contra el analfabetismo'. Se trataria de inventar una novela ilustrada a semejanza de las tiras comicas.

Acaba de detenerse un taxi -dejar su descripcion para lectores de paises subdesarrollados donde no haya taxis- salta a la calle una mujer envuelta en plastico de la cabeza a los pies. Es rubia y sus piernas son elasticas, rematadas en capiteles lobulados, duros, altos, insolentes… Es la americanita de ayer.

Si yo fuera rico intentaria en este momento un acercamiento tangencial, o me sentaria tranquilamente a su mesa para decirle (forma dialogada, pues en la vida real la forma relatada solo se emplea para contar algo que en el presente no esta ocurriendo):

– Supongo que usted es americana. Yo soy un periodista hispanoamericano…

– ?Oh! ?Muy interesante!

– Nos podemos tomar un Martini, un whisky, un Ricard. Ricard es lo que tomamos los escritores en Saint- Germain des Pres.

– ?Oh!

Tengo que tomar las cosas con seriedad. Si me distrae de mi novela la primera muchacha que pasa por la calle envuelta en plastico, como un filete de ternera… A las mujeres bonitas les va muy bien el plastico transparente. Es una forma de exhibirse al traves de una vitrina portatil.

A veces me tienta el teatro y he pensado seriamente en hacer una comedia en vez de una novela. El teatro es mas directo y sobrio que el relato y rehuye toda descripcion innecesaria.

Primer cuadro: Rincon de cafe en la plaza de Saint-Germain des Pres. Un camarero viejo entra por el foro, cuya puerta se supone que comunica con el restaurante. Trae en la mano una bandeja con unas copas, una botella de Ricard, una botella de agua Perrier.

La muchacha -y esto ya no es suposicion teatral o fantasmagoria literaria- llamo al camarero, me miro con una mirada azul y jubilosa que ilumino subitamente este dia sucio y gris, senalo con el dedo mi vaso de Ricard y pidio lo mismo para ella.

Si no puedo evitar las descripciones a las cuales fueron tan aficionados nuestros primeros padres los clasicos, ni dispongo de medios audiovisuales para intentar una revolucion tipografica, por lo menos tratare de soslayar el escollo. Partire de la base de que el lector posee la suficiente imaginacion, o la cultura necesaria, para ver las cosas que yo apenas mencionare al poner a andar mis personajes a lo largo de mi novela. El lector transitara por ella como un pasajero en la plataforma de un bus, atento a la conversacion de dos senoras, una insignificante y otra rubia, de ojos azules, posiblemente americana. Esta le cuenta a la otra como llego a Paris en busca de aventuras, pues en Kansas se aburria en una deprimente atmosfera de millones de dolares y discriminacion racial.

Hoy no puedo escribir. Lo que quisiera contar nada tiene que ver con mi novela y este cuaderno no es un diario, sino una plataforma de despegue de mis cohetes interliterarios.

Hoy tampoco puedo escribir. Si me lo propusiera podria inventar pensamientos como uno cualquiera de esos moralistas que se sentaban ante su mesa de trabajo a pensar pensamientos. Pascal era otra cosa. Pascal anotaba ideas para que no se le fueran a olvidar. A lo mejor, mas que un enfermo agobiado por dolores fisicos y preocupaciones metafisicas, el pobre era un desmemoriado como yo…

Lluvias matinales, viento frio del nordeste, sol brillante por la tarde. Acodados al parapeto del Pont-Neuf miramos pasar los 'bateaux-mouches' cargados de turistas.

Estos no han caido en la cuenta de que las orillas del Sena se ven mejor desde los puentes que a bordo de un vapor: amantes pegados entre si por un beso, pescadores pegados al rio por una cana, mendigos pegados al suelo por el cansancio y el sueno.

Hoy volvimos a comer en un bistrot de la calle de Monsieur le Prince. Ni ella habla frances, ni yo hablo ingles.

