cerrado y olores que ya no pueden olerse. Y te lo cuento todo a ti, que vienes de alli, en tentativa de Dios sabe que criminal y loca infraccion contra las leyes inapelables del tiempo. Pero has de prometerme algo, Hugo: no te quedaras aqui a purgar ningun pecado, ni los tuyos ni los de otros. Sirvete de mis errores y no te sometas a esa penitencia inutil. Vuelve alli, aunque decidas vivir aqui, si lo decides. Vuelve siempre que quieras y sobre todo no te quedes en ninguna parte, sirviendole de pasto a la nostalgia.

Dalmau estaba cansado, pero ponia toda el alma en su suplica.

– ?Por que no volvio usted? -pregunte.

– Tampoco eso voy a contartelo hoy. Tienes que prometerme lo que te he pedido. Es importante para mi.

– Lo prometo. No me cuesta trabajo -dije-. En realidad nunca habia descartado volver.

– Mejor asi. Y otra cosa.

– Que.

– Lleva a Sybil. Id a pasear por el Retiro, ensenale una de esas mananas de mayo, cuando llueva y se abra de pronto y el cielo se haya quedado limpio.

– Lo hare, si ella quiere.

– Querra.

Dalmau no podia mas, y me hice cargo. Sugeri que era hora de irme. El asintio, en silencio. Pulso el boton del intercomunicador y Matilde vino en seguida. Traia un vaso de agua y un comprimido. Me despedi de ambos. Afuera me esperaba Charlotte, que me acompano hasta la puerta y me dio el abrigo, con una de sus angelicas sonrisas.

– Good evening, Mr Moncada. Take care.

Fui hacia el montacargas y lo cogi con aquel afectuoso take care todavia enredado en mis oidos. Aquella tarde de noviembre llovia con furia en Canal Street, y segun caminaba hacia el metro pense en una tarde soleada de noviembre en Madrid. Por algun trastorno de la imaginacion vi a Charlotte paseando por un sendero del Retiro. Las hojas secas crujian bajo sus pies y ella las miraba, con su sonrisa de angel. Me avergonzo compartir el gusto melancolico de aquel anciano. Luego, en el metro, sentado entre los pasajeros resignados que siempre viajan en el a esa hora, dejo de pronto de avergonzarme.

6.

Las razones de un hombre

Aquella vez habia todavia menos luz que otras veces. Era mas tarde que de costumbre: ya anochecia cuando habia entrado en la tienda de piezas de plastico, transito forzoso para subir a ver a Dalmau. Hasta entonces, el hablaba, y me preguntaba en ocasiones, pero nunca me habia sometido a un interrogatorio sistematico. Entonces, porque ya habiamos avanzado lo suficiente, cualquiera que fuera el ritmo prefijado del proceso que el gobernaba y al que yo me prestaba, cambio y me pregunto, empezando desde el principio:

– ?Para que viniste a Nueva York, Hugo?

Tarde en responder. Cuando habia tomado el avion en Madrid, no tenia la respuesta. Mas de un ano despues, seguia sin tenerla. Solo habia algo de lo que podia servirme: lo que habia estado haciendo durante el tiempo que llevaba en la ciudad. Por eso dije:

– No se, o al menos no lo se claramente. Creo que vine para tratar de averiguar si todavia podia sentir algo en la vida.

Dalmau me observo con detenimiento. Su observacion me inquietaba como una especie de reproche, acaso por lo altisonante de la frase. Me apresure a corregir, a devaluarla: que si hubiera podido ser cualquier otra ciudad, que si fue porque aqui vivia Raul, que si en realidad solo queria irme lejos. Me aferre a esto ultimo:

– Lo mas lejos posible. Necesitaba mandar al diablo todo lo que me ocupaba, irme a donde fuera diferente de los otros. A donde no tuviera nada, ni futuro ni pasado, fuera de los pocos recuerdos que siempre hay que llevar encima.

Dalmau sopeso mi ultima frase, como si le incumbiera. Le incumbia, y ahondo:

– ?Escapabas de algo, entonces?

De nuevo tuve que ofrecerle argumentos que lo difuminaran: en realidad, escapaba de nada y de todo, ya quisiera haber tenido algo preciso de lo que escapar. Y entonces se me ocurrio hablarle de las senales:

– Hubo, como mucho, algunas senales. Senales, como diria, de hundimiento.

