Abdel Bari, en fin, mentia. No se si trato a mi padre alguna vez. Es posible. Pero yo estaba seguro de no haberle visto jamas, porque una de las muchas ensenanzas que recibi de mi padre fue la de no olvidar nunca una cara, y he respetado ese precepto como si fuese un dogma: mi memoria esta llena de caras, con nombre o sin el.

Les confieso que siempre me ha parecido una descortesia cercana a la groseria el hecho de dilatar la revelacion de los enigmas, de modo que inste al llamado Abdel Bari a que me explicase que pintaba yo en su palomar. Y el gordo hablo: «Te he mandado traer para prevenirte. Si tocas el relicario de Colonia, reza al dios en el que creas, porque vas a necesitar la divina misericordia infinita para prolongar tu pequena infinitud. No te impliques en ese asunto, amigo Jacob. Es como meter la cabeza en el infierno». Dicho lo cual, Abdel Bari hurgo debajo de una paloma que empollaba, le quito un huevo, lo puso en la palma de su mano izquierda y con la derecha lo aplasto. En la palma de Abdel Bari se retorcio durante unos segundos un engendro cegato, un palomo a medio hacer, un monstruo germinal, entre sangre y fluidos del color de las pesadillas. «El mismo infierno, Jacob», y agito la mano para sacudirse aquel emplasto de muerte.

«?Te apetece beber algo?», y le conteste lo que contestaria cualquiera a alguien que acaba de hacer una porqueria semejante. «?De verdad que no te apetece beber nada? ?Un te? ?Una tisana de toronjil, excelente para calmar los espasmos? ?Una granizada de jugo de acebo y berenjena, que alegra el pensamiento?» Volvi a contestarle que no. «Bien, amigo Jacob. Podria matarte en este preciso instante», me informo Abdel Bari. «Pero hoy es tu dia de suerte y voy a hacer un trato contigo. Si consigues robar el contenido del relicario aleman y me lo traes, te dejare con vida y te dare un poco de dinero. Si consigues robarlo y no me lo traes, pero me dices quien es su nuevo propietario, te dejare con vida, aunque no te dare ni una piastra. Si consigues robarlo y no vuelvo a tener noticias tuyas, seras tu el que tenga noticias mias, asi te escondas en una cueva submarina, y seran noticias malas para ti, ?de acuerdo?» Abdel Bari dio un par de palmadas languidas -los palomos se asustaron, y algunos se estrellaron contra la tela metalica- y al instante aparecio mi guia, el de la jerigonza, con la espalda curvada en gesto de servilismo.

«Te rogaria, amigo, que, antes de irte, bebieses de la fuente del patio, porque es la fuente amiga que restituye el juicio al aturdido, la prudencia al temerario y la rectitud al que pierde la senda. Pero, como se que no lo haras, aqui tienes esto», y me dio un frasquito de cristal en forma de corazon, con taponadura de filigrana de plata, relleno de un liquido turbio y espeso. «Es de la fuente proverbial, que trae un agua filtrada por mas de doscientas raices de plantas distintas. Ademas, le he anadido esencia de sauco, de malvavisco hervido en harina de haba, de marrubio recolectado bajo el signo de Virgo y unas gotas de zumo de estoraque», y siguio atendiendo a sus palomos, mientras yo, con aquel frasco en la mano, no podia dejar de sentirme como un idiota ni de pensar que aquel gordo era otro idiota, cada cual disfrutando de su peculiar variante de idiotez, por mal que este decirlo.

«Acompana al senor hasta la calle», le ordeno Abdel Bari al que habia sido mi guia en el camino de ida, y asi lo hizo aquel lacayo, de modo que emprendimos el itinerario laberintico a la inversa, hasta que me vi de nuevo en pleno zoco.

La imagen del embrion asesinado se me habia metido en las tripas. Y se alzaba ya la luna, mutilada y menguante, errante daga blanca de la noche, mas o menos.

A la puerta del hotel me abordo un sujeto (bigote bravio, chaqueta de tono penitencial, boca alegre y mirar torvo) que se mostro empenado en venderme un baculo de apenas medio metro de altura, similar al que portaban los faraones como emblema de Osiris. Segun el -que me hablaba en un ingles impecable-, aquel baculo estaba hecho con una rama del acebuche bajo el que expiro el mago Tamiro (??), o Temuro (o algo asi), a quien aquel marchante callejero atribuyo el titulo de Principe Africano de los Ensalmos. Al parecer, el tal Tamiro o Temuro transfirio a la savia de aquel arbol silvestre sus amplios saberes de la naturaleza y de los arcanos sobrenaturales, pues, al irsele el alma de su prision mundanal, se refugio la dicha alma en el acebuche bajo cuya sombra sesteaba el mago cuando fue a buscarle la muerte, la amante fria.

«Cualquier zahori venderia a sus hijas para poder comprarlo, porque descubre todos los manantiales que fluyen bajo la tierra. Y, sobre todo, sirve tambien para localizar cadaveres enterrados con sus joyas, ?comprende?», y me guino un ojo, al tiempo que me exhibia con gran ceremonia el baculo portentoso, que tenia una empunadura de laton muy desgastada y una contera en forma de aspid.

