A pesar de esos malos indicios, y en contra de lo que ustedes pudieran suponer, Sam Benitez juega siempre en serio. Quiero decir que, en esta profesion nuestra, tan dificil y delicada, tiene el su prestigio bien ganado, porque no es uno de los tantos administradores de humo que se meten en esto con la codicia ciega y urgente de los buscadores de tesoros faciles y que acaban en la carcel, en la tumba o huidos del mundo, o al menos con un par de dientes rotos. No. Y por eso estaba yo en El Cairo: Sam sera lo que sea, un botarate mareado por los misticismos agrestes de los chamanes, un iluminado que se empena en ver a Dios a traves de un prisma, de acuerdo; pero en las cosas de trabajo siempre ha sido de fiar: si Sam Benitez te dice que un sargento de la policia de Varsovia tiene a la venta una oreja de la madre de Poncio Pilatos -por poner un ejemplo improbable-, no te lo tomes a broma, y da por hecho que se trata de un negocio serio -al menos en la medida en que puede ser serio un negocio relacionado con una oreja de la madre de Poncio Pilatos, claro esta, pero eso es ya otro asunto.

«Sam es como un gato. Te aranara si juegas con el, pero si quieres cazar un raton, tienes que contar con el gato, porque los gatos estan para eso: para cazar ratones, no para jugar contigo», solia decir mi padre, que transmitio al mexicano sus conocimientos empiricos y genericos de la profesion, aunque luego Sam se encargo de ajustarlos a su caracter, no siempre idoneo para determinadas cosas.

Al fin llego Sam Benitez y me dio su prometido abrazo de empatia, no muy diferente de cualquier otro tipo de abrazo humano o animal. «Perdona, compadre, ya sabes…» Sam sudaba como tres o cuatro personas a la vez. «Mira esto», y me puso delante una carpeta. La abri: una docena de dibujos que tenian toda la pinta de ser de William Blake, con sus figuras acartonadas, como de gimnasio celestial, y su escenografia delirante. «?Son autenticos?», le pregunte. Sam me reto a que lo adivinara. Pero las valoraciones oculares no pasan de ser un juego de azar: si algo te parece bueno a primera vista, es muy probable que te equivoques, aunque si algo te resulta falso nada mas verlo, es casi seguro que aciertas… aunque tambien puedes equivocarte, ya que ni siquiera los grandes artistas estan siempre a la altura de si mismos, del mismo modo que muchos falsificadores acaban estando por encima del artista falsificado.

Aquellos dibujos, asi al pronto, me parecieron autenticos. «Parecen autenticos, Sam, pero algo me dice que son falsos.» Sam se rio. «Has acertado por partida doble, cuate. Son mas falsos que mi muela superior izquierda. Pero el caso es que parecen tan autenticos como mi muela superior derecha.»

Segun me conto, habia conocido a un tipo, hijo de unos orfebres de Alejandria, que era un falsificador excelente, aunque maniatico, ya que solo se dedicaba a temas religiosos catolicos, por no ofender a Ala con su impostura. «Tiene carpetas llenas de cosas chingonsisimas, guey, y estamos en tratos.» Yo sabia de sobra que Sam no me habia hecho ir a El Cairo por nada relacionado con aquella menudencia y que el asunto del falsificador alejandrino era solo esa tinta de calamar que sueltan todos los embaucadores antes de mostrar, en todo su esplendor, una ballena hinchable, por decirlo de algun modo. «Es un chingon muy practico, porque no ha caido en la tentacion de tocar a los grandiosos. Y podria, porque ademas sabe envejecer los soportes, los grafitos y los pigmentos, guey, y a veces incluso trabaja con materiales de epoca. Es un gallo muy listo y se cine a los mediocres. Pendejitos como Blake o Max Beckmann. Pura viruta.» Y sudaba como si fluyese dentro de el un afluente del Nilo. «Incluso vendiendolos como falsos dejarian la chinga de lana.» Y en aquellos preliminares ociosos empleamos un buen rato, hasta que Sam Benitez -nada por aqui, nada por alla- se decidio a sacar de una vez de su chistera el mensaje sorpresa, como enseguida habra de verse.

«Mira, cuate, lo que tengo que proponerte es un asunto muy cabron pero bien pinche rentable.» Le dije lo que suele decirse en esos casos: que, antes de precisarme en que consistia, asi como su grado de dificultad, me diese una cifra. Y me la dio. Y era una cifra importante. «Me parece bien. ?De que se trata?» Sam me puso delante una fotografia. «De esto.»

Se trataba, en fin, de robar de la catedral de Colonia el contenido de ese relicario que la supersticion catolica da por hecho que custodia los restos de los tres Reyes Magos. «?El relicario tambien?» Pero por fortuna no: solo las reliquias, circunstancia que, dentro de lo que cabe, aliviaba la operacion, pues calcule que aquel complicado delirio de oro y pedreria debia de pesar mas que media docena de cadaveres de reyes.

