En una mesa contigua a la que ocupaba yo, una turista sonrosada y sonriente, rubia de fantasia cosmetica, de unos cincuenta anos de edad, con aspecto de hacer estupendas tartas de arandano o de cosas similares cuando el prozac conseguia tumbarle los demonios intimos, cayo de pronto al suelo, para divertimento de un par de camareros del negocio, que procuraban incorporarla entre un carrusel macabro de risas de pocos dientes, abanicandola con cartones e incluso con una babucha que uno de ellos cogio del tenderete de un zapatero vecino. Pero resulto que la turista no se habia desmayado, sino que estaba muerta, tragedia sobre la que voy a permitirme alguna que otra conjetura, si son ustedes tan amables.
Para empezar, creo que estaremos de acuerdo en que los turistas no van muriendose de pronto, asi como asi, por las terrazas de los bares del mundo. Aceptemos, no obstante, que el hecho de que una turista se muera de repente en la terraza de una cafeteria de El Cairo entra dentro de lo posible, porque todos estamos cogidos con un hilo a la vida, segun se encargan de recordarnos, por motivos distintos, los sistemas religiosos y las revistas medicas.
Pero centremonos en un detalle: sobre la mesa de la turista malograda habia un botellin de agua identico al mio. ?Una casualidad? Por supuesto. Mucha gente bebe agua, y mas en tierras torridas, y es normal que en una cafeteria de mala muerte tengan una sola marca de agua embotellada. Pero llega un momento en que uno comienza a desconfiar del factor casual de las casualidades y a alimentar pequenas paranoias que no estan renidas con la cordura: Sam Benitez me propone el robo de las presuntas reliquias de los presuntos Reyes Magos; al rato, Alif me cuenta la historia atroz de tres sarcofagos que bajan flotando por el Nilo y se empena en arrastrarme a esa cafeteria, un camarero de esa cafeteria me vigila y una turista cae muerta a mi lado, frente a un botellin de agua identico al mio, con la agravante -y a eso iba- de que el camarero llevo ambos botellines en una misma bandeja: primero me sirvio a mi y luego a la mujer. Cuando me disponia a abrir el botellin, el camarero que me lo habia servido me lo arranco de la mano y puso el otro sobre la mesa, farfullando no sabria decirles yo que -y es probable que el tampoco-. Espie su siguiente movimiento, como era natural, para encontrarle alguna explicacion a aquel proceder extemporaneo y vi que dejaba sobre la mesa de la turista el que durante unos segundos habia sido mi botellin. Creo, insisto, que, ante una secuencia de esa indole, uno tiene derecho a alimentar pequenas paranoias razonables, que tan poco alimento necesitan. Porque en aquel instante yo estaba convencido de que Alif habia sido pagado por alguien para transmitirme una amenaza en forma de fabula. Y tambien estaba dispuesto a sostener ante los mas rigidos tribunales que la turista murio mas envenenada que Socrates, aquel desventurado muneco de ventrilocuo del redicho Platon, segun suele definirlo tia Corina. Y no habia quien me quitase de la cabeza que el botellin de agua envenenada se lo sirvieron a ella por un despiste al que siguio otro despiste, porque estaba destinado a mi. Los acontecimientos que iran observandose a lo largo de esta historia confirmaran en parte -en la parte mas inesperada- tales hipotesis, aunque para eso aun falta tiempo. Por ahora, quedemonos en esa terraza ensombrecida de pronto por la tragedia, donde aun me aguardaba un lance insolito.
La turista llevaba escrita la muerte en los ojos, aunque algunos filantropos se empenaban en reanimarla.
«Esa pobre mujer ya no hara mas tartas de arandano o similares», pense. Y, en ese mismo instante, a pesar del barullo, me percate de que el camarero que habia estado vigilandome retiro a toda prisa el vaso y el botellin de la mesa de la difunta, detalle que me afianzo en la negrura de mis suposiciones.
Los curiosos iban agolpandose ante aquel escenario fortuito, por esa ansia universal de novedades que tienen los transeuntes, siempre dispuestos a detenerse ante cualquier anomalia repentina de la realidad. Al ser muy estrecha la calle, pronto se tapono, y no habia forma humana de escabullirse de aquel conclave caotico, a no ser en una esterilla voladora, de modo que sentado me quede, en contra del dictado de mi instinto, a la espera de que apareciese por alli la policia, o algo parecido a eso, y aclarase la aglomeracion.
Entonces me di cuenta de que un tipo me hacia senas y me mostraba una llave de plata, digna de ser, por su tamano, de un templo o fortaleza. Me encogi de hombros para darle a entender que no entendia nada de lo que pretendia darme a entender, pero el seguia mostrandome la llave, que agitaba como si fuese un hisopo.
El hecho de que te muestren una llave es tentador: una llave siempre abre algo, algo que esta cerrado, algo que esconde algo, algo oculto y secreto, algo que no puede estar abierto sin peligro de ser profanado o robado o desvelado. Porque las llaves nunca son inocentes. Son, mas bien, la punta del rabo del demonio, como si dijeramos. De todas formas, decidi no prestar atencion a aquel sujeto: de sobra estaba ya cumplido el dia.
