«En determinadas circunstancias, todos podemos convertirnos en un asesino. Y el verdadero asesino no necesita ni siquiera circunstancias, ?comprendes?» Tia Corina me insistio en que no acudiese a aquella cita y me propuso que fueramos a divertirnos un rato a algun casino. «Esto ya huele a peligro serio. A peligro fisico serio, quiero decir», y mucho me temo que no le faltaba fundamento a su aprension, porque el rodar de las desventuras suele acabar de la peor manera posible, hasta el punto de que hay ocasiones en que el hecho de que te rompan media docena de dientes puedes llegar a considerarlo un signo de buena estrella, porque entre que te rompan seis dientes y que te rompan la cabeza en seis mitades no existe mucha diferencia sustancial: apenas un matiz, porque la persona que te rompe unos cuantos dientes no suele sentir mucho respeto por tu cabeza. «Acuerdate de lo que le paso al pobre Pat Levi.» (La anecdota no creo que les interese, pero, por si acaso, ahi va: un dia de los muchos de 1980, Pat Levi, guardaespaldas de celebridades de todo tipo en sus horas laborables y coleccionista de carteles de cine en sus ratos de ocio, estaba cenando en un restaurante de Berlin con unos amigos -entre los que se encontraba mi difunto padre- cuando el camarero le aviso de que tenia una llamada. Hablo por telefono durante apenas tres segundos, volvio a la mesa, se disculpo ante sus amistades y se despidio, alegando que le habia surgido un imprevisto urgente. Nunca mas se supo de el, y todo el mundo dio por hecho que aquel imprevisto urgente que le habia surgido era un viaje a la mismisima gloria eterna, a causa -se dijo- de algunas desavenencias que tuvo con Maxi El Hungaro, un descerebrado con un sentido mercantil asombroso a fuerza de simplismo, que era quien controlaba por aquella epoca el trafico de fugitivos del Berlin oriental y que se destaco por su aficion a ordenar asesinatos a la minima, sin duda porque aquella disposicion caprichosa sobre la vida y la muerte le hacia sentirse como el emperador de los submundos, tendente a bajar con mucha ligereza el dedo pulgar, hasta que una mano anonima se animo a envenenarle el cafe, para alivio de tantos.)
«Tengo que ir.» Tia Corina me pregunto que de donde me sacaba ese sentido tan firme del deber. «No estoy seguro, pero creo que seria peor que no fuese. Solo conseguiria aplazar algo inevitable.» Asi que acerque a tia Corina al hotel, muy en contra de su voluntad, subi a la habitacion, meti en un maletin el dinero que le correspondia al Penumbra y segui en taxi al hotel Dorint, donde tuvo lugar la escena que se relata a continuacion.
Llame a la puerta de la habitacion 317. «Pase. Esta abierta.» En una butaca estaba sentado un hombre de unos cincuenta anos, de ojos azules, vivaces y maliciosos, a la vez que cansinos. Llevaba un traje gris y una corbata vulgar y mal anudada. Comia cacahuetes.
La habitacion, que resulto ser muy chica, de las de tarifa barata, estaba hecha una leonera, con ropa por todas partes y con el mobiliario trastocado. Incluso los botellines, las chocolatinas y los paquetes de frutos secos del minibar estaban desperdigados por la moqueta, como si acabara de celebrarse una fiesta infantil.
?Se acuerdan ustedes de lo que se preguntaba el filosofo Henri Bergson en su ensayo titulado
«Buenas noches, senor Jacob. No le digo que se siente porque me temo que no hay sitio. A menos que no le importe…», y senalo la cama. Pero aquella cama no era un buen sitio para sentarse. No por la cama en si, claro esta, sino porque en ella reposaba el cadaver del Penumbra, con un disparo en el ojo derecho. El nerviosismo me llevo a formular una pregunta idiota: «?Esta muerto?». Se encogio de hombros. «De momento si, pero algun dia resucitara. Ya conoce usted la leyenda… ?Lleva ahi el dinero?», y me hizo un gesto con la mano para que le entregase el maletin. No me veia en una situacion privilegiada para hacer preguntas ni para llevar la contraria, de modo que se lo di. Lo abrio. Lo cerro. Sonrio. Y mantuvimos el coloquio que transcribo:
– ?Usted…?
