embargo, durante aquellos mismos anos en que las perpetraba, fui incapaz de sobreponerme al reproche que me dirigia el recuerdo deshonrado de mi padre, el clamor intolerable de todos aquellos muertos mutilados a los que nunca habia visto y entre los que habrian debido terminar tan jovenes mis dias.

En cambio he llegado a ser muy viejo, este viejo. Cuando observo el transcurso de tan larga e indebida prorroga, con la irresponsabilidad que infunde la vejez, a veces siento la tentacion de envidiar a aquel muchacho en que pude haberme terminado, sin que hubiera existido nunca Nueva York, ni mi familia dispersada por el viento, ni esa ficcion penosa que tan abnegadamente gobierna Pertua. Pero la impresion que tengo en general es muy otra. Despues de todo, doy las gracias. Las gracias por todo, incluso por mis crimenes y por haber vivido encerrado en este edificio durante tres decadas, encima del antiguo almacen del italiano. Hay algo bueno en haber llegado a ser tan viejo: todo se vuelve admisible, incluso lo mas inadmisible de todo. Si yo hubiera acabado en Africa, con veinte anos, habria acabado asustado, doliendome toda la vida, cercenada. Ahora puedo admitir la muerte como una necesidad, como un remedio de este exceso de duracion que ha terminado arrebatandome el dolor de casi todas mis heridas. Cuando a un hombre ya solo le duele el cuerpo, sabe que su tiempo esta cumplido, y es un privilegio poder aceptarlo.

Y lo acepto, sobre todo, porque me ha sido dado conocer la fe. La fe en la belleza fugaz y a la vez eterna de cada dia que puede ser el ultimo. La fe en la dulzura magnifica de Charlotte, que cerrara mis ojos. La fe en mi nieta, que es la viva imagen de aquella muchacha que tuvo la audacia de unirse a mi cuando yo ya no podia prometer nada. Y tambien la fe en ti, Hugo, que has llegado a tiempo de escuchar la confesion del hombre que durante setenta y cinco anos ha vivido lejos, bajo el falso nombre de Manuel Dalmau.

7.

El viaje interrumpido de Matthew Dalmau

Aquella fue una de las ultimas tardes. Como si lo presintiera, Dalmau condujo directamente la conversacion al punto que habia eludido siempre, incluso en lo mas intimo y descarnado de sus confidencias. Tampoco yo me habia atrevido a abordarlo jamas, aunque en cierta forma planeaba siempre como un sobreentendido entre nosotros. Dalmau denuncio la omision de ambos al decir:

– Has sido muy cuidadoso. Nunca me has preguntado por aquel hombre cuya tumba viste, a orillas del lago Michigan.

Note que hablar de el le costaba un sufrimiento indecible, y que no obstante lo arrostraba como si me lo debiera o se lo debiera, a si mismo o al hombre enterrado que era o habia sido su propio hijo. Recorde lo que me habia dicho acerca del dolor, dias atras. Era posible que aquello fuera lo unico que le doliera ya, y tambien era posible, porque nada en todas las tardes que habiamos compartido habia sido impremeditado o inutil, que estuviera tomando las medidas para desprenderse de aquel ultimo dolor. Para desprenderse, en suma, de la vida. En realidad, y por mantener la lealtad a los hechos, esto lo escribo ahora, cuando se lo que paso despues, y constituye mi interpretacion de aquel gesto de Dalmau.

– No estaba seguro de que eso fuera de mi incumbencia -repuse.

Dalmau sonrio, y durante una fraccion de segundo volvio a ser el hombre calculador e implacable que habia construido su fortuna desde la indigencia de un emigrado sin esperanzas. O acaso, corregi sobre la marcha, el joven de veinte anos que habia partido impavido hacia una guerra a la que nunca habria de llegar.

– Claro que es de tu incumbencia. En la vida conviene ser humilde, porque la ostentacion de cualquier cosa es la mas lisa de las imbecilidades, pero no dejes que la modestia te impida ver las cosas que te atanen. Todo aqui dentro es de tu incumbencia. Todo en esta habitacion y todo en la conciencia de este hombre que te habla. Es mas, si no lo tomas como el fruto de la enajenacion de un nonagenario, lo expondre de la manera mas franca: no solo te incumbe, sino que te estaba destinado.

– Comprendera que eso me resista a creerlo -alegue.

– Me es indiferente. Dejaras de resistirte. Tu y yo sabemos que el mundo esta lleno de hombres que han consumido su existencia en esfuerzos sin sentido y que han llegado, por poder guardarse algun respeto, a descartar la posibilidad de que ninguna cosa tenga una verdadera finalidad. Eso, los mas honrados y listos entre ellos. Los otros, los tramposos y los mentecatos, se aferran a cualquier patrana que compense fingidamente el vacio y con eso van tirando, sin que importe a donde van a caer. Tu y yo los hemos visto y hemos vivido entre ellos, pero no hemos podido compartir su impiedad; ni la de unos ni la de los otros. Tu y yo creemos en el sentido de las cosas, aunque nos cueste defender ese sentido en mitad de los escombros que nos rodean.

