la lapida no se conserva) la inscripcion siguiente: APOSTOLICUS HERMETICAE SCIENTIAE. Ademas de eso, en la ultima pagina de la primera edicion de
Y en esas divagaciones y entuertos se nos vino encima la noche.
«?Y por que nos ha contado este tipo todas estas pamplinas?», se preguntaran ustedes. Pues porque el azar es muy travieso, y la sombra de todo este laberinto de imposturas se proyectara sobre los sucesos que habran de clausurar este relato.
Nos levantamos muy temprano y nos fuimos a la catedral Insisto: era la operacion mas importante que teniamos entre manos desde la muerte de mi padre y la que mas habiamos descuidado, dejando correr el reloj y limitandonos a recopilar leyendas ociosas sobre los magos nomadas jugando a las erudiciones indolentes en vez de estudiar un plan viable, como hubiera sido nuestra obligacion. Apenas habiamos echado un vistazo al plano del recinto y a la guia turistica de Colonia que teniamos en casa: lo suficiente para desalentarnos aun mas, si he de serles sincero, porque casi nadie llega a una catedral con las manos vacias y sale de alli con un saco lleno de objetos de oro y con una talla romanica bajo el brazo que le queda libre, aunque nuestro botin potencial era mas extravagante y mas liviano: huesos, cenizas. Huesos y cenizas de quien sabe quienes. Pero al cabo lo mismo: una basurilla con rango de tesoro. Un punado de polvo y astillas vigilado como si de verdad fuese un tesoro.
Ante una operacion como aquella, mi padre hubiese desplegado toda su profesionalidad, todo su ingenio, que no era poco, y hubiera logrado implicar a los mejores operarios para asegurarse el laurel. Bien es verdad que la profesion ha cambiado mucho en los ultimos tiempos: los sistemas de seguridad son mas complejos y menos faciles de burlar, los grandes peristas estan mas vigilados que los grandes criminales, las policias de todo el mundo estan mas conectadas que nunca gracias a la red informatica, casi todos los que se incorporan a la profesion prefieren trabajar sin intermediarios, la trama de confidentes es cada dia mas inmensa y efectiva: un monstruo hecho de orejas… Por lo demas, el mas insignificante de los museos provincianos es un recinto casi inexpugnable, debido a esa supersticion moderna que otorga valor a cualquier chatarra prestigiada por el deterioro y a cualquier pintamoneria arropada por conceptos astutos. De todas formas, ya digo, mi padre hubiese salido con bien de una operacion como aquella. Eso seguro. Pero el caso es que mi padre estaba muerto.
Y alli nos encontrabamos nosotros, frente a la catedral sobrecogedora, monumento a la vanidad humana transferido a la vanidad divina.
Lamento confesarles -si no lo he hecho ya- que las catedrales no me gustan. Me impresionan las que son impresionantes, por supuesto, porque para eso estan, pero no me gustan. «?Por que?» Pues por la misma razon por la que no me gustaria irme a la cama con una mujer que midiera nueve metros y que pesara seiscientos kilos: porque la belleza desproporcionada sobrepasa los limites de nuestras facultades emocionales y sensoriales. Puede hechizarnos el funcionamiento de una linterna magica, pero no el del sol. Puede conmovernos mas el trino discontinuo de un pajaro en una manana gelida de invierno que una coral de quinientas voces acordadas. Puede admirarnos la organizacion social de un hormiguero, pero no el organigrama de una multinacional. Puede dolemos mas una muela que una muerte. Y asi. Todo es cuestion de escala: la insignificancia vive alzada en rebeldia contra la grandiosidad. (Un grano en la nariz de Miss Mundo, por ejemplo, vuelve comica su corona: una corona para un grano, un grano convertido en el centro de gravedad de toda la euritmia triunfante de Miss Mundo.)
Pero ahora permitanme, por favor, una de esas apreciaciones sociologicas de brocha gorda que pusieron en boga los viajeros decimononicos y que luego han explotado los viajeros posmodernos, a saber: me da la impresion de que a los propios colonienses no les gusta demasiado su catedral vanidosa, y por eso la tienen asediada por todos los flancos. Parece como si pretendieran sepultarla, no se. Humillar su imponencia. Ponerle biombos: por un lado, la estacion ferroviaria, indiscutiblemente espantosa; por otro, el museo Ludwig, que parece una nave industrial; por otro, el cubo de hormigon del museo Romisch-Germanisches. Cristal, metal y cemento contra la piedra tallada, contra la piedra delirante. La fealdad moderna contra la fealdad historica.
