diligencia para administrar esos objetos entre los que vivimos y de los que en buena parte vivimos, pues dan la impresion de errar por su cuenta en un peregrinaje caotico, o incluso en desbandada, ya que, por mas que procuremos mantenerlas en su sitio, aparecen cosas en sitios impensables, como si fuesen victimas de un fenomeno espontaneo de telequinesia.

Al cabo de varias horas, consegui reunir lo siguiente: media cabeza, de terracota del rey Surid, las piernas de un escriba, un escriba sentado junto a un chimpance que lucia en la cabeza el disco solar, dos tablas de arcilla con mensajes diplomaticos, un diminuto tocador de arpa en bronce, un peine de madera del Nuevo Imperio, cinco flechas y otras tantas chucherias: dijes de zafiro, restos de collares, fragmentos petrificados de diversos utensilios… Mi padre habia vendido las piezas egipcias importantes, muy apreciadas en el mercado, y quedaban, en fin, aquellas limaduras, que eran menos que nada, sin ser gran cosa, porque me temo que casi todas eran mas falsas que un sol electrico. «No te hagas demasiadas ilusiones. Si consigues vender esto a tu amigote argentino, te monto una tienda de electrodomesticos averiados», me desenganaba tia Corina. «Pero tu sabras mejor que yo como esta el ambiente en la lonja, no se.»

Antes de cenar, tasamos aquel rebujo pieza por pieza y luego fijamos un precio por el lote, por si acaso al turista argentino se le ponia cuerpo de despilfarro. Era una cifra alta, aunque razonable, porque la verdad es que en ese momento, al andar nuestras cuentas mas bien mustias, nos urgia un ingreso sustancioso. Desde la muerte de mi padre, no habiamos intervenido sino en operaciones de muy poca monta, con ambiciones de mera supervivencia (con la excepcion, quiza, del robo de media docena de lienzos de Diaz Caneja en la fundacion que tiene en Palencia ese paisajista tosco y lirico), porque el negocio ha variado mucho en los ultimos tiempos. Por otra parte, no resultaba prudente cobrar el cheque que me extendio Sam Benitez en El Cairo, en concepto de anticipo, hasta que se disiparan nuestras incertidumbres, que eran muchas, ya que, una vez cobrado, no habria opcion de dar marcha atras: el dinero en mano hechiza, al no haber forma humana de soltarlo por voluntad propia.

Despues de cenar, llame al argentino Casares a su hotel cordobes, pero no estaba. Y la vez siguiente tampoco. Y a la quinta llamada seguia sin estar. Mas alla de la una de la madrugada me hice con el. Se le notaba, por la voz, que habia estado celebrando algo, asi fuese su soledad de magnate errabundo. Tardo un poco en entender de que le hablaba, hasta que cayo en la cuenta: «Si, los egipcios…». Y quedamos en vernos al dia siguiente, sobre las once de la manana, en la cafeteria del hotel al que da nombre Maimonides, autor de una practica Guia de los indecisos, de inspiracion aristotelica.

Me subi a un tren tempranero, con el surtido egipcio en un maletin, y llegue a una Cordoba radiante y calurosa. Sobre las diez y media ya estaba yo en la cafeteria del hotel, hojeando el periodico local y comprobando que los periodicos locales son para los forasteros algo asi como una novela de millones de paginas que uno empieza a leer por la pagina setecientas ochenta y cuatro mil ochocientas nueve, por ejemplo. (?Quien es este Nunez que denuncia las actuaciones urbanisticas de Miranda? ?Que diabluras habra hecho Miranda? ?Que entienden aqui por «el caso Sonesbec»?) Y, en mitad de mi recorrido por la novela municipal, entro en la cafeteria Alfredo Casares, argentino de Rosario, con sus brazos irregulares, con el pelo mojado y con aspecto de tener la sangre atosigada por los alcoholes de la noche anterior.

«?Como esta usted?» Y nos sentamos.

Tras un prolegomeno de cortesia, abri el maletin y fui sacando las piezas del lote egipcio, que tia Corina se habia tomado la molestia de envolver en papel de seda. A medida que desembalaba cada vestigio, iba ilustrandolo yo con una resena de su antiguedad y valia, inclinandome de forma progresiva a la hiperbole y a la falsedad, pues percibia en los ojos de Casares no solo el rastro del envenenamiento etilico, sino tambien la sombra de la decepcion, hasta que llego el momento en que comprendi que no iba a comprarme nada.

