dictaba otra cosa, segun parece. Ademas, ya conoce a Sam. Le gustan los laberintos. Si a Sam se le antojase comer huevos duros, tendria que localizar antes el caldero de oro de los duendecillos irlandeses para hervirlos en el, porque un cazo cualquiera no le serviria.
– ?Quien le encargo a Sam que me propusiera el trabajo?
– No lo se. Puede creerme. Tampoco me importa mucho, si le digo la verdad. Y ahora disculpeme la franqueza, pero ?en serio ha creido usted ni siquiera durante un momento que podia robar las reliquias con la ayuda de un jefe de ladronzuelos de barrio y de una drogadicta que tiene la cabeza llena de escoria? Sea sincero. Usted ha venido a esto como quien sube al cadalso.
– Pero tenia que venir.
– Por supuesto. Y por eso he tenido que venir tambien yo.
– ?Le apetece que vayamos a algun otro sitio menos…? -le pregunte, senalando la cama en la que el Penumbra yacia desbaratado y tuerto.
– No, no me apetece, pero le invito a cenar si le apetece a usted.
– Ya he cenado, pero le acompanare si no le importa -le dije para mantener el tono versallesco, como si en vez de estar ante un quinqui asesinado estuviesemos delante de una delicada archiduquesa de peluca empolvada que ensaya un minue en su clavicordio.
Cuando Tarmo Dakauskas se puso de pie, resulto ser mas bajo de lo que habia calculado, aunque, en contrapartida, era mucho mas fornido de lo que a primera vista me parecio. «Vamos alla», y sonrio como pudo. A esas alturas, ya no me preguntaba si su cara era fea o comica; sencillamente, era una cara que no le gustaria tener a nadie, sin mas exegesis.
Antes de salir, hizo la senal de la cruz ante el cuerpo del Penumbra. Lo entendi como una ironia, aunque en la expresion de Tarmo Dakauskas lei mas bien una pesadumbre autentica. En cualquier caso, supuse que en aquella cara las expresiones podian desvirtuarse como consecuencia de las peculiaridades de la cara en si.
Por el camino, me ofrecio una revelacion: «No se si hago bien en decirselo, pero tampoco se si haria bien no diciendoselo…». Y los puntos suspensivos fueron muchos. «En fin, creo que se lo dire: su padre murio envenenado por Abdel Bari.» Un antiguo dolor volvio a su fuente originaria, volvio a manar: asumes una muerte en relacion con una causa concreta; si luego te enteras de que esa causa es falsa, parece como si esa muerte acabase de ocurrir, asi ocurriese en un tiempo remoto. «Le suministro un veneno de efecto retardado, aunque fulminante. Tengo entendido que sufrio, ?verdad?» Cuando varios tropeles de pensamientos y de sentimientos desordenados acuden a la vez a tu cabeza, todo ese magma forma una especie de engendro bicefalo: a) un pensamiento vacio que, a pesar de estar vacio, no deja de ser pensamiento; b) un sentimiento indefinido que compendia todos los malos sentimientos posibles, con todos sus matices posibles.
«Despues de la muerte de Abdel Bari hubo que poner un poco de orden en su casa, porque un idiota puede guardar documentos que impliquen a inocentes. Entre otras muchas imprudencias, aparecio un cuaderno en el que aquel demente se habia entretenido en llevar un registro de todas sus victimas: nombre, nacionalidad, ocupacion, edad aproximada, una breve descripcion fisica, la persona que le encargo el sacrificio -en el caso de que el propio Abdel Bari no la hubiese liquidado por su cuenta- y, finalmente, el combinado venenoso con que la mando al infierno, si me disculpa usted la expresion. Alli estaba la ficha de su padre. Y las de unas cincuenta personas mas. Toda una leyenda toxica nuestro Abdel Bari…» Le pregunte si en la anotacion correspondiente a mi padre aparecia el nombre de la persona que ordeno su envenenamiento. «Si. Pero no va a gustarle oir ese nombre: Sam Benitez.»
Mi capacidad de asombro estaba ya tan sobrepasada, que ni siquiera me asombre.
«Ahi mismo, si le parece. No soy quisquilloso para la comida», y entramos en una hamburgueseria repleta de adolescentes.
Cuando recobre el don del habla, le pregunte a Tarmo Dakauskas por que habia ordenado Sam la muerte de mi padre, que siempre lo tuvo por discipulo predilecto. «No lo se, y tampoco soy capaz de adivinar ningun motivo posible. Cualquier realidad resulta insondable cuando se mira desde fuera, aunque, vista desde dentro, es tan simple como el funcionamiento de un zapato. Pregunteselo a el cuando tenga ocasion.»
Recibi una llamada de tia Corina. «?Como va todo?», y le dije que no se preocupara.
Cuando termino de comerse la hamburguesa (que es una prestidigitacion dificil: algo asi como devorar un bodegon de escuela francesa rococo), Tarmo Dakauskas pidio un cafe y le dio por hablar, como si estuviese respondiendo preguntas que yo no le hacia, pero que flotaban, por supuesto, por mi mente, que a su vez flotaba por si misma.
