genitales, como si se tratara de comprar caballos de carreras o perros de raza… En Paris, ellos compran sus blancas…

Miguel habia pedido otro Armagnac. A las gentes sin imaginacion, el chisporroteo de las imagenes y las ideas les encandila los ojos.

– La india de mi novela solo tuvo alma cuando Sus Catolicas Majestades graciosamente se la concedieron. Volvio a perderla cuando en el resguardo los doctrineros dominicos la persuadieron de que el mundo de sus abuelos no era suyo, y los dioses que ella adoraba no eran los verdaderos, y los principes a quienes servia no eran poderosos, y la lengua que hablaba era un balbuceo infantil. Los extranjeros que llegamos a Paris, ante el abrupto chauvinismo frances nos sentimos mas o menos indigenas.

– ?Como se te ocurrio todo eso?

– Toda esa parte la voy a tirar al Sena.

– ?No seas barbaro!

– He resuelto que mi novela arranque en el momento de la independencia americana.

– ?Ah!, claro.

– Cuando a comienzos del siglo XIX ya se habia formado una sociedad colonial y frente al senorito espanol recien llegado de Madrid a America hay una realidad nueva: el mestizo y el criollo.

– Pero ?como se te ocurre tirar a la cesta todo el proceso anterior?

– ?Te has puesto a pensar cuanto marmol hizo pedazos Miguel Angel cuando tallaba la estatua de David? Te advierto que David no me gusta porque no corresponde a la idea del adolescente que cantaba y bailaba al pie del altar. Es un acromegalico. El David de Miguel Angel es un Goliat. Pero veras: ha comenzado a correr la noticia de que el general Bolivar viene con un ejercito de venezolanos por los llanos de Apure, a internarse en la Nueva Granada…

– Pero ?cuales son los personajes?

– Un criollo descendiente de encomenderos espanoles, con hijos mestizos de cualquier india del lugar. Otro personaje es un mulato venezolano que conquisto sus galones de capitan montado en pelo, luchando contra los chapetones en los llanos de Apure. Otro viene de una ciudad del Caribe… Otro…

– Me gustaria que papa leyera lo que llevas escrito.

– Desgraciadamente los seis o siete primeros capitulos estan en manuscrito. No tengo maquina de escribir.

– Te voy a dejar la que papa tenia en el departamento, ?no faltaria mas! Es una Olivetti magnifica. El chofer te la llevara al hotel.

– Me interrumpes a cada momento. A comienzos o mediados del siglo XX, tenemos un industrial millonario, orgulloso de su origen espanol, aunque veras… Dentro de ese mundo americano en un doble proceso de integracion y descomposicion, resulta que el industrial es descendiente del mulato venezolano y una mestiza granadina hija natural del procer blanco. Hay en cambio una pobre muchacha que languidece en un pueblo de provincia y procede en linea directa del procer y su mujer legitima. En un capitulo en que trabajaba cuando me enferme, estalla el drama familiar cuando el industrial quiere impedirle a su hijo que se case con aquella nina 'que no es de buena familia'.

Cuando Miguel me dejo en la boca del metro, la noche se desplomaba sobre Paris. En la esquina del 'Figaro' nos abrazamos al calor que despedia una vendedora de castanas. Miguel queria llevarme al coctel que daban en su honor en el Hotel Jorge V, y comer luego con su padre y sus hermanas -la una muy graciosa y la otra francamente negroide- pero me negue a acompanarlo. Me hubiera tentado comer en un restaurante de lujo y deslumbrar al padre de Miguel, un millonario cursi que comenzo su educacion a los cincuenta anos. Podria hacerle la corte a la muchacha bonita, para halagar a la familia; aunque para toda esa gente yo soy un pobre estudiante cuya hermana es una senorita mecanografa.