– Por favor, no me pregunte si lo he matado yo o si lo ha matado Dios Padre. Tampoco me pregunte por que esta muerto. Le sugiero que vea las cosas de este modo tan simple: si esta muerto, es que alguien lo ha matado; si alguien lo ha matado, es que tenia que estar muerto. Todos los asesinados estaban de mas para alguien. No importa demasiado para quien.
– Supongo que todos los asesinados tendrian un punto de vista diferente.
– De eso no le quepa duda, pero la muerte neutraliza cualquier opinion.
– A menos que uno logre convertirse en alma en pena.
– Bien, supongo que, a estas alturas, tendra usted muchas preguntas rondandole por la cabeza como si en vez de preguntas fuesen moscas. Le dare respuesta al menos a una de ellas: Abdel Bari no volvera a molestar a nadie.
– ?Tambien…? -y senale a lo que quedaba del Penumbra.
– Le llego su hora, aunque con un poco de adelanto. Estaba convirtiendose en una molestia para todo el mundo, empezando por mi y terminando por usted. Un arco de incordio demasiado grande. Ademas, estaba muy gordo, asi que le venia bien perder veintiun gramos.
– ?Para quien trabajaba?
– Para mi, por ejemplo.
– ?Usted era el jefe de Abdel Bari?
– Yo no diria tanto. Tenga en cuenta que nadie puede ser del todo el jefe de un idiota. El verdadero jefe de un idiota es siempre su propia idiotez.
– ?Y por que intento envenenarme ese idiota?
– ?Intento envenenarle?
– Dos veces. Fallo, como ve. Pero mato a dos infelices.
– Bueno, infelices hay muchos. Ni un genocidio selectivo acabaria con ellos. Pero, en fin, ahi tiene usted la razon de la muerte de Abdel Bari. Siempre se dio muy buena mano con los venenos, pero acabo queriendo envenenar a medio mundo, y eso ya no podia ser. A veces interesa que alguna gente siga viva, siquiera sea para que nos planche la ropa.
Aun sabiendo que la respuesta seria poco fiable, en el caso de que me diese alguna, le pregunte que quien le habia ordenado a Abdel Bari envenenarme.
– ?No presta atencion a lo que le digo, senor Jacob? El envenenaba ya a su libre albedrio. Le encargabas que le siguiese los pasos a alguien y acababa envenenandolo, y luego se disculpaba como podia, pero el dano estaba hecho, porque aun no se ha inventado la resurreccion organica de los cadaveres. Ni siquiera el doctor Acula lo consiguio en las peliculas de Ed Wood, en las que son posibles tantas cosas.
– ?Le mando usted a Abdel Bari que me siguiera?
– No.
– ?Quien entonces?
– Sam Benitez.
– ?Sam? ?Para que?
– Para que usted desistiera de robar las reliquias.
Aquello me descoloco mas de lo que estaba, porque ya conocen ustedes el grado de empeno que puso Sam en que asumiera la responsabilidad de la operacion, asi como sus llamadas insistentes a cualquier hora del dia y de la noche y desde cualquier rincon del mundo para que me pusiera a la labor cuanto antes.
– El no queria que lo hiciera usted porque sabia que era una trampa.
– No entiendo.
– Es facil de entender: a Sam le encargaron que le encargara a usted esa operacion, pero no queria que usted la llevase a cabo.
– Insistir en que hagas algo no es la mejor manera de hacerte desistir de hacerlo, al menos cuando ya hemos superado la infancia. No estoy aqui por gusto, sino precisamente por la insistencia de Sam.
– Pero solo le insistio cuando se aseguro de que yo estaria detras de todo. Fue Sam quien contrato a Alif el cuentacuentos, quien le envio a su hotel al vendedor del baculo y quien le hizo llegar el baculo a su casa. Tambien apano su encuentro con Abdel Bari, aunque aquello, segun lo que me ha contado usted, no fue una buena idea. Creo, ademas, que tambien le envio algun anonimo.
Le pregunte que por que no me comunico el propio Sam a las claras que no hiciera el trabajo, sin necesidad de valerse de tantos subterfugios.
– No sabria decirle. Supongo que la mision de Sam consistia en contratarle a usted, aunque la conciencia le