que esa posibilidad apartara a los ciudadanos del uso de sus vehiculos. Bien al contrario: estos constituian, al parecer, un caparazon protector en el que uno podia sentirse seguro con respecto al desamparo del viandante, cada vez menos frecuente, que se arriesgaba a caminar sin coraza.
Sin embargo, el poderio del bochorno se manifestaba mas alla de las pieles sudorosas y los asfaltos humeantes. El bochorno saturaba el espacio de las conductas incitando a movimientos extremos. Las noticias, fundadas o no, sobre nuevas y fulminantes extensiones del mal crisparon hasta tal punto los animos que el coro de voces violentas se hizo notar con mas fuerza que nunca. Parecia inevitable que un mazazo brutal fuera descargado sobre la ciudad. Y lo que se venia anunciando finalmente ocurrio la noche del solsticio de verano.
La mecha prendio con rapidez. Unas pocas hogueras festivas con las que algunos grupos de adolescentes se empenaban en continuar una arraigada tradicion fueron, segun se adujo con posterioridad, el detonante. Lo cierto es que la ciudad estaba preparada para el fuego, y el fuego, impulsado por el aire propicio, tomo posiciones con facilidad. Las hogueras se multiplicaron como un juego embriagador en el que jovenes cada vez mas audaces descubrian la mayor excitacion. Cuando ardieron muchos de los monticulos de escombros que estaban diseminados por doquier empezo a cundir la alarma. Sin embargo, a aquellas alturas de la noche, el instinto se habia ya desbocado. Las autoridades, tras su inicial pasividad, reaccionaron tardiamente, en un momento en que la muchedumbre ya no estaba dispuesta a abandonar su juego solo porque las autoridades hubieran reaccionado. Pasada la medianoche el cielo estaba enteramente enrojecido.
En el seno de la selva de fuegos la violencia estallo limpia, contundente, con la prodigalidad de aquellos deseos largamente inhibidos. Y bajo su reclamo las calles, casi desiertas desde hacia tiempo, se llenaron de gente que parecia haber esperado pacientemente la hora oportuna de la devastacion. El pillaje y las algaradas se sucedieron en todos los barrios. Las agresiones sin motivo causaron muertes sin justificacion: la presencia inerme de los sacrificados alimentaba el vigor de los sacrificadores. La sangre exigia su protagonismo y lo lograba con creces. Pero por encima de la violencia sobre los cuerpos reinaba la violencia del grito. Todos gritaban. La ciudad gritaba como si se retorciera en un espasmo, en un exceso de dolor colectivo que habia acabado convirtiendose en un alarido de alegria.
A medida que transcurria la noche la revuelta se avivaba con nuevos episodios. A las habituales sirenas de las patrullas y de las ambulancias se sumaron las de los coches de bomberos. Pero estos, hostigados por los revoltosos, tenian grandes dificultades para controlar las llamas que afectaban a numerosos edificios. Los enfrentamientos se prolongaron hasta el amanecer, en medio del griterio ensordecedor. Unicamente tras la salida del sol los gritos fueron amainando hasta diluirse en un silencio que tan solo era rasgado por los chirridos de las sirenas. Horas mas tarde, sofocados el fuego y la revuelta, la ciudad comenzo a interrogarse sobre lo que habia sucedido. Para entonces, no obstante, las secuelas de la destruccion eran respuestas demasiado evidentes. El humo se habia aduenado del paisaje posterior a la batalla y nublaba cualquier mirada sobre el futuro.
Tampoco alguien, como Victor Ribera, que habia asumido deliberadamente ser un mero espectador, negandose a formar parte de ninguna de las corrientes que chocaban entre si, pudo sustraerse a la penosa impresion de aquel brutal inicio de verano. Estuvo a punto de renunciar a su diaria cronica fotografica dado que, de una manera que no lograba definir, sentia verguenza de si mismo. No habia participado, claro esta, en los disturbios pero no por ello se sentia menos complice ante ellos. Con una incertidumbre que le enervaba se reconocia miembro de un cuerpo que se extendia mas alla del suyo propio y del que, a pesar de intentarlo, no podia desgajarse. Estaba sumido en la avalancha que, sin rumbo, lo arrollaba todo a su paso.
Venciendo, finalmente, sus escrupulos se decidio a salir cerca del mediodia. Angela trato de retenerlo alegando probables riesgos. Victor la tranquilizo:
– Voy a estar poco rato. Solo sera una pequena inspeccion sobre el terreno. Volvere pronto.
Era domingo pero unicamente se podia adivinar porque los establecimientos comerciales estaban cerrados. Por lo demas, nada de lo habitual en ese dia se confirmaba. No se divisaban reuniones familiares. No habia feligreses saliendo de las iglesias ni aglomeraciones delante de las pastelerias. Era un domingo sin indicios festivos, y como tal resultaba inedito. Sin embargo, tampoco hacia recordar la especial vitalidad de las jornadas laborables, con su trafico intenso de personas y vehiculos. A Victor le parecio que aquel era un dia abruptamente inventado por una mente que desafiaba los ciclos de los calendarios. Alguien, con desmesurada ironia, lo habia impuesto a la ciudad, seccionando el transcurrir cotidiano del tiempo: un dia recien creado que no tenia el recurso de medirse con dias identicos del pasado a los que poder imitar.
