indica que le siga para mostrarme «Nuestro Escritorio». Pasamos por un patio en el que abundan cisternas llenas de arena y cruzamos un extenso corredor en el que se amontonan manuscritos antiguos. Gilabert me precede andando despacio. Algunas veces se da la vuelta y me sonrie en silencio. Nos introducimos en un pasadizo y nos cansamos subiendo unas interminables escaleras de caracol que conducen a una gran sala blanca y amarilla. Es una habitacion con menos libros, ventanas y puertas que las anteriores. Iluminado por una excesiva luz cenital, distingo en el centro de la sala un inmenso escritorio de piedra. Llegamos a el y nos sentamos en unas pesadas sillas que movemos con dificultad. Gilabert abre el libro que reposa sobre la mesa. Cuando trato de leerlo, las letras se desplazan a un lado y a otro en una mareante y caprichosa oscilacion. Hago un esfuerzo por retener alguna palabra, pero los signos se juntan y se funden entre si tan pronto los miro. Agresivamente, una gran «Y» se acerca hasta mi nariz, para luego alejarse hacia las lineas mas altas. Una «O» se coloca detras de la «Y», y luego viene tambien para agigantarse ante mis ojos. Gilabert la increpa y la aleja escupiendole en el centro mismo de su aro. Se trata de una Biblia Original, me dice en un solemne susurro, acercandose a mi oreja. Luego me anima a combinar letras con el, a desordenarlas, a adivinar viejas metaforas con otras voces. Pero siempre se corrigen y se recomponen invariablemente hacia un mismo Nombre: YAVE. Escuchamos una voz ronca que viene de Arriba: la colaboracion del azar es Aqui calculable en cero. Miro un momento los ojos de Gilabert y el me da la mano y me hace saltar sobre el Texto. Comenzamos a caminar en sentido inverso, desde las letras del Libro de Daniel, cuya tipografia reproduce ahora un no se que del perfil de nuestras caras. Sin detenernos, proseguimos durante tres fatigosas lunas y, al llegar a los sombrios campos del Pentateuco, encontramos, junto a una fuente, a una ramera preciosa. Con inconcebible indecencia, Gilabert comienza a desnudarse. Me dice que si fornica delante de mi no sentire celos. Yo le respondo que lo que dice es absurdo, pero el me inquieta con una sonrisa no exenta de ironia. Vuelvo a mirar a la ramera, que tiene ahora la cara de Teresa. Gilabert insiste en que no sentire celos, pero yo me abalanzo furiosamente contra el para partirle la cara. En el forcejeo violento junto a la piel desnuda de la ramera Teresa, nos precipitamos sobre unas letras y rompemos una tilde. Escuchamos entonces unos rugidos graves y ensordecedores, tras los cuales todos los signos comienzan a girar a gran velocidad. Contra un cielo rojizo, vemos derrumbarse un gran templo y una esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor, ascendiendo lentamente a las alturas (es el Aleph). Un angel negro viene a reprendernos por lo de la tilde y, con expresion infantil, Gilabert le dice que fue la ramera Teresa la que comenzo todo. Cuando nos giramos, ella se ha convertido en una serpiente y el angel en una manzana. Esto me recuerda algo, dice Gilabert frunciendo el ceno. Proseguimos. Vemos el tiempo en el Texto, desde la primera palabra del Creador hasta la ultima trompeta; vemos los odios y los engranajes del amor, las muchedumbres desamparadas de Babilonia, las palabras incomprensibles de la torre de Babel, el oro, los camellos, los fieles llorando en El Cairo, las innumerables estrellas que comporta el camino entre Amr y Damasco, las silenciosas caravanas siguiendo en ese camino a un Moises ebrio e irresponsable. Vemos mi infancia y mi adolescencia, las cartas de amor que escribi a Silvia, los textos obscenos que se quedaron en el cajon del viejo escritorio y que ella no leyo, las humedades de Teresa y la lengua alargada de la serpiente. Me asusto y abro los ojos. Ya no esta Gilabert,-ni Teresa, ni el angel negro, ni la biblioteca del Clementinum. Tampoco estoy yo…

Un viejo alzaba los brazos desesperado y gritaba «Vicente, Vicente». En calzoncillos, su cuerpo escualido transparentaba un esqueleto apenas forrado por una piel pellejosa y enfermiza. Tenia en la expresion el desconsuelo y la ternura de un nino al que acaban de destrozar su juguete de un soberano pisoton. «Voy, senor Plaza, voy», exclamo Vicente, echando a correr por el pasillo del vestuario.

– Mira, tengo un granito aqui y me he de poner esta crema -murmuro el senor Plaza, senalando sin ningun pudor un espacio concreto de su culo.