Dalmau sonrio. Me tenia. Sin titubear, exigio:

– Cuentame cuales fueron esas senales.

Ya he contado aqui las senales, al comienzo de todo. Ahora importa apuntar que Dalmau me escucho sin interrumpirme, desde la primera hasta la ultima, y que cuando termine de referirle los suenos que ya se conocen, y en concreto el del paseo con la mujer por un Nueva York imaginario, Dalmau me hablo extasiado del sueno que el habia tenido y de la America que habia imaginado antes de venir, y agrego:

– La herida que todos los emigrados nos esforzamos por ocultar es que a esa America, que es la que habria valido de veras el viaje, no se llega nunca.

– Yo he tenido suerte -sostuve, con osadia-. Puede que nunca llegue a la America que buscaba, si buscaba alguna. Seguramente no llegue, como dice. Pero reconstrui mi sueno, o crei reconstruirlo, que puede valer otro tanto. Fue con Sybil, en Columbus Avenue, la noche de nuestra primera cita.

Dalmau alzo la vista, su vista mermada y un poco vesanica, a veces. Asi, acechando en la oscuridad que habia sobre su cabeza quien sabe que fantasma de su memoria, se humedecio los labios y declaro:

– Me alegro de haberte encontrado. Tu compensaras muchas cosas que crei que no iban a compensarse. Ahora te dire por que vine yo a Nueva York y por que me quede, y el resto de las cosas que no quise contestarte el otro dia.

Dalmau empezo a contarlo, y su narracion me fue envolviendo, en aquella atmosfera entenebrecida y casi sacra de su cubil. No abri la boca hasta que acabo. Era el relato de un hombre y como tal, sin acotaciones ni circunstancias, lo transcribo.

Cuando yo apenas acababa de cumplir los quince anos, mi padre murio. Mi padre era comandante de Infanteria y habia combatido en 1909 en Africa, de donde trajo la Cruz del Merito con distintivo rojo y una enfermedad infecciosa, he olvidado cual, que a la postre daria con el en la tumba. Si ya antes estaba insinuado, a raiz de su desaparicion se confirmo irrevocablemente el designio de que yo me incorporase a la Academia de Infanteria para seguir la carrera militar, como mi padre y su padre y el padre de su padre. De los anos en Toledo, en la Academia, bajo cuya rigida dureza se esfumo de golpe mi juventud, recuerdo una constante sensacion de esfuerzo y violencia interior, que solo encontraba alguna tregua en los paseos que se nos permitia emprender algunas tardes o los fines de semana por la ciudad. Alli eramos por una parte compadecidos por nuestra juventud y nuestra escasez de carnes, y por otra pasto de las turbias ilusiones que concebian las muchachas idiotizadas por el rosario y la misa diaria, lo que quiza no parezca un destino en exceso halagueno, pero envuelve mis sensaciones de la ciudad en un halo de inmovilidad provinciana que por alguna razon no me resulta desagradable. Tambien era posible disfrutar de la trama moruna de las calles, la oscuridad de los templos, o el calculo medieval con que se habian construido las casas, entre las que se favorecia la angostura y la clandestinidad. Otras veces ibamos al puente de San Martin o al de Alcantara para desde alli contemplar el rio, encajado en la herida abierta en la roca. Uno nunca puede olvidar el lugar donde ha cumplido diecisiete anos, aunque fuera sometido a disciplina. Por eso, como habras adivinado ya a estas alturas, se menciona Toledo en mi libro.

Tras obtener mi despacho de oficial, pase un ano en Madrid. Fue quiza el ano mas hermoso de mi vida, aunque lo vivi casi sin darme cuenta, como un interludio un poco obligado, sin sospechar que en su transcurso estaba amontonando muchas de las cosas que despues viviria para anorar. El caso es que pronto pedi ser destinado a Africa, lo que no me resulto dificil, porque ya estaba preparandose otra guerra como la que le habia costado, aunque fuera indirectamente, la vida a mi padre, ha razon por la que me vi atraido alli, a aquel trozo miserable y agreste de Marruecos que el reparto colonial y la perfidia francesa nos habian deparado como una especie de postrer sarcasmo, fue en parte un vago y desatinado proposito de vengar a mi progenitor y en parte un ansia comprensible de conocer aquella tierra extrana que el habia pisado. Antes de morir, mi padre habia tenido

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