Segun el, en el relicario de los magos hay restos de personas muy dispares, porque a la candida santa Elena le vendieron un surtido casual de huesos, huesos recogidos de aqui y de alla, aunque, segun parece, el mercader que llevo a cabo la operacion (de nombre Arcadio, segun quiere una leyenda popular turca del siglo XVIII, en el caso de que podamos confiar en las leyendas turcas del siglo XVIII) era un gran supersticioso y un hombre de fe sincera, de modo que, ante la imposibilidad de conseguir los restos de los Reyes Magos, procuro hacerse con restos de santones, de martires anonimos, de profetas callejeros o, en el peor de los casos, de gente humilde adepta a Dios y muerta en la cama. Pero entre aquellos huesos se colaron los craneos de los tres individuos que se encargaron de crucificar a Cristo, tres esclavos medos que fueron secuestrados poco despues por los seguidores mas iracundos del apostol san Pedro y emparedados vivos en un oratorio subterraneo. Cuando, siglos despues, aquel oratorio sufrio un derrumbe, los descendientes de aquellos cristianos primitivos dieron por hecho que los tres esqueletos que aparecieron entre los escombros correspondian a hombres santos, y como tales fueron vendidos al mercader Arcadio, y como reyes de Oriente los vendio el mercader Arcadio a la madre santa del emperador.
Segun Tarmo Dakauskas, los tres craneos coronados que se exhiben en la catedral coloniense cada 6 de enero corresponden a aquellos desventurados que crucificaron a Jesucristo para ejecutar una sentencia de la justicia romana y que fueron ejecutados por una sentencia basada en la justicia poetica, que tambien se las trae. «El fluir de la historia gasta bromas, como ve.»
Metidos ya en conversacion y en trueque de leyendas, le comente la fantasia que me refirio el Penumbra segun la cual en el relicario se conservan los restos de Cain, de Simon el Mago y del pseudo Smerdis. «Imposible. De ese trio no quedo nada. Ni un pelo. Eso puedo asegurarselo.» Y, no sabria precisarles a ustedes por que, Tarmo Dakauskas parecia tener autoridad sobre lo que decia, supongo que por decirlo con mucho aplomo, a pesar del impedimento que representaba su cara para emanar autoridad alguna, y lo curioso es que yo asumia aquella autoridad, porque daba aquel hombre la impresion de moverse a traves de la historia del mundo como un testigo omnisciente. «Lo que el obispo san Eustorgio se llevo a Milan fue el lote recopilado por el mercader Arcadio. Ahora bien, lo que el arzobispo Von Dassel se trajo aqui es ya otra historia. Al lote se incorporaron otras reliquias…» Y me sono de nuevo el telefono.
«Escucha, guey, ?por donde andas?» Y los labios me temblaron.
«Ya tienes ahi al compadre Tarmo, guey. Ya puedes estar tranquilo. Va camino de tu hotel en este instante.» Le dije que estaba con el. «?Que estas con el? ?Donde chingados estas con el?» Se lo dije. «?En una hamburgueseria con el compadre Tarmo? ?Donde esta esa hamburgueseria?» Me levante, fui al mostrador, le pedi a una cajera que me escribiese el nombre de la calle y se lo deletree a Sam, porque no era un nombre facil para extranjeros. «Procura no moverte de ahi, cuate. Ni se te ocurra moverte, ?va?» Conocia de sobra la respuesta, pero de todas formas le hice la pregunta: «?Ordenaste tu matar a mi padre, Sam?». Tardo unos cuatro segundos en darme una respuesta asombrada, lo que en Sam resultaba insolito, al tener el la boca mas rapida de cuantas he conocido, aun habiendo conocido a enfermos tremebundos de oratoria. «?Que carajo te tomaste, pendejo? ?Le echan psilocibina a los refrescos en esa puta hamburgueseria o que?» Y me insistio: «No te muevas de ahi. No pongas un pie en la calle, ?entiendes? Espera acontecimientos, guey. Cuelgo».
Volvi a la mesa. «Era Sam Benitez.» Tarmo Dakauskas parecio contrariado. «Le ha dicho que estamos aqui, ?verdad?
Bien, eso implica un cambio de planes. ?Nos vamos?» Le dije que me habia entrado apetito y que me tomaria con gusto un trozo de tarta de chocolate, por decir algo, aunque no era mentira del todo, porque mis niveles de glucemia debian de estar bajo minimos. «Ya esta usted un poco mayor para tartas», y les confieso que me irrito bastante aquella impertinencia, que tenia una replica facil: «Y usted ya esta un poco mayor para tener esa cara de payaso que pide a gritos que le estrellen una tarta», por ejemplo, aunque me calle. Le sugeri que se fuera el si tenia prisa. «No, no tengo prisa, pero las cosas si. Las cosas siempre tienen prisa. Prisa por ocurrir. Prisa por convertirse en realidad.» Insisti en quedarme. «Salgamos, por favor. Evitemos un escandalo. Seria un mal