con su padre la mayor parte de cosas que le fuera posible. De pronto, una sonrisa se esbozo en sus labios: puestos a compartir, por que no hacerlo con las drogas que tanto, pensaba, favorecen la comunicacion. Le divirtio la idea de que su padre tomara medio acido lisergico (mas podria ser demasiado para el). Que extranas asociaciones produciria en esa mente acostumbrada a los negocios la psicodelia del LSD. Tal vez su existencia se transformaria, se volveria mas dulce, le subiria el sueldo al chofer, llevaria a mama a un concierto en Paris… Tal vez, por el contrario, imaginara que los balances de la urbanizacion de Comarruga se agrandaban y le perseguian, mientras que de la concha-urinario salian cifras amenazadoras hasta ahogarle en una estela intratable de numeros rojos… Naturalmente, lo diluiria en el cafe con leche de la tarde sin que se diera cuenta. [11]
Despues de cenar, Enrique Lopez comenzo a sentirse mareado y se desabrocho la corbata y el primer boton de la camisa. Cuando un poco mas tarde se incorporo para ir al lavabo a mojarse la cara, se sintio tan raro que le dijo a su hijo que llamara a una ambulancia. Pero Antonio, sabedor del origen de esas sensaciones, le recomendo que se tranquilizara, que solo podia ser una bajada de tension, que irian inmediatamente al hotel a descansar y que lo unico que tenia que hacer era intentar dormir hasta el dia siguiente. Al llegar al hotel, Enrique Lopez comenzo a tener alucinaciones, comenzo a decir que la decoracion del hall le parecia maravillosa (mucho mas maravillosa que la de sus propios hoteles, que ahora rememoraba en la distancia con una tristeza inconsolable) porque conseguia transmitir «algo misterioso y como de encantamiento». Cuando llego a la habitacion y orino en la concha rosada, se vio preso de una irreprimible melancolia que le hizo llorar y abrazar a Antonio en un gesto que recordaba la emocion y el candor de los heroes antiguos. Hasta su voz no parecia la suya:
– Hijo mio, como he podido pasar por alto tantas veces el carino que te tengo; apenas cierro los ojos y me viene a la memoria aquella tarde en la que te di por primera vez la mano, cuando comenzabas a andar en el jardin del Turo Park.
– No, papa, yo tambien te he perdido el respeto con frecuencia a pesar de que en el fondo tambien te quiero mucho.
Entonces se abrazaron y lloraron durante unos entranables minutos, quedandose luego en silencio hasta que, repentinamente, les entro una risa floja del todo incontrolable. Tal era la calidad extraordinaria de la sustancia alucinatoria compartida, tal fue el soberano colocon contraido en esa especie de regresion a la infancia de Antonio, que durante largas y traviesas horas de jubilo, padre e hijo se pusieron a saltar en pijama sobre el colchon de sus camas, saliendo luego al pasillo para correr como locos por los salones y dejarse deslizar a gran velocidad sobre el brunido parquet de madera de los corredores. Alguien protesto en la recepcion, y el propio director estuvo persiguiendoles como si fueran dos ninos que se burlaban abiertamente de el. Por fin, cuando el maximo responsable del hotel se vio incapaz de atraparles, mando llamar al servicio de seguridad, servicio que consistia en un negro inmenso cuyas manos redujeron al senor Lopez hasta esposarle. «Dejame jugar con mi hijo, negro de mierda, no ves que es la primera vez que lo hago en mi vida», gritaba fuera de si y con los ojos desorbitados.
Al dia siguiente, el senor Lopez no recordaba nada; solo le dijo a Antonio que cuando llego al hotel la noche anterior debia de estar muy cansado y mareado, pues se metio en la cama y tuvo una extrana pesadilla que ya no era capaz de recordar. Por pudor, Antonio no quiso desmentir el equivoco, ni mucho menos contarle la causa que habia propiciado su artificial exaltacion afectiva. Antonio entendio que esa experiencia, que para el habia sido enteramente real, seria del todo ilusoria para su padre, al creerla sonada (aunque ya El Griego sabia que somos sombras de un sueno).
Al llegar a Barcelona, la lluvia habia amainado y, con el incipiente claror del dia, las luces de las farolas y los semaforos perdian su intensidad cromatica en el reflejo brillante del asfalto. A lo lejos se dibujaban las curvas rojas de la caravana de coches que entraba lentamente en la ciudad. Luis penso que el no era mas que una lucecita en esa serpiente de infinitos destinos. En la Diagonal, unos hombres con impermeables de color amarillo barrian y amontonaban las hojas mojadas, mientras que los madrugadores basureros cargaban y volteaban ruidosamente los
– Si lo llevo corriendo a un veterinario, a lo mejor…
– Ese no dura ni un minuto -dijo el basurero con aire de seguridad.