Aun asi, hay que reconocer que la catedral de Colonia tiene un factor descabellado que remueve el animo, no se si para bien o para mal: una mera sensacion contradictoria, de tantas. Te sorprende su grandeza, pero tambien te humilla. Admiras el talento humano para la materializacion de lo inutil, pero tambien te sobrecoge el hecho de pensar que en una mente humana pueda concebirse aquella aberracion. Admiras los vitrales, los porticos, los suelos de mosaico ideados para que nuestros pies se sientan importantes pisando maravillas minuciosas, los retablos y las tuberias del organo que habla con la voz hueca de la gloria ultraterrena, pero, al contemplarlos, no puedes dejar de pensar en el tedio de los artesanos mientras daban forma a todas aquellas diabluras, porque mas parecen diabluras que regalos a Dios: el diablo esta siempre a favor de la voluta, de la espiral, del escorzo y del pan de oro, mientras que Dios es -si algo es- un vacio blanco. (Las cosas, en fin, de las catedrales, ya saben.)
Nos quedamos un rato en silencio ante el relicario de los magos, que parece el joyero bizantino de una giganta. Consideraciones esteticas al margen, los dos llegamos a una conclusion: aquello iba a resultar imposible.
El sarcofago, segun me habia adelantado Sam, estaba protegido con una urna de cristal blindado de unos cinco centimetros de grosor. («Para esto haria falta el ejercito», bromeo tia Corina.) No vimos camaras de seguridad, lo que no quiere decir que no las hubiera. Si apreciamos que en la cubierta de la urna habia un aparato con aspecto de sensor. («O la banda de Al Capone con tanques.»)
Pero estabamos tan desesperados que no podiamos desesperar.
Dimos una vuelta por la nave, mirando con ojos distraidos -porque nuestra atencion iba hacia adentro- aquella parafernalia mistica, aquel divino teatro de variedades: la piedra hecha nervio, el oro convertido en filigrana, la madera tallada para formar bosques de simetrias ondulantes, el cristal tintado para jugar con la luz… (Y aquel fondo musical de organo tetrico, y los monumentos funerarios de los arzobispos fatuos, ansiosos de perpetuidad mundana, y la piedra triste…)
Nos detuvimos ante el retablo que alberga la imagen de la llamada Virgen de las Joyas, diminuta y rubia, tenida por imagen milagrosa para aliviar penas de amores, a la que los fieles mas sugestionables ofrendan piedras preciosas y ornamentos de precio, de los que esta recargada la imagen. «Esa enana vale su peso en oro, y nunca mejor dicho», comento tia Corina, que no estaba de buen humor. «Eso si podria robarse con una pistolita de agua, ?verdad? Seria como entrar en una tienda de juguetes y llevarse la muneca princesa.»
Los curiosos y los fieles merodeaban por el recinto con la admiracion o el sobrecogimiento estampado en los ojos, perpetuando asi el efecto de sugestion pretendido por quienes se empenaron en alzar aquella tramoya a lo largo de mas de seiscientos anos: el circo germanico de Dios.
«Si hubiesemos dedicado un poco de tiempo a preparar esto…», le comente a tia Corina. «Es que ya estamos de mas. Deberiamos retirarnos. Yo por lo menos me jubilo», y les confieso que me sorprendio oirle aquello, aquella claudicacion, que supuse pasajera, ya que debia de haberse contagiado del virus que flota en todas las catedrales, ese virus que hace que la gente se sienta insignificante y fugaz, teselas del mosaico infinito de un universo gobernado a perpetuidad por un mago ciclotimico.
Segun me habia anticipado Sam Benitez, comprobe que el acceso al altar mayor estaba vedado al publico, y ahi cobro sentido lo del pasadizo, que en un principio me sono a noveleria, de modo que nos fuimos hacia el grupo escultorico de la entrada, bajo la torre sur. Enfrente de el habia, en efecto, un arcon en el que podrian caber con holgura media docena de adultos y un par de chiquillos. Vi el guantelete en el cuarteron de la peana. Vi la figura de santa Barbara, sujetando su torre en miniatura. Bien. Solo habia dos obstaculos: una especie de monaguillo sesenton que se paseaba por alli vestido con una tunica roja y con una hucha colgada al cuello, a la espera de donativos, y otro sesenton que les rezaba a los santos munecos, haciendo catalogo de peticiones o de clemencias urgentes, pues con mucha vivacidad movia los labios. Nos sentamos en un banco y simulamos recogimiento, a la espera de que aquellos dos impertinentes cambiasen de rumbo, cosa que hicieron al poco rato y casi a la vez. Retire entonces uno de los lampadarios que hacian de parapeto al grupo escultorico, me agache, coloque la mano sobre el guantelete y lo presione durante varios segundos. Mire a tia Corina, que nego con la cabeza para darme a entender que la torre de santa Barbara seguia inmovil. Presione de nuevo el guantelete y tia Corina volvio a hacer un gesto de negacion. «Sal de ahi, que viene el monaguillo», me susurro cuando yo estaba ya en fase de aporrear el guantelete. Me sente junto a ella, con el pensamiento muy confuso. Una vez que el monaguillo -o lo que fuese- prosiguio su ruta, tia Corina se dirigio al arcon, lo observo y levanto la tapa. «Esta abierto.» Comprobamos que no era la entrada de ningun pasadizo, sino un simple arcon en el que se apilaban algunos fajos