirmaba, segun la cual, en un marco de convulsion generalizada, la poblacion acataba, en detrimento de las demas, exclusivamente una tendencia. En tales circunstancias se quebraba el equilibrio de factores opuestos, liberandose la energia colectiva en una sola direccion. Era inutil, por tanto, apelar a la existencia de opiniones contrarias pues, aunque reales, sucumbian naturalmente bajo el peso de la fuerza fundamental. No todos, a bordo del buque, suscribian la ruta que se estaba siguiendo, pero esto carecia de importancia cuando se habia impuesto la certeza de que el mapa no contemplaba ninguna otra ruta alternativa.

Si se daba una paradoja esta no afectaba tanto al comportamiento de la poblacion, fiel a las veleidades de su instinto, cuanto al de las autoridades ciudadanas, defensoras de un orden estricto y, al mismo tiempo, complacientes ante el caos que se iba aduenando de la calle. No habia duda de que, pese a los peligros que acarreaba, era una paradoja voluntaria mediante la cual el Consejo de Gobierno pretendia en todo momento conservar la iniciativa, removiendo las aguas turbias del descontento sin olvidar, por ello, el constante apuntalamiento de los diques. Su estrategia, con respecto a los meses precedentes, habia variado por completo: desechado el recurso al camuflaje, por el que se preservaba una imagen de normalidad, se habia optado por ensanchar el circulo del mal, llamando a los ciudadanos a contemplar, en el, su posible perdicion. Asi, sin ningun pudor ya, se acumulaban diariamente las cifras de los nuevos infestados, haciendo que corrieran, tambien diariamente, regueros de indignacion. En este estado de cosas era dificil dilucidar cuanto tiempo mas podria soportar la ciudad la presion a la que estaba sometida. Los plazos parecian abreviarse velozmente. Pero esto, segun podia deducirse, formaba asimismo parte de la estrategia.

Entre los tibios, acusados de no comprender las nuevas orientaciones, y consecuentemente de actuar con escasa determinacion, se hallaba el doctor Aldrey. El, junto a varios de sus colegas, fue apartado de sus funciones en plena Campana de Purificacion cuando se tomo al Hospital General, quiza por ser el mas conocido, como el primero en el que experimentar los metodos recien instaurados. Tras estas destituciones el pabellon psiquiatrico del hospital quedo bajo la responsabilidad de inspectores expresamente nombrados para desempenar este cargo. En los dias inmediatos tambien los otros hospitales y centros de acogida en los que se hacinaban los exanimes sufrieron medidas similares. Las salas fueron selladas y se interrumpieron los escasos tratamientos medicos que todavia se intentaban, de modo que una cortina de silencio envolviera definitivamente a los recluidos. En adelante la enfermedad, al menos en cuanto a calificacion, quedaba excluida del vocabulario. Solo se hablaba, y obsesivamente, de mal.

Victor Ribera se encontro en el Paris-Berlin con David Aldrey pocos dias despues de que este hubiera sido cesado. Estaba irreconocible. Su tono, antes pausado, habia desaparecido y parecia presa de una constante agitacion nerviosa que se manifestaba incluso en la conversacion. Apenas acababa las frases empezadas y, cuando lo hacia, quedaba sumido en un aire ausente que dificultaba enormemente el dialogo. Con todo a Victor le causo aun mayor impresion el cambio acaecido en su fisico. Lo venia comprobando desde hacia tiempo pero nunca con tanta evidencia. En cada una de sus sucesivas citas, a la manera de peldanos que conducian a un deterioro prematuro, David se habia mostrado cada vez mas envejecido. Victor lo atribuia a la tension que soportaba. Ahora, sin embargo, el proceso habia llegado a un punto alarmante. Su palidez era cadaverica, una caricatura patetica de lo que era su cara tan solo hacia un ano. Observandolo Victor se hizo una conjetura: su expresion se habia ido desgastando al mismo ritmo en que crecia su impotencia. Era la huella, brutalmente grabada, de una lucha perdida en la que el derecho a comprender, tenido por irrenunciable, habia sido pisoteado sin paliativos. Esto era, en efecto, lo que mas le habia afectado.

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