«Los cadaveres pueden ser un buen negocio…».

Aquello colmo el vaso, ?verdad?, de mi suspicacia, que es vaso corto a fuerza de experiencia y de escarmientos mas que por defecto de caracter.

Al parecer, no habia chalan ni regaton en El Cairo que no estuviese al cabo de la calle del negocio que habia apalabrado yo con Sam Benitez, o esa impresion me daba, suspicacias al margen. Es cierto que en esta profesion resulta dificil mantener en secreto las operaciones, pues siempre hay bocas ligeras, a pesar de que el exito de cualquier operacion suele depender en gran medida del secretismo. Pero aquella divulgacion tan instantanea, y a niveles tan bajos, confieso que acabo por desconcertarme, de modo que me propuse localizar a Sam Benitez, aunque sin fe, porque el anda siempre escabullido y solo se aparece cuando quiere, lo mismo que los santos. Lo llame varias veces al numero de telefono que me dio, pero como quien llama a una nube.

Sali a cenar a un restaurante cercano para que la noche se me hiciera mas corta, aunque mal casa el placer de la mesa con el habito de la cavilacion.

Cuando volvi al hotel, llame a tia Corina. No quise alarmarla con el relato de mis raras aventuras, de modo que estuvimos bromeando sobre naderias, y con su voz me vino el sueno, por reflejo de infancia, y sone con Abdel Bari transfigurado en palomo, que les aseguro que es una mala fantasia para el descanso.

A la manana siguiente, muy temprano, llame a Sam, pero se ve que no habia forma de hacerme con el, asi que le indique al fiero y fiel Abdalah que se apostara en la puerta del Cafe Riche -con el ruego de que no arriesgase en una trifulca huera con sus compatriotas los cuatro o cinco dientes que por entonces le quedaban-, por si acaso Sam habia tomado aquel local como oficina de campana para despachar sus asuntos, que el cuenta siempre por decenas a donde quiera que vaya, por ese afan suyo de rentabilizar al maximo la naturaleza portatil de las mercancias. A eso de la una, Abdalah me llamo al hotel: «Ni rastro de ese hijo de la gran puta mexicano», segun su informe, expuesto en un ingles bastante particular, como todo el.

Mi avion de regreso salia a las cuatro de la tarde, y las tribulaciones me asediaban. Me sentia como quien acaba de firmar un pacto en principio ventajoso y a la larga terrible con Belcebu, el de fetido aliento. Pero, en eso, de la mano antojadiza de la providencia, cuando estaba cerrando la maleta para salir, sono el telefono: «Compadre, ?como va todo?».

Cite a Sam en el aeropuerto. Me dijo que le resultaba imposible, porque estaba alla en la quinta chingada, y yo, en contrapartida, le informe de que daba por deshecho nuestro trato. Se alarmo. Protesto. Se harto de llamarme pinche guey, que habia sumado a su coleccion de coletillas. Y se fue para el aeropuerto, porque las cosas solo son imposibles hasta cierto punto.

De todas formas me extrano esa docilidad repentina de Sam, que siempre ha sido muy rebelde con respecto al deber.

«?Ya estas contento, guey? ?Te pone cachondito que tu compadre cruce El Cairo de punta a rabo para sonarte los mocos?» Sudaba mucho, y se le veia agitado. Le pedi que me contase todo, a pesar de que se de sobra que nadie esta dispuesto a contar todo, al menos en esta profesion: guardamos ases en la manga, y comodines de bufones sonrientes, e incluso una baraja entera de recambio, por lo que pueda terciarse.

Le referi el relato de Alif el cuentacuentos, la muerte de la turista sonrosada, la vigilancia a la que me sometio el camarero, la entrevista con Abdel Bari y la oferta del baculo. Sam insistia en que no me preocupase mas de lo prudente, ya que se trataba de un trabajo como cualquier otro, y entonces paso a halagarme: «Pense en ti para traspasarte el encargo porque eres un aguila, guey. Asi que dejate de chingaderas». Le di unas gracias ironicas, porque en esto nadie es bueno ni malo: bueno y malo son apanos retoricos, conceptos de esencia movediza. Un buen profesional puede estar muerto o en la carcel, o en la ruina, con fama incluso de gafe. Un chapuzas, en cambio, puede tener dos golpes de suerte y ganarse una reputacion de eminencia. En esto, ya digo, hay veces en que las cosas salen bien y veces en que las cosas salen mal. A una operacion perfecta puede seguir un desastre absoluto, porque jugamos con imponderables… en el caso de que no sean los imponderables los que juegan con nosotros. Nuestra jerarquia funciona, en definitiva, al antojo del viento, y nadie es el mejor, porque nadie manda en el viento, y yo menos que nadie.

«Solo te pido que me digas una cosa. ?Que pinta en esto Abdel Bari?» Sam hizo un gesto despreciativo con la

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