– Una mierda su autonomia de gestion -estallo Pertua, aunque sin alzar demasiado la voz, porque el otro no creyera que se forzaba por el, supuse-. Los hemos comprado, senores, y su firma es nuestra y hacen lo que se les mande. ?Que carajo son, aprendices?

A Alfonso nadie debia haberle llamado antes aprendiz. Por cualquier lugar que otro pisara, el siempre habia pisado antes. Hubo de refugiarse en el orgullo:

– Cuando negociamos con ustedes creimos que eran caballeros.

– Que caballeros ni que nino muerto. Somos los duenos, ahora. Y no se en Espana si las cosas van de otra manera, Hugo me lo habria dicho, pero aqui a nuestros empleados no los pagamos por tener otra idea del negocio. Ni siquiera aunque sea mejor, asi que fijese si encima es una pavada.

– Bien. En ese caso, como dijo antes, tenemos un problema -dedujo Alfonso, altivo.

– Pero un problema bien pequeno -pondero Pertua-. Ahora mismo llaman a las mujeres, les dicen que dejen de gastar el dinero de la empresa, lo mismo si se han ido de compras a la avenida Lexington o a ver al MoMA pinturas que no entienden, y las agarran y se las llevan de vuelta a Espana. Manana mismo se planta alli una persona con poderes para hacerse cargo de todo, y ustedes se estan quietecitos si no quieren tener a los abogados mas hijos de puta de su pais persiguiendolos hasta debajo de las bragas de sus madres. ?Clarito?

– Hay un acuerdo -insistio Alfonso, ya apocado.

– Terminaremos de pagar lo que valen, senores. Yo no discuto con alguien a quien puedo comprar. Que tengan un buen dia.

Sali tras el, como Rhoda, mientras Alfonso y los otros tres trataban en vano de comprender por que les pasaba aquello. Cuando estuvimos fuera de la sala, Pertua, de nuevo con su suavidad habitual, concluyo:

– Venir aqui a contar cuentecitos. Esta vaina va de verdad, joder.

4.

Acaso un espejismo

Aunque yo lo habia esperado y Pertua lo habia estado preparando, minucioso y sin alterar nunca el orden de los sucesos, cuando al fin vino parecio venir de pronto, como si algo se hubiera adelantado sobre lo que estaba previsto. Una tarde, despues del almuerzo, no era todavia noviembre, aunque casi, Pertua se presento en mi despacho, abrigado para salir, y solo dijo, sabia que yo entenderia:

– Ponte lo que hayas traido para el frio. El viejo quiere verte.

Le llamo asi, el viejo, y aun no habiendole oido nunca llamarle de esa forma, deduje que quien queria verme no podia ser otro que Dalmau, a quien Pertua, no habia que enganarse por el apodo, respetaba por encima de cualquier otro ser en el mundo.

Baje con el a la Quinta Avenida, donde paramos un taxi. Pertua disponia de un coche privado y un chofer, de los que prescindia a menudo. Sostenia que la unica forma de necesitar precauciones en Nueva York era llamar indebidamente la atencion.

– A Canal Street con Bowery -indico al taxista.

No pase por alto el emplazamiento. Era un lugar cuando menos pintoresco, entre Chinatown y el borde del Lower East Side.

– He mantenido al viejo informado de tu comportamiento -revelo Pertua, superfluamente-. Le ha gustado, incluso mas, has despertado su curiosidad.

– ?Por que?

– Quien sabe. Las curiosidades del viejo son insondables. El te contara, si quiere.

Durante el resto del trayecto fuimos en silencio. Pertua no pronunciaba mas palabras de las precisas, y se veia que en su opinion aquella no era ocasion para pronunciar muchas. Yo, aunque habia contado secretamente con ello desde hacia semanas, no daba credito a lo que estaba viviendo. De algun modo, habia superado las pruebas a que Dalmau me habia sometido.

Pertua guio al taxista hasta un inmueble bastante viejo y descuidado, en la acera norte de Canal Street, frente a los bazares de los chinos que al otro lado de la calle vendian camisetas y relojes falsificados a los turistas. Bajamos del coche y entramos en una insolita tienda, con aspecto de almacen antiguo. Lo que en ella se despachaba, segun repare al desfilar a toda prisa tras Pertua junto a los estantes en que se mostraba la mercancia, era, simplemente, plastico. Plastico de todos los colores, en piezas de todos los tamanos y de todas las formas posibles: triangulos, circunferencias, esferas, estrellas de tres a infinitas puntas, cuentas de collar, barritas, pletinas, piramides, conos, romboides; incluso habia estatuas de jardin de plastico, de tamano natural. Pertua advirtio mi extraneza.

– Te asombraria lo que factura esta tienda -aseguro-. No es mal negocio.

Al fondo de la tienda habia un hueco a mano izquierda y en el un montacargas, porque solo con gran benignidad podia calificarsele de ascensor, si esa palabra conviene solo a artefactos destinados a las personas. Junto al montacargas habia un negro fornido, apilando cajas. Miro de reojo a Pertua y siguio con su tarea. Mientras nos introduciamos en el ingenio elevador, Pertua se vio en el deber o en la apetencia de informarme:

– En el almacen que habia aqui antes trabajo durante anos el viejo. Fue poco despues de llegar a Nueva York, alla por los anos veinte. Compro el edificio hace treinta anos y desde entonces apenas ha salido de aqui.

El montacargas se detuvo ante un vestibulo amplio, aunque ajado. Habia dos puertas, a izquierda y derecha. Ante la puerta de la izquierda estaba sentado un hombre de unos cincuenta anos y aspecto apacible. Pertua le saludo y el hombre, tras devolverle el saludo, oprimio un pulsador. Acto seguido fuimos hacia la puerta de la derecha, que se abrio automaticamente. Al otro lado ya nos esperaba una mujer que rebasaba con largueza la setentena, aunque tenia aspecto firme. Saludo con afabilidad a Pertua:

– Buenas tardes, senor Pertua. ?Hace mucho frio?

– El justo, Matilde -estimo Pertua, dandole su abrigo-. Este es el senor Moncada. Vino de Espana, como el jefe.

– Bienvenido, senor Moncada -se apresto Matilde-. Deje que me ocupe de su abrigo.

Entonces comprendi vagamente el sistema de seguridad de Dalmau, del que formaban parte la tienda (a la que solo podia accederse por la fachada delantera, de eso me enteraria despues), el negro que habia junto al montacargas, el hombre sentado en el vestibulo, y quienquiera que accionara el dispositivo que abria la puerta (no habia sido el hombre, salvo que el pulsador fuera de efecto retardado, y tampoco debia ser Matilde, que ya aguardaba con las manos entrelazadas cuando giro la hoja sobre sus goznes). Cuando uno estaba ante Matilde, ya habia sido admitido. En mi deslumbramiento sobrevalore, sin embargo, la importancia que daba Dalmau a todas aquellas barreras mecanicas. La barrera principal, colosal e invisible, era la que habia que saltar para averiguar que habia que ir alli, a aquel polvoriento inmueble de Canal Street, a buscarle.

Matilde nos precedio por unos pasillos larguisimos. A ambos lados pude ir viendo que habia habitaciones de tamano considerable. Dalmau debia ocupar toda una planta del edificio, cuya fachada no era precisamente angosta. El piso, por llamarlo de alguna forma, era bastante oscuro, y aunque pisabamos alfombras que debian haber costado mucho dinero, no estaba decorado con ningun lujo. Al fin Matilde se paro ante una puerta corrediza de doble hoja. Golpeo dos veces, la abrio lo justo para pasar ella y desaparecio en el interior. Medio minuto despues, lapso durante el que Pertua estuvo observando el techo, inmutable, Matilde salio y abrio completamente.

– Pasen, por favor.

Lo que entonces se ofrecio a mis ojos fue un gran despacho con las paredes revestidas de madera noble, aunque algo deteriorada. Los estantes se veian atestados de libros. Las cortinas estaban echadas y toda la iluminacion provenia de unas lamparas de pantalla mugrienta. Detras de una mesa amplia, ante una de las librerias, habia un anciano de craneo pelado, ataviado con un sencillo traje gris, camisa blanca, y una corbata negra atada al cuello con un nudo muy grueso, o el cuello era demasiado delgado. Estaba erguido, y aunque no se levanto, su voz no temblo en absoluto cuando pidio:

– Venid aqui, Pertua.

Su castellano era como el mio, sin la musica, aunque la mantuviera normalmente sofocada, del de Pertua.

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