cuantos segundos de vida tendria cada una de las partes de un gusano de seda seccionado con un implacable hachazo de colera, o en que momento perderia la vida un caracol cuyo caparazon fuera recalentado al fuego lento de mi mechero. Habia incluso fabricado guillotinas casi profesionales para trabajar con gatos y perros abandonados, y en verano, en una pequena chabola cercana a la via del tren, habia sometido a indecibles horrores a lagartijas, sapos y ranas. Los suplicios de algunos animales duraban un dia entero. Los de otros, no llegaban al instante. Una tarde sofocante de agosto llegue a retener en mis manos el corazon de un conejo de indias moviendose todavia en su caliente palpitar inercial. [25]
Todas estas practicas las realizaba siempre al margen de Luis. El las hubiera censurado y se habria chivado a mis padres. Por eso, siempre iba solo a las Ramblas a comprar las victimas de mis reprobables investigaciones; las ocultaba en el garaje o en el trastero para que pasaran inadvertidas tanto a Luis como a mis padres. Pero de todas estas vergonzantes actividades del que seguramente era un nino enfermo, ninguna recuerdo con tanta congoja como la de aquella manana en la que estuve a punto de asesinar al propio Luis. Estabamos pasando el verano en Menorca, en casa de mis tios. Era una casa blanca, de puertas y ventanas verdes, situada en un valle pedregoso y arido en el que soliamos perdernos por las tardes hasta que oscurecia. Entonces, la casa se convertia en un faro que nos orientaba entre las laderas rocosas y los acantilados escasamente cubiertos de matorrales resecos y espinosos. El dia anterior, Luis habia abusado de mi golpeandome la cara hasta ensangrentarme la nariz. Total, porque me habia caido con su bicicleta y le habia torcido un poco el eje del manillar. Nos detuvimos en el precipicio desde donde siempre contemplabamos los embates del mar contra las rocas. Luis se acercaba hasta el borde mismo y yo, con un incontrolable vertigo que aun hoy me hace temblar las piernas, me alejaba conforme el se aproximaba. Pero aquel dia estuve a punto de vencer el vertigo, de llegar hasta el y de empujarle. Hubiera sido tan facil. Me estremezco al pensar en las consecuencias que aquel acto de un segundo hubiera acarreado en mi vida. Recuerdo que llegue a dar unos pasos hacia el con intencion de empujarle, pero, cuando ya estaba preparando mis manos sobre su espalda, algo, no se que, me detuvo. Me habia acercado y detenido frente a una realidad tan prohibida, frente a un acto tan intenso y simple… Abajo, los ronquidos del mar me animaban a una irresponsabilidad sin limites. Pero me detuve. Si, me detuve. Tan solo unos minutos mas tarde me horrorice por lo que estuve a punto de hacer. Durante meses sone que ya lo habia empujado; lo sone destrozado en el fondo del acantilado, inerte, subiendo y bajando con fuerza entre la espuma de las olas. Yo volvia temblando y mentia al contarles a mis padres que Luis se acerco y tropezo con el saliente de una piedra, y que en su caida intento agarrarse a una rama que cedio hasta romperse. Pero luego corriamos todos alli y no encontrabamos ni el saliente ni la rama y mis padres me internaban en un correccional y yo moria de soledad y de tristeza.
Hoy pienso en mi como en un amigo al que no se le ha prestado nunca la debida atencion y al que ya es totalmente imposible ayudar. Es preferible no escribir nada en dias asi.
Acabo de conocer al inquilino que desde la semana pasada ha ocupado el apartamento colindante a este. Es un apartamento que habia permanecido vacio mas de tres anos. Se trata de un hombre de buena planta que se ha presentado en la escalera con una sonrisa muy abierta.
– Hola, soy Bernardo, tu debes de ser el profesor; la portera me ha hablado un poco de ti. Veras que algunas noches pongo un poco de musica; si la pongo demasiado fuerte, dimelo y la bajo.
Por la tarde le he oido hablar con una mujer y, sin poder reprimir mi tendencia al espionaje, he acercado la oreja a una pequena grieta de la cocina que permite escuchar casi perfectamente lo que se dice al otro lado. Bernardo ha estado hablando de un hotel en una playa de Venezuela y de los cocteles -segun el, los mejores del mundo- que sirven por las tardes en una de las terrazas que dan al calor y a la humedad del Caribe. Luego ha estado hablando de lo barato que es Venezuela para un europeo.
– Por diez mil pesetas alquilas un yate con capitan, camarero y con dos tios que te ponen la sardina en el anzuelo y que te ayudan a sacar las piezas.
Luego ha puesto una opera italiana y ya no he podido seguir curioseando sobre la playa de Venezuela ni sobre los cocteles ni sobre los tios que te ponen la sardina para sacar las piezas, porque sus palabras han sido eclipsadas por Puccini y por la Caballe. Solo a lo lejos, en uno de los momentos de mayor exaltacion melodramatica de la diva, me ha parecido escuchar los entrecortados jadeos del placer. Despues, cuando el disco ha terminado, he vuelto a escuchar la voz de la mujer preguntando a Bernardo:
– ?Te has enamorado alguna vez?
– Si, solo una, pero fue hace muchos anos.
– ?Como se llamaba?
– Beatriz.
– Y ?que paso?
– Me dejo por un profesor de literatura mucho mas guapo e interesante que yo.
– ?Por que dices eso?
– Porque es verdad.
He sonreido al pensar en las ironicas coincidencias que existen entre esta conversacion de mis vecinos y mis personajes imaginados (imaginados pero no escritos). Sus palabras me han hecho pensar que Beatriz Lobato podria ser una mujer enamorada de una especie de gigolo y que, en las conversaciones con su jefe, podria irle narrando una historia de amor que Gilabert incluyera en su novela. Gigolo,
Yo creo que este Lloveras es un poco tonto. Anoche le conte un sueno que tuve anteayer y me dio una explicacion tan estupida que estoy por cambiar de cocologo manana mismo. Si, creo que voy a buscarme un psicoanalista argentino; uno de estos judios portenos tan espabilados, de estos que se enrollan como una persiana sobre cualquier atisbo onirico que se les cuente. Lloveras es un tipo muy soso, no le saca punta a nada de lo que le digo. En el sueno yo estaba en una ventanilla de la Caixa de Cataluna con un palo de golf en la mano. Una cola de individuos detras de mi esperaban impacientes a que yo jugara una bola situada justo debajo de la ventanilla. Los clavos de mis zapatos repicaban al minimo movimiento sobre el brillante pavimento de marmol. Alguien protestaba por mi prolongada indecision.
– Venga, hombre, juegue o retirese, los demas estamos esperando.
– ?Pero donde esta la bandera? No veo la bandera -decia yo, resistiendome a ensayar mi
– El campo es el mismo para todos; o juega o nos deja jugar a los demas -me increpaba un hombre muy menudo.
– Tiene razon este joven -dijo una senora gorda solidarizandose conmigo-, con lo que pagamos y ya no queda cesped ni en el banco. Hay que hablar con Eduardito; es que no hay derecho, hombre, no hay derecho; esto que pasa aqui no lo he visto en ningun otro club del mundo.
Acabo de descubrir un metodo para aproximarme a Gilabert. Lo voy a llamar «introspecciones fructiferas». Cierro los ojos y me quedo inmovil imaginandomelo frente a mi. Estamos en una masia del Ampurdan, junto a una chimenea que el ha avivado en silencio. Hipnotizado, mientras el fuego ondea entre nosotros, siento el calor de las llamas en la cara y en las manos. El fuego sube, se disipa, vuelve a aparecer, baila, iluminando el rostro inclinado