– Si y no. Alli falta mucha gente.
– O sobra, segun se mire.
– Toda la gente es poca.
– Depende de para que.
– ?Contais ya en el circulo con Balan, rey de los infiernos que…?
– …tiene tres cabezas…
– …una de toro, la segunda de hombre…
– …y la tercera de carnero.
– Y cola de serpiente.
– Pronto estara entre nosotros.
– Bien. Creo que tienes que darme una informacion, Bechard.
– Ya te la dare Jacob. Tu ansia de conocimiento puede esperar un poco.
– Un viaje en balde, ?no? Bien, muchachos. Que paseis buena noche, dentro de lo posible.
– ?No te apetece quedarte? -me pregunto Belial, abriendo y cerrando las piernas.
– Si, me apetece muchisimo, pero me voy.
– Belial la chupa por treinta libras y cuando termina te dice que te quiere -me informo el negro.
– Me parece barato. Pero ya he gastado demasiado dinero esta noche -y me encamine a la puerta.
– Vuelve pronto.
11
Sentirse estafado es un sentimiento bastante incomodo, pero puede sobrellevarse si has aprendido a mantener a raya tu sentido de la dignidad, esa dignidad que tiende a ofenderse a la minima, al entrar en la categoria de los sentimientos egolatricos. No era la primera vez que me veia en una situacion como aquella, ridiculizado y con la cartera saqueada, y esa veterania me ayudaba a tomarme con calma el asunto, a pesar de que la dignidad herida es siempre un sentimiento que se estrena.
De todas formas, y en contra quiza de lo dicho anteriormente, lo tenia muy claro: llamaria a Sam Benitez y le diria que se metiese el sarcofago por el culo, si me permiten ustedes la expresion, que fue la unica que se me ocurrio formular en aquel instante, que no era el idoneo para formulaciones mas serenas.
Entre cosa y cosa, eran mas de las dos de la madrugada cuando sali del templete lugubre de Bechard. A esas horas, Electric Avenue puede ser un mal sitio para un paseante casi sesenton y solitario de raza blanca, y mas si el paseante en cuestion lleva una corbata de seda y un reloj Bulova de 1952: algo asi como un conejito con una lazada y un cascabel al cuello en mitad de la sabana de Tanzania a la hora del almuerzo.
Debo confesarles, con una verguenza solo relativa, que me dan miedo las calles desiertas, sea la hora que sea, y no hace falta que este deambulando por esas calles: si me asomo a una ventana y el panorama consiste en una calle desierta, tambien siento miedo. No es que me ponga a temblar ni nada parecido: se trata solo de un presentimiento de adversidad, de una inquietud de cuchillas en el estomago. Un miedo sin porque, caracteristicamente infantil, aunque complicado por las peculiaridades del prisma adulto. No creo que ese miedo mio este determinado por el hecho de que me hayan atracado siete veces, porque es un miedo que viene de mucho antes del primer atraco (que tuvo lugar, por cierto, en la estacion de Campanha, en 1986, cuando iba yo de camino a Oporto para reunirme alli con Mario Figueroa, el falsificador numismatico que murio poco mas tarde, se murmuro que envenenado por su esposa Marie Sprengler, celosa y nibelunga). Ademas, un atraco es un riesgo concreto y mi miedo es una conjetura abstracta. La respuesta es posible que este en manos del psicoanalisis, aunque no tengo intencion de hacerle jamas la pregunta, de modo que la explicacion de ese miedo mio levitara para siempre en los limbos de lo enigmatico, que es un lugar bastante confortable para un miedo.
Llegue sin incidentes a Brixton Road, donde el peligro, al fin y al cabo, seguia siendo el mismo (el camarada etnico que se te acerca y te susurra: «Eh, tu, viejo, dame tu puto reloj, tu puto anillo y tu puta carterita de piel de bufalo como tributo al multiculturalismo de la zona, porque yo soy una victima sociologica de tus putos tatarabuelos y voy a rajarte tu puta barriga si me enfado», o algo igual de sincero, aparte de discutible en situaciones normales), y alli me aposte a la espera de un taxi, esos mirlos blancos de la madrugada.
