– ?Y como se descubrieron todas esas vertiginosas imposturas?
– Bueno, no era tan dificil conociendo el tipo de propuesta que yo hago habitualmente en mis novelas. Ademas, no resultaba del todo verosimil que alguien escribiera una novela en la que uno de los protagonistas lleva mi nombre.
– ?Y cual es el sentido filosofico de toda esta pequena farsa?
Aqui Gilabert cambia su rostro y compone una expresion pedante de filosofo frances, deja transcurrir una pausa en la que parece concentrarse en profundidad, y dice:
– Bueno, la propuesta que planteo esta en la linea de Marcel Duchamp al pretender senalar la decadencia del mercado occidental. Como ha puntualizado Jean Pierre Anzieu, desde que Balzac rechazo la forma habitual de trabajo del artista (el encargo, bien fuera del mecenas, del comerciante o de una institucion) y puso su tenderete con sus obras a la venta, hemos venido asistiendo al nacimiento de una produccion cultural especialmente destinada al mercado. El mercado ha creado dos valores: el simbolico, que corresponde a la produccion de obras puras destinadas a apropiarse simbolicamente de lo cultural, y el comercial, que opera en funcion del exito de ventas. De alguna forma, inventando a Lopez como autor de mi novela, he intentado conseguir un efecto similar al de Duchamp cuando enviaba a los museos sus
Despues de poner cara de imbecil, Garcia Campos pregunta:
– ?Por que no le pertenece?
– Porque, como sugiere Ulises en el momento en que le destroza el ojo al Ciclope, el verdadero autor es el que es capaz de convertirse en cada uno de sus personajes sin llegar a hacerlo realmente en ninguno. Asi, de alguna manera, yo, Gustavo Horacio Gilabert, me he atrevido a decir, con el descaro de mi protagonista, que tambien soy Nadie.
Despues de mas de dos meses de ininterrumpida relacion amorosa con Teresa Galvez -en los que solo he escrito unas debiles lineas-, esta manana, mi siempre erecto y jovial miembro sexual se ha visto aquejado por una tristeza inconsolable que lo ha reducido a un tamano ridiculo. A pesar de los incansables esfuerzos de Teresa (que ha recurrido al frances, al griego y al argentino), mi pene ha renunciado a dilatarse hasta los minimos exigibles y, viendo que todo era inutil, nos hemos ido vistiendo con una sensacion de derrota. Inmediatamente he llamado a mi nuevo psicoanalista argentino y le he contado el caso esperando que me diera una solucion que me permitiese proseguir esta nueva vida amorosa a la que me habia entregado con pasion, pero el me ha dicho que trate de tranquilizarme y que lo intente de nuevo dentro de unos dias. Despues de unos momentos de asfixiante intranquilidad, he vuelto a llamarle y el me ha sugerido que fuera a verle a su despacho. Alli le he confesado que no puedo esperar esos dias y, entonces, me ha recetado unas pastillas (como es psicoanalista y no psiquiatra, me ha tenido que extender una receta con membrete falsificado por el Ilustre Colegio de Psicoanalistas Portenos) que al parecer me van a solucionar el problema de forma casi inmediata.
Han pasado cinco dias en los que mi vida se ha visto presidida por la angustia de la impotencia sexual. No hay forma; ni las pastillas, ni la abstinencia temporal, ni nada. Teresa Galvez se disfraza de enfermera (fingiendo manejar inyecciones y clavandome dolorosos alfileres en el culo) y de azafata de avion; me da las noticias imitando el tono de voz de la presentadora del telediario de las tres y se desnuda y se viste con la musica de strip-tease que compramos en el
Hoy, cuando la angustia y la desesperacion causadas por mi impotencia parecian llegar al limite de lo humanamente resistible, me ha reconfortado una frase de Cioran: «Puedo comprender y justificar todas las anomalias, tanto en el amor como en todo; pero que haya impotentes entre los imbeciles, eso es algo que no me cabe en la cabeza». Claro, la impotencia implica un proceso intelectual ajeno al imbecil. Toda impotencia es el resultado de una comida de coco, de un giro excesivo de la cabeza sobre si misma, hasta que uno ya no sabe ni quien es ni donde vive, hasta que ese uno cuestiona su propia naturaleza y mira a los animales y se da cuenta de que estos nunca pueden padecer este tipo de problema, porque no hay nada que se cruce en sus impulsos puramente instintivos, porque no hay nada que les distraiga de su finalidad corporea y testicular. Por eso hay pocos imbeciles impotentes, porque los imbeciles no se meten en esos circuitos cerrados del cacumen, porque su imbecilidad les tiene atareados y no les deja tiempo para pensar en nada que rice un poco el ya de por si rizado rizo de la realidad (yo si que estoy rizado, me hicieron la permanente y me quemaron el pelo para siempre…). Sin embargo, cabe la posibilidad de que yo mismo sea uno de esos pocos casos de imbeciles impotentes y, sin darme cuenta, a mi preocupante condicion psicosomatica le acompane un invisible proceso hacia la imbecilidad. Calderon y Descartes debieron de pensar algo parecido cuando relacionaron su mundo interior con su propia existencia. No me cabe ninguna duda de que Calderon y Descartes eran impotentes. ?Acaso estare yo proximo a algun entreverado
Circunscrita a este apartamento de mi abuela, la relacion (en la medida en que podemos llamar asi a esta impotencia mia) con Teresa se ha convertido en el reverso de la que mantengo con Silvia. Si con la estudiante acompano estas inquietantes jornadas de reflexion asexuada con interminables monologos autoacusatorios, al lado de mi mujer oficial me convierto en un sonambulo que se acuesta sin mediar casi palabra (afortunadamente para mi y para mi impotencia, las proposiciones sexuales de Silvia parecen haber desaparecido por completo). Cuando cada noche nos metemos en la cama y nos quedamos en silencio, con la luz apagada, pienso en que Teresa nos esta imaginando y viendo. Entonces me siento el actor ridiculo de una farsa inacabable.
Otra «introspeccion fructifera». De nuevo cierro los ojos y me esfuerzo por imaginarme a Gilabert. Al poco tiempo lo intuyo jugando a esconderse entre las frescas galerias de la biblioteca del Clementinum. Bruscamente, tendido en el suelo de un pasadizo humedo y musgoso, me lo encuentro hojeando un gran atlas. Cuando me reconoce, me abraza con exagerada efusion, y luego me muestra donde estamos en un mapa minucioso de Europa que reproduce cada uno de los matices de Praga y de la biblioteca del Clementinum. Con algo de vertigo, puedo distinguir en el mapa el ventanuco de la segunda galeria hexagonal en la que nos hallamos. Veo la representacion de mis manos, en nada menos precisas que las mias. Entre grandes reverencias, Gilabert me