La policia no tardo en llegar y en disolver la feria que se habia formado en torno a la difunta. Asi que me levante y prosegui mi deambular despreocupado, dispuesto a que ningun nuevo incidente me enervara. Pero el tipo de la llave de plata me siguio, hasta que se decidio a abordarme. Hablaba una jerigonza que mezclaba palabras bereberes, inglesas, italianas y creo que tambien griegas, aunque me quedo claro que su proposito era que lo acompanase, a fin de poder abrir quien sabe que con aquella llave que no paraba de agitar.
Entre los muchos consejos profesionales que me dio mi padre se contaba el de no temer lo desconocido, al ser precisamente en ese ambito donde puede manifestarse un buen negocio. («Es lo que nos ha tocado, hijo mio. No podemos ser cobardes aunque estemos muriendonos de miedo.») Asi que tras aquel desconocido me fui, sorteando nativos y turistas, pues se movia el como una culebra entre la turbamulta, hasta que entramos en un portal, subimos una escalera, pasamos por el taller herrumbroso de un hojalatero, por una portezuela de aquel taller accedimos a una habitacion en la que dos ninos desnudos jugaban con una naranja reblandecida y con una pelota de trapo, bajamos por otra escalera, entramos en un tunel que no tenia mas de un metro de altura y unos cinco o seis de longitud y salimos a un patio en el que habia un burro tordo, dos bicicletas y una fuente de la que manaba un hilillo languido de agua, como si viniera de un manantial moribundo. Entonces mi guia, el de la jerigonza, me senalo una puerta, la gran puerta de taracea que se abria con la llave de plata.
Aquel individuo de habla confusa abrio la puerta y me invito a que pasase, cosa que hice con recelo, en buena parte porque me acorde de lo que se cuenta de Charli Juarez, el perista boliviano: estaba el en Ankara y le ofrecieron varias piezas del tesoro funerario del rey Mausolo, cuya sepultura merecio figurar entre las siete maravillas del mundo. Aunque me averguence reconocerlo, la verdad es que nadie puede resistirse a una oferta de esa envergadura, siquiera sea para desenganarse a los cinco minutos, porque la experiencia nos avisa de que, en esos casos de expectativa grandiosa, todo se inclina al fraude. Y Charli no se resistio, porque el fundamento de su trabajo consistia en no resistirse. («?Mausolo?», te preguntas. «Imposible», te respondes. Pero vas.) Al parecer, a Charli lo subieron a un coche, lo llevaron a un sotano y alli le mostraron varios abalorios identicos a los que podian comprarse al peso en cualquier joyeria turca de medio pelo, aunque estaban patinados aquellos con betun, con ceniza y con adobe, aparte de aranados y abollados, para darles asi prestigio de antigualla ante ojos inexpertos, que no era el caso ni por asomo. Charli miro toda aquella quincalla con un desprecio tan justificado como imprudente y, segun quiere la leyenda, les pregunto a los tratantes si no tenian tambien a la venta la polla de marfil que se metia Artemisa despues de enviudar de Mausolo, porque la verdad es que Charli Juarez siempre fue muy malhablado, y aquello le perdia, aquellos feos modales suyos de matachin.
Nadie sabe con exactitud que diabluras le hicieron los estafadores ofendidos, pero el caso es que Charli aparecio a la semana de aquello tirado en una calle, mudo y envejecido de repente, con la mirada fija en un punto irreal del horizonte, y asi se quedo para los restos, o al menos asi sigue al dia de hoy, y de aquello hace mas de seis anos.
De todas formas, entre, porque no es buen sistema ponerse siempre en lo peor, y al pronto no vi nada, al estar todo oscuro. Cuando me quise dar cuenta, mi guia se habia esfumado, lo que no logro inquietarme, pues de sobra sabia yo que trataba de un simple peon en el tablero. Una vez que mis ojos se adaptaron a aquella tenebrura, aprecie la silueta aracnida de una lampara de brazos que colgaba del techo. En el ire flotaba ese olor a pie fantasmagorico que adquieren las alfombras polvorientas. Empezaba a sentirme incomodo cuando se abrio al fondo un portillo: un rectangulo de luz en el que se recortaba una figura que me hacia senas para que me acercara, y asi lo hice.
De pronto me encontre en medio de un palomar. «Te preguntaras por que te he hecho venir hasta aqui de esta manera tan liosa, amigo Jacob, pero todo tiene su explicacion en este mundo, incluso lo inexplicable.» Quien me hablaba de ese modo, en un ingles de pocas vocales, era un anciano tapon y mole, de piel tirante y cobriza, que daba de comer a sus palomos con la gestualidad vanagloriosa de un dios que repartiese a capricho el mana sobre la Tierra. «Tu no te acuerdas de mi, pero fui amigo de tu padre, y con el te vi varias veces cuando eras un muchacho. Mi nombre es Abdel Bari», y siguio dando de comer a los palomos, que se le posaban en los hombros y en la cabeza como si el orondo Abdel Bari fuese la estatua oronda de si mismo. Zureaban aquellos pajaros, arrastrando la cola, hinchando el buche, galantes y apestosos. «Las palomas son los piojos de los angeles», y le dije que muy bien.