– ?Como dices que te llamas? -repite hacia el exterior. Mientras, repentinamente resuelta, introduce uno de los puntiagudos remaches metalicos en la bola pastosa en que se ha convertido la carta, atravesandola con la mitad del cordon y uniendo ambos cabos con un nuevo nudo.
Afuera, Bastian sigue callando su nombre verdadero, hipnotizado por el cambio del tiempo, que parece querer convertirse en el de cuatro anos atras. Casi inverosimiles de puro veloces, rayos de sol atraviesan el gris opaco del cielo tormentoso como espadas en la caja magica de un prestidigitador.
– Me llamo Sebastian. Sebastian Diaz -dice entonces en tono un poco mas audible y resuelto, y por el magico concurso de tan simple matiz siente fluir por su espiritu una fortaleza nueva. Es la primera vez en cuatro anos que ha pronunciado su verdadero nombre. Y de repente comprende, casi conmovido, por que no quiere que la desconocida caida del cielo se aparte de su lado.
En la habitacion, frente al espejo del armario, Clara se cuelga del cuello el improvisado collar de cordon de zapatilla que ha fabricado con sus manos desnudas. La joya mas fea, barata e importante del mundo: un diamante de papel hecho con las palabras de su hijo muerto. La fuente de fe por la que apostarlo todo.
12
Al amanecer, un disparo rasga el silencio interior del caseron.
Estalla en Sebastian Diaz el panico, que no habia comparecido durante las casi cuarenta y ocho horas transcurridas desde el tiroteo en el pueblo. Ha consumido todo ese tiempo hundido en un sofa mirando hacia la puerta, empecinadamente inmovil a lo largo de un dia y una noche y de otro dia y otra noche. Pero el disparo lo pone en marcha, lo conecta, lo activa. Un disparo. Unico. Suficiente. El pistoletazo de salida para una carrera sin fin: la suya.
Sin respuestas, la mente exhausta de Sebastian, que rebosa terrores imaginados, ordena a su tambien rendido cuerpo ponerse en pie de un salto y abandonar la casa. Por instinto aferra la bolsa del dinero como si fuera el unico salvoconducto posible contra males todavia difusos, pero siniestramente presagiados por ese disparo iniciatico.
Cierra de un portazo, sin detenerse a meditar que esta podria ser la ultima vez que tire del pomo metalico de la puerta del caseron donde ha vivido durante anos, y corre hacia el automovil. Su zurda rebusca en el bolsillo las llaves del contacto. El sol matinal le golpea el rostro como la luz a un vampiro y la sangre de la cabeza, tal vez por la carrera, le cae hacia los talones. La realidad se disuelve, y los elementos que la componen se vuelven transparentes, blancuzcos ante sus ojos al borde del desmayo. Comprende que es la repentina conciencia de incertidumbre la que le asalta, la subita verbalizacion, con precisas palabras negras, del hecho principal:
Llevaba las cuarenta y ocho horas de angustia logrando difuminarlo a base de creerse, o de intentarlo, esperanzas que sabia falsas.
Absurdamente, frena en seco la carrera a cinco metros escasos del coche, perdiendo casi el equilibrio por el impulso descontrolado. Echa a correr de nuevo hacia la casa, abre la puerta con la llave, atraviesa el descansillo hasta el salon, coge su chaqueta de lino color crema, y solo cuando tras salir de nuevo tira del pomo para cerrar comprende, aferrado a la bola metalica, lo demencial que resulta su gesto de perder tiempo buscando una chaqueta cuando acaba de verse involucrado en un crimen, en una carniceria, cuando es posible que los mercenarios que custodiaban el botin arrebatado a Humberto esten en ese momento enfilando la penultima curva de la carretera en direccion hacia el caseron, cuando el fantasma que acaba de disparar no se sabe a quien, tal vez a el, podria estar apuntandole de nuevo. Y sin embargo se detiene, toma aire, mira hacia la puerta y permanece asi, callado y grave durante un segundo que desea infinito, porque sabe que cuando inevitablemente transcurra se habra cerrado para siempre la puerta tras la cual tuvieron lugar muchos de los anos de su larga vida gris, monotona y aburrida, pero tambien toda, toda entera, la salvaje felicidad falsa que vivio junto a Vera en ese punado de encuentros salpicados a lo largo de casi tres semanas de relacion, que tal vez siempre estuvieron predestinadas a esta frontera final, el instante en que el desprende los dedos del pomo metalico, el instante en que Sebastian Diaz acaba de perder para siempre el destino legitimo que le correspondia.
Se sienta al volante y, cuando enciende el motor tras acomodar la bolsa a los pies del asiento del copiloto, siente estupefaccion por su abulia de las ultimas cuarenta y ocho horas. ?Como ha coqueteado asi con su suerte? Es raro que nadie, ni la policia ni los hombres de Humberto, hayan subido hasta el caseron.
El coche desemboca en la plaza.