Dalmau se detuvo, como si comprobara.

– Nosotros, Hugo -prosiguio-, podemos creer en el valor del hombre, aunque nos conste que cada hombre y cada uno de sus afanes estan condenados a desaparecer y ser perdidos. El ansia desordenada de eternidad, aparte de un insulto a la vida, es un error innecesario. Al final, solo hace falta poder tener alguna fe en el dia siguiente. Y tu eres mi dia siguiente. Justamente lo que el, mi hijo Mateo, no pudo ser.

Dalmau apuro su cafe, como si precisara del vigor que pudiera infundirle. Aquella tarde Charlotte nos lo habia traido acompanado de suizos, unos suizos que sabian como los de los obradores de confiteria de Madrid, y no como los empalagosos bollos sajones prenados de mermelada que se hacen en Nueva York. Me pregunte donde y como habrian aprendido las blancas manos nordicas de Charlotte a manipular tan reconditos misterios, a la altura de la memoria intransigente de Dalmau, y pense como unica posibilidad en Matilde, aunque esta no era espanola, sino de algun pais a orillas del Caribe. Quiza a Matilde la hubiera instruido antes otra persona ya ida, que habia guiado sus pasos como ella guiara los de la muchacha. Las imagine a las dos, a Matilde y a Charlotte, en la cocina: Matilde vigilando discretamente los movimientos de su pupila, a la distancia pertinente; Charlotte absorta en la elaboracion de la masa, restituyendose a la oreja algun mechon caedizo de sus finisimos cabellos con un largo dedo enharinado. Poder estar alli sentado, mirandolas, cuando trabajaban o por la manana temprano, cuando desayunaban y conversaban quiza sobre cosas sin importancia, se me antojo de pronto una aproximacion rotunda al paraiso.

Me senti culpable por abstraerme asi, cuando Dalmau habia decidido hablarme al fin de su hijo. Pero el no tenia prisa, y habia aguardado lo suficiente para que mi atencion fuera completamente suya cuando ofrecio aquel dato exacto:

– Mi hijo nacio el catorce de septiembre de 1949. Era un dia gris, y los Estados Unidos eran un pais gris por aquella epoca, tambien. Aunque nacio de manana, recuerdo que fui a conocerle cuando ya habia anochecido, porque su nacimiento, algo prematuro, me sorprendio de viaje en Baltimore. Era una criatura pequena y debil, de color algo violaceo, como si estuviera medio muerto o a punto de morirse, y sin embargo miraba fijamente, o creaba la ilusion de hacerlo. Segun me dijeron los medicos, era verdaderamente excepcional que un nino que venia antes de tiempo tuviera los ojos tan abiertos como mi hijo los tenia. Mientras lo veia alli, tan infimo e indefenso, pense otra vez: mi hijo. Susana habia nacido tres anos antes. Era una nina despierta y alegre, pero por alguna razon siempre me parecio que era algo extrano, un ser en cuyo nacimiento mi intervencion habia sido casual y probablemente intercambiable por la de cualquier otro. Con Mateo, desde el primer instante, la sensacion fue completamente opuesta. Desde ese momento en que lo tuve ante mi por primera vez, hasta el dia que mi hija vino a decirme que habia muerto en esa ciudad de nombre indio, siempre estuve convencido de que mi herencia en el era excesiva, como una maldicion. Pero tambien desde ese instante primero hasta el fin, me esforce por mantener la esperanza de que el pudiera salvarse de lo que a mi me habia destruido.

Dalmau no vacilo en emplear aquella palabra, que era cruel para el y para su vastago difunto, quien ostensiblemente habia defraudado su esperanza.

– Durante los primeros quince anos de su vida -prosiguio, con una frialdad deliberada-, no me ocupe gran cosa de el. Estaba con su madre, que le daba carino y proteccion, mientras yo me dedicaba a las transacciones que acrecentaban esterilmente mi fortuna material y me iba convirtiendo sin darme cuenta en un viejo. Cuando mi hijo celebro su decimoquinto cumpleanos, el ultimo cumpleanos en el que su madre preparo la tarta, yo ya contaba sesenta y tres y asisti a la fiesta como si fuera la familia de otro, la que habria debido pertenecer a un hombre de poco mas de cuarenta anos, confiado y energico. Nunca, hasta fecha reciente, he sido un hombre torpe o falto de fuerza, pero a aquellas alturas tenia ya el alma demasiado trabajada y vivia en un escepticismo algo venenoso, de arribista en perdicion, como diria mi pobre tocayo, o el pobre tocayo de este nombre que yo

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