Victor supo enseguida que un dia como el que estaba concibiendo entranaba reconocer que la vida se habia evadido definitivamente a otra parte y esto, para el, pese a todo lo que estaba sucediendo desde hacia meses, era un sentimiento nuevo. Por primera vez tuvo nostalgia de aquella otra ciudad que aparecia casi desvanecida en un punto muy remoto de su historia. No obstante, le costo recordar: por el delgado resquicio de medio ano se habian colado lustros enteros que obstruian la circulacion de la memoria. Resultaba desagradable aceptar que, al igual que la ciudad, tambien el se estaba quedando sin memoria.
Las calles ofrecian un aspecto similar a las grandes playas tras el reflujo de la marea, cuando el agua, al replegarse, abandona sobre la arena infinidad de restos. Habia unos pocos edificios calcinados y abundantes brasas todavia humeantes. El alcance de los incendios era, pese a ello, reducido en aquel barrio. Sin duda en otros, por las imagenes que se habian podido contemplar durante la noche, el fuego habia actuado con mayor espectacularidad. Con todo, Victor no pudo evitar la sensacion de que la obra de las llamas habia sido menos eficaz que la de los hombres. A las llamas les habia correspondido la accion mas vistosa, hasta cierto punto limpia en su devastacion, mientras que los hombres habian quedado encargados de acciones menores, si bien sumamente daninas. El observador habia aprendido ya, a traves de multiples experiencias, que las catastrofes se median, no pocas veces, por sus pequenos detalles. Aunque se adjudicara a las fuerzas mayores el peso de un acontecimiento era, en realidad, en las menores, donde se encarnaban los obstinados rastros del estallido. Era en las numerosas trastiendas de un acto dramatico donde tenian lugar las tensiones mas encarnizadas y, por tanto, la destruccion mas persistente.
Lo que Victor veia a su alrededor le corroboraba en esta ensenanza. Primeramente habia concentrado su interes en la piedra quemada y en las esbeltas columnas de humo que acababan confundiendose con el aire rarificado de la calima. Luego, sin embargo, vencida esta contundente perspectiva de lo sucedido, demasiado vasta para no ser distante, su mirada quedo atrapada por minusculos testimonios. La huella no se revelaba tanto en lo alto de los edificios chamuscados cuanto en el asfalto, a ras de suelo, donde los hombres, inferiores al fuego en poder, habian demostrado su superioridad depredadora. Por lo que pudo examinar la noche habia albergado sucesivos ajustes de cuentas, iniciados quiza con enfrentamientos entre rivales, pero finalmente generalizados en una lucha de todos contra todos que habia implicado propiedades y, en algun caso, vidas. Comercios y, en menor grado, viviendas habian sido saqueadas. Lo que no se habian llevado consigo los asaltantes lo habian abandonado en plena calle, de modo que el balance del pillaje nocturno sugeria una extrana inversion del entorno que, habitualmente, rodeaba al ciudadano: la intimidad parecia haberse resquebrajado desde el momento en que muchos objetos de uso domestico, impensables fuera de reductos privados, entraban a formar parte de un escenario anonimo que al pertenecer a todos no pertenecia a nadie. A juzgar por la sana con que habian sido danados los muebles y enseres que se encontraban por todas partes, cabian pocas dudas de que aquel despojo de la intimidad representaba la accion culminante de una noche en que la ciudad se habia violado a si misma con rabia y, segun las apariencias, con destructora alegria.
Los pocos transeuntes que caminaban entre los escombros miraban en derredor suyo con perplejidad. Algunos aminoraban su marcha para comprobar el estado de ciertos objetos, pero ninguno se detenia. Nadie se entretenia saqueando o recuperando lo saqueado. Unicamente un nino de cuatro o cinco anos, solo entre los desechos, disfrutaba de lo que tenia a su alcance. Victor se le acerco:
– Hola. ?Que haces?
El nino levanto la cabeza unos instantes, antes de continuar con su tarea. Estaba sentado en el bordillo de la acera, empenado en meter una cuchara en el orificio demasiado estrecho de una botella. Le irritaba que el mango de la cuchara entrara facilmente, pero no asi la cazuelita.
– No podras -le advirtio Victor.
No le hizo el menor caso. Por contra, continuo probando, ensimismado en sus tentativas. Alternaba la ira, golpeando el cuello de la botella, con el esfuerzo para conseguir su proposito, en el que se aplicaba sacando comicamente la lengua. Por fin pudo mas la ira y arrojo la botella con toda la fuerza de que era capaz. Le rodearon los cascotes producidos por el vidrio al chocar con el suelo. Victor lo levanto, para evitar que se hiriera, y lo traslado a unos metros de distancia: