– Va a resultar que Dalia tiene razon.

– ?Dalia?

– Anteayer, cuando salimos del Fez, me dijo que tenias cara de farsante.

– ?Por que has querido citarte conmigo esta noche, entonces?

Vacilo un instante antes de responder, y entonces me percate de que ella si estaba procurandose una mentira; quiza no una mentira entera, aunque eso diese lo mismo.

– No se -dijo-. Por curiosidad. Compraste el libro que yo estaba leyendo y lo leiste. Nadie habia hecho antes algo asi por mi. Aunque no significara nada, me halago, porque era un gesto minucioso y sentimental. Luego se me ocurrio que tambien podia ser el gesto de un psicopata, pero no me parecio que fueras un psicopata.

– Gracias. De todos modos, es asombroso que no hayas tomado mas precauciones.

– ?Por que es asombroso? Quiza no sepas lo suficiente de mi. Quiza seas tu el que deberia prevenirse - advirtio, misteriosa.

Al final de la cena, y a cambio de los pocos dolares de la cuenta, uno de los empleados del restaurante dejo sobre nuestra mesa un plato con los consabidos pastelillos de la suerte. Sybil se apodero de los dos y los partio sin contemplaciones. Desenrollo sucesivamente los dos mensajes, los comparo y se deshizo de uno, rompiendolo en muchos trozos. El otro se lo guardo en la chaqueta.

– Esta es tu suerte para esta noche -decreto.

– ?No me dejas verlo?

– Claro que no. Te la estropearias. ?Nos vamos?

Bajamos por Amsterdam Avenue hasta Broadway, y seguimos esta hasta la interseccion con Columbus, a la altura del Lincoln Center. La noche era como la habia previsto. Y aunque Sybil dictara su curso y yo solo pudiera ir tras ella, resultaba desproporcionadamente placentero, como una estratagema impune y triunfal, recorrer junto a la nieta de Dalmau aquellas avenidas iluminadas. Al llegar a la 63 cruzamos hasta el minusculo Dante Park. El Iridium estaba al otro lado, en los bajos de una fachada que hacia esquina con Broadway. Era un establecimiento de decoracion modernista, con dos plantas, una en superficie y otra subterranea. Arriba habia un bar con decenas de aparatos de television en los que podian verse series, noticiarios, y hasta los exasperantes pronosticos meteorologicos del Weather Channel. Abajo era donde tenian lugar las actuaciones.

– ?Te gusta Sarah Vaughan? -pregunto Sybil, segun bajabamos por las escaleras.

– A todo el mundo le gusta Sarah Vaughan.

– A la mujer que actua esta noche se la considera la Sarah Vaughan blanca -me ilustro, ostentando de nuevo una certeza inequivocamente estadounidense.

En la sala del piso inferior habia una tenue luz anaranjada. Sobre las mesas destellaban las llamas de las velas, encerradas en copas de vidrio azul. Los muebles eran costosos y extravagantes, llenos de ojivas asimetricas y lineas curvas. Gracias a la anticipacion de Sybil, teniamos una reserva. De otro modo no habriamos podido acomodarnos en la sala repleta de gente. Nos condujeron a una mesa y nos ofrecieron la carta.

– Yo no necesito mirarla -la rechazo ella-. De comer tomare un baked Alaska y para beber un iced scorpion.

– Lo mismo -la secunde.

El baked Alaska era un monstruoso dulce de helado y merengue, del que solo habria podido dar debida cuenta un comedor infatigable. El iced scorpion hacia justicia a su intimidatorio nombre. Sybil se enfrento a ambos sin pestanear. Mientras paladeaba el merengue, hizo un calculado comentario:

– Debe haber una razon poderosa, para que alguien venga desde Madrid a gastarse su herencia en Manhattan.

– Casi nunca hay razones poderosas -la defraude-. Ademas, no vivo en Manhattan, sino en Brooklyn.

– ?Y no echas de menos tu pais?

– Como todos los expatriados. Lo que no significa que arda en deseos de volver. Puede que a los paises se los quiera mejor desde lejos -observe, acordandome de Dalmau.

– Asi que lo quieres, despues de todo.

– Y como no. Es la sangre espanola la que me impulsa, lo mismo cuando reniego de mis compatriotas que cuando me atrae algo extranjero, como esta ciudad. O como tu.

– ?Es un cumplido?

– Para que fingir, a estas alturas.

– Nueva York esta lleno de extranjeros -aprecio, esquivando mi insinuacion-, y a todos les atrae la ciudad, de una manera o de otra. Pero todos se enorgullecen de los suyos, incluso forman asociaciones y hacen desfiles. Ninguno suele renegar de sus compatriotas.

– Tampoco yo los maldigo siempre.

– ?Y cuando si?

– Cuando los veo aceptar los abusos -improvise, por simplificar-, los que sufren y los que cometen, como si no tuvieran alma. En mi pais ha habido siempre una especie de incertidumbre entre el heroismo y la siesta. Ahora lleva ventaja la siesta.

– Y tu querias ser un heroe -apunto, mordaz.

– Yo era como cualquiera, un cobarde. Pero nunca he dormido siesta.

– Aqui no existe ninguna de esas cosas -observo, friamente-. Esto es America. Adelanta a tu vecino en la autopista y haz mas dinero que el. Asi de simple. Sin heroismo ni siestas. Me temo que este no es el mejor lugar para alguien como tu.

– El hecho es que tampoco intento integrarme aqui -aclare-. Solo miro el paisaje, y es un buen lugar para mirar. Quiza vine nada mas para eso, para mirar desde lejos.

– Puedo creerlo. Se te da bien mirar, Hugo Moncada.

– Y a ti se te da bien decir mi nombre. ?Hablas espanol? -pregunte, en mi idioma.

– Muy poco -contesto, en el suyo-. Lo estudie apenas un par de semestres, cuando estaba en la escuela secundaria.

– ?Y donde leiste acerca del cielo de Madrid?

Sybil adopto una expresion reticente. Tardo un segundo en responder:

– ?Por que tendria que haberlo leido?

– Bueno -balbucee-, si no lo leiste, debio contartelo alguien.

Entonces ella se rio. Fue una risa delgada y breve, como un cristal quebrado. Despues de gastarla, pero todavia divertida, se aclaro la voz y me contemplo con aire maligno. Una vez mas, Sybil gozaba desorientandome.

– Es un secreto -me amonesto-. No me preguntes por mis secretos y yo hare como si creyera que eres solo lo que aparentas, un chiflado que andaba tras de mi porque si, o por esas cosas que dijiste antes. Dejame ser una tonta americana rubia. Es mas agradable que jugar a contarte la verdad, por ahora.

Habria querido formular alguna queja, pero solo se me ocurrieron frases inoportunas o confusas y comprendi que no me quedaba mas alternativa que obedecer. Me quede alli, callado, mientras ella tomaba su iced scorpion con sorbos largos y abstraidos.

Al fin salio al escenario la pianista que actuaba aquella noche, acompanada de sus musicos. Era una mujer fisicamente semejante a Sybil, escueta de cuerpo y con una melena rubia muy clara que se destacaba en la distancia sobre sus ropas, de un luto riguroso. Cuando se puso a tocar, la cabellera partida a ambos lados de la frente se le desordeno rapidamente, hasta ocultar en parte sus rasgos. Como anunciara Sybil, tenia voz de negra, y Sarah Vaughan no era un termino inadecuado de comparacion.

Una tras otra se fueron sucediendo las piezas, en su mayoria titulos celebres de Cole Porter, Charlie Parker o Ellington. La mujer que se parecia a Sybil se entregaba de tal modo a la interpretacion, tanto al piano como al microfono, que al cabo de unas cuantas canciones estaba sudorosa y con las mejillas encendidas. En el instante culminante de la actuacion le toco el turno a There Are Such Things, una vieja cancion de Sarah Vaughan, a quien la interprete debia haberse resignado ya a imitar, en mayor o menor medida. Era una melodia algo cursi, y una letra de vanas esperanzas compuesta para animar a los soldados y a sus novias en tiempos de guerra y separaciones inciertas. A fuerza de dejarse en ella la garganta, no obstante, aquella mujer de aspecto fragil consiguio elevarla hasta alturas impredecibles. Con toda la piel erizada la escuche cantar:

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