Solicito, Vicente no dudo en untarse la pasta blanca en el dedo indice y en proceder a frotarle el bulto rojizo ubicado en la parte inferior de la nalga derecha. Gustavo Horacio Gilabert los miro un momento, pero se abstuvo de hacerle ningun comentario a Matias Mora, eludiendo expresar la opinion que esa imagen grotesca le sugeria. Despues de atarse los cordones de los zapatos de clavos, Gilabert siguio a Matias Mora dejando en el aire el ritmo metalico de sus pasos. Salieron fuera de la casa club y caminaron sobre la gravilla y luego sobre un cesped muy verde, hasta llegar al tee del uno. La manana era esplendida, solo soplaba una ligera brisilla que ni siquiera en el recorrido de los nueve primeros hoyos, los de la playa, podria considerarse verdadero viento. Gilabert se ajusto el guante rojo en la mano izquierda y, acercandose a su caddie, le ordeno con despectiva autoridad:

– Dame el drive.

El hombre enjuto y manco extrajo con dificultad el palo de la bolsa y se lo extendio con la cabeza gacha en un gesto de humildad casi reverencial.

– Bueno, ?que hacemos, Match Play o Stroke Play? -pregunto Matias Mora con cara de profesor del Pebble Beach de California.

– Mejor nos lo hacemos de un Stroke -aventuro Gilabert sin saber lo que decia.

– ?Y te doy unos «bises» o prefieres puntos en algunos hoyos determinados?

Gilabert sabia que jugaba mal al golf, pero aquella presuncion de superioridad le parecio una fanfarronada que no iba a tolerarle al otro editor, por mucho mayor que fuera su editorial.

– Lo mejor es que empecemos mano a mano y, si vemos que hay mucha diferencia, entonces me das unos puntos.

– ?Pero que handicap eres? -puntualizo Matias Mora-. Yo soy dieciseis.

El tono con el que Matias Mora pronuncio el horrible anglicismo hizo pensar a Gilabert que handicap tambien significa tullido, incapacitado. Por un momento se sintio ofendido.

– No se, no me acuerdo, empecemos a jugar y ya lo veremos.

Dos mujeres esperaban a que salieran ellos primero, a pesar de que Matias Mora se habia esforzado casi hasta lo ridiculo por dejarlas pasar.

– No, que vamos muy lentas, pasad, pasad vosotros, por favor.

Ese tuteo tenia una connotacion de pertenencia al club, de pertenencia a un tipo de vida en la que el ocio y el juego parecian haber sustituido completamente al trabajo.

Gilabert dio unos pasos decididos y coloco su bola sobre un tee de plastico que clavo en la alfombra verde, perfectamente rapada. Por dos veces levanto el palo y lo bajo, ensayando el swing con su macarronico estilo personal -que el se atrevia sin modestia a considerar del mismisimo condado de Kent-, y golpeo con fuerza su bola. Esta dibujo en el cielo azul un slice perfecto hacia el bosque de pinos. [32]

– Bueno -comento Gilabert-, desde alli puedo dropar sin perder punto.

– ?Por que sin perder punto? -pregunto Matias Mora, perplejo.

– Porque hay un bosque de pinos.

– Gustavo, ?lo dices en serio?

Las mujeres dejaron escapar una risa floja y, despues de cuchichear entre ellas unas palabras inaudibles, crearon un silencio algo tenso.

– No, hombre, no, lo decia en broma; hay que tener un poco de sentido del humor, ?no? Venga, te toca a ti.

Matias Mora le concedio una sonrisa forzada mientras buscaba el punto equidistante entre las dos esferas grandes que marcaban la salida. Coloco su bola, se situo, tenso la expresion, subio despacio y le pego sin forzar. La pelota salio recta y se levanto despues de haber permanecido durante unos segundos en linea casi paralela al suelo. Luego se convirtio en un punto blanco detenido sobre la franja azul, que fue bajando lentamente hasta posarse en el mismo centro de la calle. No hicieron ningun comentario, como si los hechos fueran demasiado evidentes por si mismos. Matias Mora aprovecho el tiempo que caminaron juntos -Gilabert tendria que adentrarse en el bosque y, seguramente, dar su pelota por perdida- para decirle en el tono carinoso de superioridad hipocrita que nunca le abandonaba fuera del juego:

– Gustavo, yo lo de los puntos te lo decia para que nos divirtieramos mas los dos, para que hubiera partido, porque, la verdad, por lo que me has dicho y por lo que veo, creo que juego algo mejor que tu.

– Bueno, hombre, no insistas, probamos tres o cuatro hoyos y luego lo decidimos. Hasta a Ballesteros le vi yo un dia irse aqui al bosque.

Gilabert se detuvo un momento para ajustar la correa que unia el carrito con su bolsa de palos. Luego, reanudando la conversacion, trato de introducir el nuevo tema con naturalidad, como si este no fuera el principal

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