Metro de Paris (aproximacion al tema): Tuneles asfixiantes, corredores interminables, escaleras de cemento, luz crepuscular, olor tibio y espeso, muchedumbres apresuradas, empleadas viejas y feas, truenos subterraneos, 'portillon automatique' que me da en las narices cuando voy a franquearlo y el tren entra en la estacion con un pavoroso estruendo de hierros retorcidos. Carteles de propaganda comercial: invitacion a realizar viajes que nunca podre hacer y a adquirir cosas que tampoco podre comprar. Muchachas que me miran con ojos maliciosos al traves de una cortina de cabellos dorados por un champu inigualable. A veces he tenido la tentacion de deformarles la boca con un lapiz, y de violar esas banistas que exhiben, en otro cartel, un minusculo bikini. En el vagon de segunda maldigo interiormente la mala suerte que me obliga a no viajar en primera para economizar unos centimos. Apretujado por pasajeros que entran y salen continuamente, atormentado por desapacibles olores que flotan en nubes lentas y calientes, me voy cargando de odio contra todo o contra alguien en particular. Cuando el vagon pasa por la estacion de Saint-Lazare o de Havre-Caumartin -bajo los grandes almacenes de Printemps y Galeries Lafayette- un tropel de compradores de saldos se precipita en los andenes e irrumpe al mismo tiempo una multitud que teoricamente no cabe en el vagon. (Capacidad: 37 pasajeros sentados, 139 de pie.) Viajeros con maletas, senoras con paquetes de compras, excursionistas, un naufrago abrazado al leno de una muchacha entre aquella encrespada muchedumbre, un policia que me mira con curiosidad sugiriendome que soy un extranjero cuyo permiso de residencia caduco hace meses. Un aviso adosado a la pared del vagon me previene de un peligro de muerte cuando pase por la estacion de La Motte-Piquet o la de Filies du Calvaire. Siento rasquinas intempestivas en sitios que no me puedo rascar, malestares pasajeros, necesidad imperiosa de un W. C., deseo de gritar algo escandaloso y obsceno que haga enrojecer a las senoras. Cuando me deslizo trabajosamente entre la multitud, en la estacion terminal de mi viaje, me siento en un banco del anden, me enjugo el sudor de la frente y trato de no pensar en nada…

El metro es una de mis obsesiones parisienses. Escribiria una novela sobre el metro si no tuviera entre manos otro tema mejor.

Me despedi de Miguel y descendi de cuatro en cuatro las escaleras de la estacion Franklin Roosevelt. Las vitrinas del anden presentaban una serie de trajes de invierno para hacer esqui, colecciones de abrigos en pieles suaves y espesas, panoletas de colores que se funden en tonos tenues que acarician la vista. El “portillon automatique' estaba abierto de par en par. Habia poca gente, mejor vestida y menos funebre que como solia verla. Ningun mendigo dormia la borrachera tirado en los bancos del anden. Una senora elegante, con una sombrilla de mango de metal, y un caballero anciano de bigote gris, consultaban el mapa del ferrocarril subterraneo. Dos muchachas conversaban en voz baja. Pense en Chantal y decidi llamarla por telefono o ir a verla cualquiera de estos dias.

El tren no demoro ni tres minutos en llegar, silencioso, reluciente, azul y amarillo, sin la estridencia de ruidos y colores verdes y rojos de otras lineas menos distinguidas que la de Vincennes-Neuilly. Y en mi vagon -habia comprado una tiquetera de primera para cambiar el billete que me habia dado el consul- la concurrencia era distinguida y escasa. Una pareja ya madura y de apariencia respetable. Un senor condecorado con la Legion de Honor. Un oficial del ejercito. Una senora joven con un nino serio y formal que no lloraba, ni se chupaba los dedos, ni se hurgaba las narices, ni me miraba con impertinencia. La contemplacion minuciosa de una muchacha, desde la cabeza de color de hoja en otono hasta los pequenos tacones de las botas de invierno, me produjo una excitacion pasajera. Ceso cuando descendio en Palais-Royal y se alejo por el anden, agil y cimbreante, como una hoja de otono arrastrada por un viento invisible. Cuando me apee en la estacion del Hotel-de-Ville, tuve una imperceptible tristeza. Hubiera querido seguir rodando indefinidamente en aquel vagon silencioso. Las torres de Notre-Dame se recortaban en negro contra un malva rojizo que se cierne sobre Paris en las noches de invierno. Me sente ante una mesa del cafe 'La Boule d'Or'.

– Un Armagnac, un doble Armagnac, por favor.

El aliento del Armagnac reconforta. En cambio hay aromas enervantes como el de la nuca de Chantal cuando ha sudado un poco, y deprimentes como el de los urinarios de las avenidas. De un tiempo a esta parte mi memoria se ha agudizado extraordinariamente. Sin omitir detalle podria seguir paso a paso el recorrido que acabo de hacer entre el Hotel-de-Ville y 'La Boule d'Or' pasando por el puente de Notre-Dame. Podria describir los raros transeuntes que encontre en la calle, y aun recitar de corrido los nombres de las estaciones de metro que se escalonan entre Franklin Roosevelt y la plaza del Hotel-de-Ville.

Al volver la cara descubri en la mesa vecina una negra de unos veinte anos, alta, fuerte, con los senos demasiado opulentos, una cintura delgada y unas caderas de contorno perfecto. No era fea ni bonita: era negra.

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