«Me han encargado el trabajo, cuate, pero ahorita no puedo y pense en ti.» A pesar del aliciente de la cifra, mi animo se achico de repente, porque se me vino encima mi edad, con todo su fardo de irresolucion y de pereza. «Tia Corina y yo no estamos ya para eso. Ademas, no lo veo claro. Es como si me pides que ponga derecha la torre de Pisa.» Pero Sam estaba optimista con respecto al optimismo: «No te creas. El sistema de seguridad es solido, guey, pero solo a niveles eclesiasticos, ?me entiendes? No es mas dificil que atracar una joyeria de barriada», lo que entraba en contradiccion con la dificultad que me habia anunciado apenas un minuto antes, pero achacarle a Sam sus contradicciones viene a ser como afearle a un cangrejo sus andares. Me explico que la plancha frontal del relicario, de forma trapezoidal, se abria de un modo muy simple: bastaba con girar la corona de la estatuilla del rey que preside el lateral inferior derecho, segun me senalo en la foto. «Se abre, se meten las reliquias en una bolsa y se sale de alli tranquilamente, admirando las vidrieras y los demas esplendores, que son la santisima rehostia.» Le pregunte que nivel exacto de proteccion tenia el relicario. Se quedo meditando. Meditando un embuste, como es logico, porque ese es el gran defecto de Sam: moverse por la realidad como quien se mueve por un cuento de hadas en el papel de duende travieso que vive bajo una seta alucinogena. «Escaso, guey.» No pude evitar hacerle una pregunta cuya respuesta yo intuia de sobra: «?Has estado alguna vez alli?». Me miro sorprendido. «?Y eso que mas da, pinche guey? ?Has estado tu alguna vez en Sri Jayewardenepura?»

En Sri Jayewardenepura no, pero estuve en Colonia a principios de los ochenta del siglo pasado, aunque no visite la catedral, porque las catedrales no me llaman demasiado la atencion. De todas formas, no tenia yo una panoramica tan sencilla del asunto como la tenia Sam: si las catedrales pudiesen saquearse como puede saquearse un huerto de membrillos, los altos jerarcas eclesiasticos tendrian que vender los inmuebles sagrados para aparcamientos o para discotecas, pues no quedaria santo alguno ni retablo ni custodia ni silla de coro en cuestion de semanas, y adios al decorado intimidatorio de Dios en la Tierra, y vuelta al paganismo. «Hazme caso, compadre. Sera como patinar artisticamente en la nieve.» Patinar, si. En la nieve. En el caso de que haya nieve y de que uno sepa patinar, entre otras cuestiones.

Pero me temo que, antes de proseguir, se impone un poco de informacion…

La leyenda que circula en torno a esas reliquias coge vuelo en el siglo XII, y se ha ramificado desde entonces en versiones derivativas, ya que el paso del tiempo favorece las mixtificaciones.

Si nos remontamos a los origenes, tenemos que, alla en el siglo IV de nuestra era, santa Elena, esposa repudiada de Constancio Cloro y madre del emperador Constantino, demostro tener aficiones arqueologicas y ademas muy buena suerte, pues desenterro en el Golgota la Vera Cruz, segun se cuenta. Alentada por su devocion y por su ansia de coleccionismo, a aquella santa se le metio entre ceja y ceja que las reliquias de los tres astrologos errantes que siguieron una estrella maga y que llegaron a Belen de Judea para postrarse ante el pequeno Mesias fuesen veneradas en la ciudad a la que dio nombre su hijo: Constantinopla. A pesar de que los restos mortales de los tres magos -o reyes, o astrologos, o lo que fuesen, en fin, si es que algo fueron- se hallaban dispersos por varias regiones de Oriente (una variante legendaria manda a santa Elena nada menos que a la India en busca de los restos de sus majestades), la santa satisfizo al final su deseo de reunirlos y los traslado a Constantinopla, a la iglesia de Santa Sofia, donde fueron depositados en un sarcofago de granito que los cronistas de la epoca califican de fabuloso.

Tiempo despues (no se sabe con exactitud cuanto, porque nos movemos por calendarios incoherentes), visito Constantinopla san Eustorgio, a la sazon obispo de Milan, y el emperador Constantino le regalo los cadaveres -o lo que quedaba de ellos- de los tres monarcas, o lo que fuesen. El obispo compro dos bueyes y un carro, cargo en el aquel fardo ilustre y tomo rumbo a la lejana Milan, guiado, al parecer, por la misma estrella anomala que guio a los tres magos en su peregrinar por los desiertos.

Pero, cuando cruzaba aquel santo las hoscas y escarpadas montanas de los Balcanes, un lobo ataco a uno de los bueyes que tiraban del carro y lo dejo moribundo, porque matar del todo a un buey lleva su tiempo. San Eustorgio se puso hecho una fiera con la fiera: la amonesto, la domeno y, por ultimo, la uncio al yugo vacante del buey malherido, que quedo para los buitres. Con su carro tirado por aquella yunta estrafalaria, entro el santo en Milan, vitoreado por los fieles.

Los milaneses se sentian muy orgullosos de ser poseedores y custodios de aquellas reliquias, hasta que Federico Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germanico y enemigo jurado del sultan Saladino, decidio saquear Milan, reliquias incluidas.

A partir de este punto, la leyenda se bifurca: una version asegura que el arzobispo de Colonia se llevo a su diocesis, sin mas explicaciones ni peripecias, las reliquias de los magos; otra version, mas ajustada a los canones

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