Tonterias en 'franglais'. Nada…

Todo o nada.

Nada.

Todo y punto final en el Hotel d'Albe, plaza de Saint-Michel, esquina de la calle de la Huchette con la calle de l'Harpe.

CUADERNO No. 2

Me pasaban sombras por los ojos cuando me detuve ante las vitrinas de Hermes, en la calle del Faubourg Saint-Honore. Habia un bello despliegue de carteras de cuero, unas fustas de jinete, unas panoletas de seda con dibujos de caceria o salpicadas de hojas amarillas, sienas y de color marron. A mi no me produce ni frio ni calor contemplar en la vitrina de una tienda de lujo cosas que no puedo comprar. Me encantan las vitrinas de las tiendas de antiguedades, por el placer solitario de contemplar un mueble que quisiera tener en el salon de mi casa si mi casa tuviera un salon o si yo tuviera una casa con un salon digno de albergar ese mueble. Y los biombos de laca, y los relojes, y las tapicerias del Renacimiento con principes que van a la caza y llevan un halcon en la mano, o el rey Asuero que se inclina para escuchar a un mercader. Me intrigan las galerias de pintura siempre desiertas. Un hombre o una mujer meditan en un rincon oscuro. En la vitrina se exhiben dos o tres cuadros que en mi respetuosa ignorancia de la nueva pintura no me atrevo a juzgar. Las vitrinas con ropa de mujer me apasionan. Puedo permanecer media hora delante de ellas rellenando imaginariamente de carne femenina, suave y tibia, los sostenes, las fajas, las medias de seda que se estiran y ondulan como serpientes.

Alguien me cogio del brazo cuando miraba las carteras de Hermes con una mirada vaga y estupida de perro hambriento. Debi palidecer, pues durante unos segundos desfilo ante mis ojos una via lactea de pequenas estrellas luminosas. El portero del Consulado, con una sonrisa tranquila y optimista me dijo:

– Desde hace ocho dias hay una carta para usted en el Consulado. Tambien le llego un Giro del Banco. El Consul ha preguntado varias veces por usted. Necesitamos saber donde esta viviendo ahora.

– Bajo los puentes de Paris…

– Ya lo suponia yo.

– Es el titulo de una cancion muy bonita, pero eso no tiene importancia.

Queria hacer un pequeno ejercicio de disciplina espiritual al aplazar la satisfaccion de una necesidad apremiante por el mero placer de dominarla y dominarme. Me siento un asceta que resiste el dolor lancinante de las coyunturas paralizadas por la inaccion y los mordiscos del hambre producidos por el ayuno. Un asceta que permanece de rodillas, con los brazos en cruz, en una celda helada y tenebrosa de algun convento de benedictinos espanoles. Solo Espana produce ese tipo de conventos y de santos. Descendi a la plaza de la Concordia, la atravese de largo a largo, entre en el Museo de los Impresionistas del pabellon del Jeu de Paume, por puro deseo de seguir violentandome. La carta me quemaba el bolsillo. Mi carnet de estudiante, vencido hace tiempo, todavia me sirve para conseguir una rebaja en el billete de entrada. Permaneci media hora, tal vez tres cuartos de hora, paseando por aquellos salones crepusculares, iluminados por una luz artificial. Los impresionistas habian dejado subitamente de impresionarme. Me detuve un rato ante las Catedrales de Monet que parecen miradas desde un automovil en un dia gris y monotono de invierno, cuando por los cristales, empanados a medias, ruedan en zig- zag las gotas de una lluvia tenaz. El resto de los cuadros me dejo frio y humedo. Me levanto un poco el espiritu la mancha roja del 'Tocador de Pifano', pero me deprimio la vision del grupo de pequenos burgueses que almuerzan en mangas de camisa una tortilla o una docena de huevos duros, tirados en la hierba. Era el estupido siglo XIX banado por el esplendor de una burguesia triunfante que ni siquiera en mangas de camisa lograba parecer

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