del folletin, entretiene el enredo de que unos milaneses piadosos enterraron las reliquias bajo la torre del campanario de la iglesia de San Giorgio al Palazzo para preservarlas del afan de rapina del prelado aleman. Pero debia de ser persona terca aquel prelado, de nombre Rainald von Dassel, arzobispo y canciller del emperador, pues, a pesar de la estratagema, encontro los restos codiciados y con ellos en las alforjas regreso a su patria.
Este entramado mitad legendario y mitad historico consiente otros detalles dignos de resena: se supone que cada rey mantenia en el craneo su corona, se supone tambien que los tres sarcofagos estaban aureolados por una especie de oro volatil, como aviso de que no debian ser separados jamas; una vieja cronica llega incluso a asegurar que un anciano abad cisterciense de Castilla oyo ante la tumba de los tres magos el relincho nervioso de unos caballos y el sonido de una flauta. (??) Y asi podriamos estar hasta el fin de los dias del mundo, porque no existe cosa mas extensible que una leyenda, hermana al fin y al cabo del rumor.
«?Cuento entonces contigo?», me apremio Sam. A pesar de todas mis dudas, le conteste que si, reconozco que cegado por la cifra, aunque no le oculte mis reservas ante el exito de la operacion ni la posibilidad de ejercer mi derecho a retracto. Pero Sam, ya digo, estaba muy optimista aquel dia y quedo en llamarme para concretar detalles. «Solo te impongo una condicion, cuate: tienes que trabajar con quien yo te diga.» Le replique que mis colaboradores los escogeria yo, que es lo tradicional y lo sensato. «Lo hablaremos, ?va?» Me extendio un cheque en concepto de anticipo, me anoto el numero de su telefono movil y nos despedimos con otro abrazo de empatia.
En la puerta del Riche me esperaba Abdalah, que discutia no se por que ni sobre que con dos paisanos suyos. Le dije que se tomara el resto del dia libre, por ver si de ese modo se le aplacaba un poco la acedia, que va a costarle la salud, y me fui a callejear por el zoco, donde tuvieron lugar los curiosos incidentes que paso a relatar.
Hay historias que no deben contarse (en principio porque nadie va a creerlas), pero siempre habra quien las cuente, ya que esas historias son como grandes pajaros que revolotean sobre nuestra imaginacion (dominio de lo incorporeo y lo imposible) y sobre nuestra conciencia (dominio de lo indeciso y lo secreto), y llega el dia en que esas enormes aves hechas de palabras proyectan su sombra solemne sobre el mundo, y sus siluetas corrompen la claridad del cielo: el dueno de la historia la propaga. Y el que la ha escuchado se ve impelido a propagarla. Y se crea una cadena de propagacion estremecedora. Y la historia que no debia ser contada pasa a formar parte de la historia de todos. Y es ya un secreto a voces.
(Dicho sea lo anterior a modo de prologo, porque voy a contarles una historia un poco dificil de creer.)
Tras despedirme de Sam Benitez, segun iba diciendoles, me fui a dar una vuelta por el zoco, que en El Cairo constituye una ciudad dentro de la ciudad, ya que esa es la estructura esencial de la megalopolis egipcia: un derrumbadero de ciudades.
Merodeaba yo por aquel laberinto de mercadurias, despreocupado y ocioso, cuando se me acerco Alif, el pedigueno tullido que alimenta el ensueno de haber sido en su juventud un soldado sin miedo y un amante sin corazon, aparte de marinero en Corcega y capataz de una explotacion de bauxita en la Guinea francesa. Mi padre era benefactor de este Alif, que desde hace decadas, aparte de ejercer de trujiman y de comisionista de tenderos, se dedica a vender por el zoco leyendas orales, algunas tomadas en prestamo del repertorio tradicional y otras inventadas por el, inspiradas por lo general en historias veridicas, segun le marque el dia a dia del barrio: robos, intrigas de alcoba o sucesos inexplicables. Entretenian mucho a mi padre los relatos de Alif, con su mixtura de paranormalidad y costumbrismo, y a veces incluso anotaba su argumento, sin duda como reverberacion de sus aficiones literarias, abandonadas tiempo atras por la voragine cotidiana de los negocios.
«Te vendo la mas grandiosa y oscura de las historias por cien libras», me susurro Alif al oido en un frances aterrador, legado -supongo- de su etapa guineana, pues a casi todo el mundo susurra el ofertas de esencia misteriosa para estimular de ese modo el humano afan por conocer las materias incognitas que, en numero infinito, conforman el entramado profundo del universo. «?Cien libras?», y mi sorpresa era sincera, pues por cinco es capaz Alif de contarte las mil y una noches, con sus mananas y tardes. Aquello, por lo insolito, me desperto una vaga intriga, que al instante por suerte dormi.
