protagonismo, se mostraban mas volubles que nunca, adorando repentinos idolos, a los que, a continuacion, con la misma espontaneidad, destrozaban sin contemplaciones. El entusiasmo crecia rapido, y el aborrecimiento tambien, y entre ambos el vaiven de las opiniones santificaba y condenaba implacablemente.

Dia a dia las exigencias de la multitud variaban, con una ductilidad instintiva. En consecuencia, tan solo los ductiles, aquellos que tenian un exquisito talento para el transformismo, acabaron siendo de su agrado. En este terreno pronto se vio que ninguno de los salvadores era de la talla de Ruben. El Maestro espero pacientemente a que sus rivales se destrozaran entre si mientras, agazapado en su feudo de la antigua Academia de Ciencias, preparaba su oportunidad. El no era un recien llegado al mercado de las culpas y las esperanzas sino que, bien al contrario, podia ser calificado como el transformista perfecto. Habia ejercido con exito las funciones de predicador y vidente, pero ya desde su irrupcion publica habia demostrado poseer aptitudes optimas para ser, por encima de todo, un salvador. Podia, pues, afirmarse de el que dominaba los tres frentes del tiempo, pasado, presente y futuro, y este era, precisamente, el argumento irrebatible en el que basaba su superioridad.

Cuando, por fin, Ruben se decidio a bajar a la arena lo hizo revestido de una autoridad, divulgada por sus numerosos seguidores, de la que los otros carecian. Reunia los requisitos apreciados por la multitud y ademas, gracias a sus dotes organizativas, un don que impresionaba vivamente: insuflaba, por asi decirlo, orden en el tumulto. Sus primeros pasos fueron cautos y, sin abandonar sus sesiones estelares de la Academia de Ciencias, empezo a hacer notar su presencia en la calle. Para ello organizo, a la salida de las funciones, marchas nocturnas en las que los participantes portaban antorchas encendidas. El escenario escogido, la Plaza Central, la mas grande de la ciudad, demostraba una conviccion fuera de dudas con respecto a sus posibilidades. En un principio le siguieron sus adeptos, unos centenares, pero al cabo de poco tiempo la concentracion nocturna parecio instaurarse como una costumbre a la que era obligado sumarse. Ruben, en sus alocuciones a la muchedumbre, no anadia demasiado a lo que decia en sus habituales discursos de la Academia, si bien era mas explicito: se ofrecia para encabezar la regeneracion de la ciudad. Entretanto la multitud se sentia satisfecha como si, tras el ostracismo invernal en la soledad de las casas, el encuentro diario en la Plaza Central constituyera la senal premonitoria de su poderio. En medio de la oscuridad, impuesta por las restricciones en el alumbrado publico, el ejercito de antorchas se sugestionaba con su propia luz.

A mediados de verano, cuando el calor alcanzo su punto algido, pudo, por fin, afirmarse que la ciudad estaba en manos de Ruben. Aunque sorprendente no era una afirmacion precipitada: su imagen, siempre vestido con el impecable traje blanco, aparecia por todas partes, fuera en carteles o en pantallas electronicas, fuera directamente en fotos estampadas que sus entusiastas lucian en las vestimentas. Durante el dia se alababan sus cualidades y durante la noche se pedia, ya sin disimulo, que tomara las riendas del poder. Lo que resultaba mas asombroso es que apenas hubiera controversias, a pesar de que se hacia dificil enumerar sus cualidades ni nadie, incluidos sus mas fervientes admiradores, se atreviera a aventurar sus intenciones. El Maestro encarnaba la incognita perfecta. Nada se sabia de su procedencia, ni de sus ideas, si las tenia, ni de sus propositos, y esta ignorancia, paradojicamente, jugaba a su favor, en tanto que aparentaba no estar contaminado de ninguno de los lastres que habian pesado sobre la ciudad. Bastaban sus dotes de alquimista para una sociedad que ya solo confiaba en la subita revelacion de una formula secreta.

Quiza esta suma de factores explicaria la sinuosa evolucion que, de inmediato, siguio la ciudad. Abrumado por los constantes ataques recibidos el Consejo de Gobierno respondio poniendo cerco a Ruben. A lo largo de varias noches numerosas dotaciones de la policia sitiaron a los concentrados en la Plaza Central mientras la prensa insertaba comunicados oficiales denunciando a los agitadores. En un ultimo esfuerzo por contrarrestar el imparable prestigio del recien llegado se recordaron los enormes beneficios reportados por la razon al bienestar de los pueblos. Frente al sol de la razon, que habia iluminado la civilizacion moderna, moldeandola con la libertad y el progreso, Ruben fue presentado como el portavoz de la supersticion y la tiniebla, cuando no, en las criticas mas expeditivas, como un simple histrion que trataba de enganar con sus malabarismos. Se prodigaron los epitetos acusadores: el embaucador, el demagogo, el nigromante. Segun los calculos de las autoridades una cruzada en favor de la razon deberia acabar necesariamente desenmascarando a los tramposos.