«Hey», resono en el silencio, y di un respingo: conejito a punto de morir.
Pero, bueno, hay veces en que nuestro angel de la guarda se presenta bajo el disfraz mas imprevisto, asi sea el de demonio urbano: el Penumbra.
«?En que hotel estas?» Se lo dije. «Me pilla de camino. Vamos por mi coche.» Asi que, despues de andar un trecho y de bajar a un aparcamiento subterraneo que olia a sentina de un dragon con entranas de gas y fuego (o tal vez a algo peor aun: a sentina de un dragon con entranas de gas y fuego y con cistitis), ya estaba yo de copiloto en un Aston Martin que parecia una fantasia aerodinamica de hematita negra pulida y que tenia ese olor a traje recien salido de la lavanderia propio de los coches flamantes. «Buen juguete», comente. «Los hay mejores.»
«?Adonde me llevas?», le pregunte al cabo de un rato, porque no me resultaba logica la ruta que habia tomado si lo que pretendia era acercarme al hotel. «A mi casa.» Me quede un poco aturdido: en mi secuencia de evidencias basicas y de suposiciones elementales, la casa del Penumbra era aquel zaquizami goetico de Electric Avenue. Pero esta visto y comprobado que el mundo de las apariencias es un mundo de ilusionismo. «?No es un poco tarde ya?» Porque andaba yo en pugna con el sueno, al que el anacoreta Polidosio el Eleata atribuyo la cualidad de proporcionarnos una amnesia moral transitoria, hasta que llego Freud el Vienes y nos nego la posibilidad de esa tregua. «Depende de para que.» Y me deje arrastrar, en parte porque comprendi que no tenia otra opcion.
El Penumbra paro de repente el coche y saco de la guantera un panuelo de textura vaporosa: «Lo siento, Jacob, pero me vas a permitir que… Sera solo un momento». Y me vendo los ojos.
Lo del vendaje se trataba de un metodo un tanto teatral, aunque prudente, al menos con arreglo a ese precepto que solemos seguir los de la profesion de no desvelar nuestro domicilio. Me hice cargo de su cautela y me deje hacer. A fin de cuentas, no era la primera vez que me vendaban los ojos, circunstancia que no siempre ha tenido lugar con mi consentimiento.
Al cabo de unos cinco minutos, entramos en otro aparcamiento subterraneo que olia un poco mejor que el primero. «Ya puedes quitartelo.» Y subimos en ascensor al que se suponia que era el verdadero hogar del Penumbra, cuya descripcion no se hara esperar ni un instante.
Un cuadro de Rothko en tono cinabrio. Un par de sillas Prouve. Un mueble cajonero de Alexandre Noli. Un par de acuarelas de tema mitologico de sir William Russell Flint, relamidas pero muy bien enmarcadas. Un pequeno lienzo de Leger. Una fantasia antropomorfica en marmol de Bruno Giorgi. Un lienzo de gran formato de Kiefer, con la perspectiva de una columnata tetrica. Una mampara japonesa del periodo Qing Long, segun mis calculos. Un armario Ming lacado en negro. Una fotografia de Mario Cravo… Y grandes ventanales. Y tarima de bambu. Y paredes pintadas de un blanco roto, contrastadas con algunas en azul de Prusia. Y estanterias con primeras ediciones de los autores mas selectos de Gran Bretana y de Francia. Y un orden etereo.
El antipoda, en suma, del tinglado de Electric Avenue.
«?Esta es tu casa?»
Reconozco que estaba desconcertado. El Penumbra era un mero hazmerreir para los de la profesion, un ladronzuelo de tumbas, un botarate fascinado por las tinieblas, el hijo descarriado del alegre Honza Manethova, el chico de los recados de Putman. Y, sin embargo, no conocia yo a ninguno de los nuestros que se moviera por el mundo en un Aston Martin ni que viviese en un apartamento como aquel, empezando por mi mismo.