Me insistio en que fuesemos a una cafeteria a tomar algo, y teatralizo su propuesta abanicandose con una mano y secandose el sudor de la frente con la otra. Como el caso es que yo tambien estaba sediento, y por respeto a la costumbre tenia mi padre de invitarlo, le dije que bien, aunque con el aviso de que reservase su historia para un oyente mas avido de curiosidades, al tiempo que le daba un par de billetes pequenos para abonarle sus servicios narrativos, que yo para nada queria. «Esto es para que estes callado.» Pero Alif sabe manejar los recursos de encantamiento propios de los mercaderes a fuerza de tanto comerciar con materias verbales: «Mira, yo te la cuento y si la historia te gusta, me das las cien libras; si no, quedamos en paz».
Me mantuve en mi negativa, porque no deseaba que nada ni nadie enturbiara la limpieza que lustraba ese dia mi animo, inclinado de suyo a lo sombrio. Pero, contra su costumbre, que consistia en narrar los cuentos de memoria, Alif se saco un papel mecanografiado del bolsillo y empezo a leer en plena calle: «Escucha, amigo Jacob, la historia mas triste de cuantas se recuerdan en Egipto… En el siglo IV de los cristianos, bajaron flotando por el Nilo tres sarcofagos de piedra. Surcaban las aguas con lentitud, alineados, y sobre ellos brillaba un aura de oro que tenia la forma de una nube redonda. Un pescador consiguio agarrar uno de ellos y se quemo las manos, y quedo invalido para siempre de ellas, pues un fuego invisible le dejo a la vista los huesos, y jamas toco ya mas cosa ni mujer. Un pez gigantesco se trago uno de aquellos sarcofagos, y al instante aquel monstruo marino se redujo a ceniza. Unos ninos que nadaban intentaron subirse a ellos, y todos quedaron ciegos para el resto de sus dias en este gran espectaculo de apariencias, dedicados a contar la leyenda magnifica de su desgracia por las calles para obtener limosna…».
No hay cosa que me intranquilice mas en este mundo, se lo confieso a ustedes, que las simetrias del azar. Aparte de intranquilizarme, desconfio de ellas, porque el azar no suele tener talante geometrico: es un magma, y como tal se comporta, y si se comporta de otro modo es que ya no es azar.
Nos sentamos en la terraza de una cafeteria a la que se empeno en llevarme, aunque a mi, si me viene a mano, me gusta ir -?que le vamos a hacer?- al turistico Fishawi, porque la realidad se observa desde sus veladores como una especie de diorama exotico. Pedi un botellin de agua, y un refresco de uva y un narguile pidio Alif, a cuenta mia.
«?De donde has sacado esa historia, Alif?» Y se puso a hacer visajes que pretendian sugerir que aquello era materia reservada. «?La termino?», me pregunto, y le dije que adelante, porque las historias inconclusas acaban siendo perjudiciales para el sosiego de la imaginacion. «Asi que quien se acerque a esos sarcofagos conocera en toda su plenitud la desventura, y morira entre grandes padecimientos, y ardera durante toda la eternidad en el fuego del reconcomio.»
Doblo el papel y se lo guardo en el bolsillo. «?Eso es todo?» Alif asintio y me reclamo las cien libras. Saque de mi cartera unos cuantos billetes de cincuenta piastras y se los di. Los conto con dedos agiles de avaro. «Dije cien libras. Tu me das miseria. Por una gran historia. Tu padre siempre era un caballero conmigo.» Con dolor de corazon, porque admito que no me gusta regalar el dinero, asi se trate de calderilla, le ofreci a Alif doscientas libras si me decia quien le habia pagado para que me contase aquella historia. «Nadie. Yo vendo historias. Nadie compra a Alif. Alif vende.» Como ustedes saben, no resulta facil bregar con un comerciante egipcio, asi lo sea de historias. «Doscientas libras, Alif.» Pero Alif se levanto, negando con la cabeza, negando con todo el cuerpo, sin querer mirarme. «Doscientas», insisti. Miro en derredor con ojos de intriga y se paso el dedo por el cuello como si el dedo fuese una daga. «Ni por todo el oro de la tumba de un faraon», y volvio a simular que se rebanaba el cuello. «Trescientas», le oferte, lo que para Alif era ya una pequena fortuna y para mi un tonto despilfarro, pero apuro su vaso de refresco, dio un par de caladas al narguile y se fue a la carrera como quien huye del presidente de la tentacion, dando cojetadas habilidosas entre el gentio, hasta confundirse y borrarse en aquel hormiguero.
Pense que el universo debia de estar boca abajo para que Alif renunciara a un fajo de billetes, al ser el codicioso por condicion y por necesidad. Y en barajar hipotesis en torno a aquel fenomeno casi parapsicologico emplee un buen rato, aunque sin resultados dignos de mencion.
Note entonces que uno de los camareros me observaba mas de lo preciso, circunstancia que tal vez no sea relevante en una ciudad en la que resulta habitual la impertinencia, tanto por parte de los nativos como de los turistas, ya que unos y otros se analizan mutuamente con estupor antropologico. Pero el camarero aquel me analizaba con demasiada insistencia, pendiente del mas insignificante de mis gestos. Descartado, por ilogico, el movil sexual, solo me quedaba la opcion de aferrarme a mis aprensiones paranoicas, que fue lo que hice.