A los pocos dias se comprobo, sin embargo, que la exaltacion de los ideales era tan insuficiente como la vigilancia de los policias. Una y otra eran demasiado delicuescentes para hacer mella en una poblacion impaciente por saborear actuaciones energicas. Ruben no solo no vio mermada su audiencia sino que fue investido con la aureola del desafio: sin ceder a las presiones mantenia continuamente en jaque a las autoridades. En esta peculiar partida de ajedrez fue el Consejo de Gobierno el que emprendio el paso falso que, con toda probabilidad, su contrincante esperaba. El Maestro fue detenido una manana, cuando entraba en su sede de la Academia de Ciencias acompanado de sus discipulos mas intimos. El Consejo de Gobierno, al considerar la inutilidad de sus medidas simbolicas, habia optado por las mas drastica creyendo, asi, que yugularia el movimiento de oposicion. En escasas horas se iba, sin embargo, a demostrar lo contrario.

La noticia de la detencion de Ruben se extendio con rapidez fulminante pese al ferreo silencio al que obligaba la censura. A lo largo del dia los ritos de la confusion se propagaron por todas partes sumiendo a la ciudad en un claroscuro de informaciones y desmentidos. La excepcionalidad que venia rigiendo en la vida comunitaria habia calado ya tan hondo que habia incubado una nueva normalidad, de acuerdo con la cual la excepcion apenas existia y lo que en otro tiempo hubiera sido calificado de este modo ahora se contemplaba como algo perfectamente comun. Y esto afectaba, en particular, al valor de las palabras. Las palabras, arrancadas de su valia propia, se habian convertido en armas arrojadizas de multiples filos. Eran, simultaneamente, opacas y transparentes, hasta el punto de que, por lo general, resultaba imposible descifrar los mensajes de que eran portadoras. Nadie, por tanto, buscaba en ellas verdad sino unicamente la confirmacion o no de unos ecos de los que, en cualquier caso, se ignoraba el sonido originario. Todo ello favorecia situaciones como la que siguio al apresamiento de Ruben, cuando en el hervidero de las habladurias lo que se habia negado al poco se ratificaba y lo que unos instantes antes nunca habia acontecido se transformaba, despues, en la mas palpitante realidad.

A lo largo de la tarde las calles centricas se llenaron de gentes expectantes. Era dificil discernir quien era seguidor de Ruben y quien satisfacia, sencillamente, su curiosidad, aunque se hacia evidente que esto importaba poco pues aparecian unidos por el deseo de que algo inminente sucediera. Precisamente para impedirlo el Consejo de Gobierno, mediante un gran despliegue policiaco, habia cortado los accesos a la vieja Academia de Ciencias y a la Plaza Central, los dos lugares en los que, cada dia, Ruben se dirigia a sus admiradores. Estos obstaculos enfurecieron a la multitud cuyo animo se fue encrespando a medida que se reducia su libertad de movimientos. Hubo gritos contra el Consejo y conatos de enfrentamiento con la policia. Tras estos tanteos iniciales la prueba de fuerza entre la muchedumbre y sus guardianes fue continuamente en aumento hasta llegar a un extremo en que se hizo previsible un desenlace virulento. Pero en el momento crucial, cuando el cruce de espadas era inevitable, el Consejo de Gobierno dio por perdida la partida ordenando la retirada de las fuerzas de seguridad. Ruben habia ganado con inusitada facilidad.

Fue su noche de triunfo y la celebro poniendo de relieve una vez mas su capacidad de magnetismo. Invocado durante horas por las calles la apoteosis de su liberacion tuvo lugar en el Palacio de Justicia, rodeado por sus partidarios y, por fin, asaltado sin oposicion. El Maestro, anadido el de martir a sus demas atributos, reaparecio con seguridad e improviso con brillantez, declarando a los que lo aclamaban que una nueva epoca habia comenzado. Sus oyentes se estimulaban con canticos, reacios a abandonar el dominio de la calle. Consiguieron que la fiesta se prolongara durante toda la noche antes de que el amanecer echara sobre la multitud su manto disolvente.

El que, de acuerdo con palabras de Ruben, aquel dia hubiera empezado una nueva epoca satisfizo a muchos, y no solo entre sus partidarios mas acerrimos sino tambien entre los que esperaban desde hacia tiempo que algo similar fuera anunciado. Amplios sectores de la poblacion aguardaban un gran gesto y segun todos los indicios ese gesto se habia ya realizado. Aun desconociendo sus consecuencias el efecto parecio benefico, provocando un clima de confianza desacostumbrado. Se supuso, de pronto, que la salvacion de la ciudad estaba proxima. Todo ello contrastaba con la ausencia de decisiones. Tras su liberacion, y desmintiendo los pronosticos, Ruben se encerro en un hermetico silencio que le llevo a anular, por el plazo de una semana, sus alocuciones en la Academia y en la Plaza Central. El Maestro se excuso ante sus seguidores alegando que le era imprescindible un periodo de reflexion. A su vez el Consejo de Gobierno, aunque mantenia incolumes todas sus prerrogativas, se sentia lo suficientemente desautorizado como para no atreverse a ejercitar su poder. En estas condiciones, sin decretos y ni tan siquiera sugerencias, la ciudad se vio inmersa en una situacion que no tenia precedentes.

No obstante, quienes aventuraron desordenes se equivocaron. Hubo, por contra, a lo largo de aquella semana, la ultima de agosto, una calma total, como si el repentino vacio de poder fascinara de tal modo que nadie

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