«Es que todo esto no es mas que…», y cogio con dos dedos las piernas del escriba las miro al derecho y al reves como quien mira una rana muerta y no termino la frase.

Mucho me temo que Casares habia calculado que iba a ofrecerle algo muy parecido a la mascara funeraria de Tutankamon, colega suyo en la prosperidad, de modo que todo aquello que estaba extendido sobre la mesa no podia considerarlo el sino escombros. De todas formas, se veia que el hombre estaba por agradar y me pidio precio por el lote. Cuando se lo di, se echo las manos a la cabeza, bufo, sonrio con amargura y me dijo que por la mitad de ese dinero podria comprar como esclavo al presidente electo de Argentina, y que aun le sobraria para ponerle una argolla de oro de medio kilo en la nariz.

Fui envolviendo las piezas, contrariado no tanto por el hecho de no haber culminado el negocio como por no haber adivinado que aquel iba a ser un negocio fallido, pero se ve que nadie hila con finura cuando le apremia la necesidad de dinero, esa materia magica que huye cuando se la persigue, al igual que el amor, los pajaros y el mercurio.

Casares insistia en que me tomase algo. «?Un whisky? ?Un vermut?… ?No?» Creo que falto muy poco para que me regalase un par de billetes, porque se le notaba apurado por el mal rumbo que habia tomado la transaccion y compadecido de aquel buhonero que habia intentado venderle cosas rotas.

Me dijo que no podia negarme a comer con el. Y, bueno, comer habia que comer, y eso al menos que me ahorraba. Asumida la secuencia desgraciada de los acontecimientos, daba ya igual, asi que a comer nos fuimos.

Delante de unos platos suculentos, aunque para mi gusto muy especiados, Casares me hablo de su vida, a la que el mucho dinero no habia logrado sacudir de tenebrismo: los problemas de conciencia con respecto a sus padres, el secuestro y asesinato de su socio, su fracaso matrimonial, el desengano ciclico que le proporcionaban sus novias oportunistas, la conducta irresponsable de sus dos hijos… El repertorio.

De repente, y dado que el animo tiene un instinto pasmoso de supervivencia, me alegre de no haberle vendido nada, porque dos castigados se deben respeto mutuo. Era un pobre hombre ahogado en plata y en whisky, pero con el corazon en sombra. Mejor que se gastase el dinero comprando bibelots y baratijas por ciudades lejanas. Mejor que no nos hubiesemos cruzado nunca por un azar disfrazado de overbooking.

A los postres, mientras observaba a Casares trocear una cuna de melon con el movimiento asimetrico de sus brazos, analice mi papeleta: «Estoy en Cordoba, con un maletin lleno de chatarra egipcia, sentado frente a un millonario argentino al que no volvere a ver y que me ha invitado a almorzar por el simple hecho de que no he conseguido estafarlo», y senti pena, en definitiva, de mi mismo, esa modalidad amable de la pena a la que solemos recurrir para recuperar un poco de orgullo en casos extremos de indignidad, o al menos para cambiar una indignidad por otra.

Casares bebio mucho vino durante la comida, y luego se animo con el whisky, lo que acabo poniendole la lengua espesa, el animo turbio y la memoria en carne viva: «?Conoces mi mayor desgracia?». Y yo no sabia adonde mirar, porque, ante las confidencias intimas de los desconocidos, te sientes como si acabaran de volcarte un bote de pintura roja en la cabeza.

En cuanto pude, me despedi de Casares y de su epopeya de pesadumbre con un apreton de manos. Me dio su tarjeta. Se empeno en regalarme un mechero y yo me empene en convencerle de que no fumo, aunque al final me vi obligado a aceptarlo: SUMINISTROS CASARES. Por ultimo, me animo a que fuese a Rosario cuando quisiera, que su casa era mi casa, que las mujeres de alli eran hermosas y alegres, que el era alli el emperador.

En el tren de vuelta, vi como se caia el sol con su tramoya barroca alla en el teatro barroco del horizonte, y con esas prestidigitaciones celestes me distraje, para no pensar.

4

La investigacion de tia Corina.

Resultados de esa investigacion.

La casta de los cobardes.

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