En efecto, el animal siguio dando saltos sobre el asfalto y de golpe se quedo quieto y empezo a sangrar por la boca bien abierta en una mueca de panico. Luis permanecio durante un rato mirando el cadaver inmovil del gato, sin saber que decir.
– Tranquilo, ya lo sacaremos nosotros.
– No me ha dado tiempo ni a tocar el freno.
– Casi cada dia hay alguno que se mete debajo de las ruedas de alguien. Los gatos, ya se sabe…
Se despidio y regreso al volante. Que extrano -se dijo mientras conducia de nuevo-, ?como podia haber cruzado tan decidido hacia su muerte en una avenida tan grande y desierta en la que el ruido del coche habria tenido que ser evidente con bastante antelacion? Penso en las siete vidas de los gatos, [12] en la posibilidad de un suicidio del animal, en la relacion y en el significado que esta muerte accidental pudiera tener con la de su hermano. Hasta el dia gris y nublado que despuntaba en la ciudad parecia el decorado propicio a una muerte sin fin.
Al llegar a la plaza Francesc Macia, se situo en el lateral de la Diagonal y torcio en Villarroel hasta llegar al Hospital Clinico. Como no encontro aparcamiento dejo el coche en doble fila, con el intermitente puesto. Al salir, noto el mal cuerpo del frio y del sueno. Se estremecio con ese encogimiento de estomago que provoca el miedo en la fatiga. Se detuvo, encendio un cigarrillo y aspiro con energia el humo como intentando llenar la oquedad que se abria ahora en su mente. La entrada del hospital le recordo el dia en que Antonio se tomo su primer acido lisergico, a los dieciseis anos. Habia llamado a casa asustado y le pidio a Luis que no dijera nada a sus padres y que viniera a buscarle al bar Zurich de la Plaza de Cataluna. Luis lo encontro en un estado calamitoso y febril; tiritando, le confeso que le daba miedo volver a casa antes de que se le hubiera pasado el efecto. Hablaba con dificultad, describiendo maravillosas alucinaciones y terribles sensaciones de panico. Habia estado en las Ramblas con una puta y, en el mismo momento del orgasmo, habia sentido su cabeza a punto de estallar y su cuerpo, repetido en el espejo del techo, fundiendose y derritiendose con el de la mujer, hasta gotear un liquido fluorescente sobre un pavimento ondulante que se movia como un oleaje. Decidio llevarlo al hospital para que le dieran un calmante que le rebajase el efecto de la droga. Ahora, proximo a verle muerto, estaba atravesando el mismo portalon grande de aquella noche, el mismo suelo de tonos oscuros, la misma rocalla con plantas de plastico, la misma fuente incesante que parecia querer paliar los momentos de dolor.
– Buenos dias, soy el hermano de Antonio Lopez Daneri; ingreso cadaver anoche.
– ?El del premio? -pregunto una mujer con indiferencia profesional.
– Si.
– Esta en la sala de autopsias, al fondo del pasillo a la derecha.
Desde el otro lado del corredor, un grupo de periodistas le habia oido y se abalanzaron sobre el acercandole a la boca sus pequenos magnetofonos. Le preguntaron por la novela, pero el respondio que no sabia nada de ella. Luego le siguieron por el pasillo, agobiandole y casi deteniendole en ocasiones.
– ?Que quiso decir su hermano antes de morir?
– Por favor, dejadme tomar un cafe y luego hablamos. Estoy muy cansado, no he dormido en toda la noche, vengo desde Valencia conduciendo; ahora solo quiero ver a mi madre. Ademas, yo no se nada, ni siquiera que mi hermano hubiera escrito una novela.
No pudo quitarselos de encima ni en la puerta de la sala de espera. Alli estaba su madre vestida de negro, enrojecida y llorosa, con un gran panuelo mojado y arrugado en las manos. Estaba sentada, como dormida, abrazada a la senora Rodenas. Al ver a Luis, esta le apreto un poco las manos, despertandola de la sedacion.
– Maria, Maria, es Luis, tu hijo.
Se abrazo a su madre llorando y ella apenas pudo articular su nombre entre el moqueo y el llanto entrecortado. Irrespetuosos, los periodistas seguian haciendo girar sus cintas como para captar los visajes de una