– No te preocupes. No tengo derecho a que seas tan meticuloso.

Claudia se detuvo e hizo girar lentamente la taza, aun llena hasta la mitad de un cafe ya frio.

– En cuanto a mis motivos para regresar ahora a Madrid -prosiguio-, solo te dare una pista, no para que entiendas, sino por la vieja amistad.

– Tu y yo nunca fuimos amigos. Yo te deseaba.

– No he dicho que esa vieja amistad fuese entre tu y yo. Ahi va la pista: Las cosas y la vida hay que perderlas por mala suerte y no por equivocarse en un calculo. ?Te resulta demasiado oscuro?

– No. Reconozco el estilo.

– Lo repetia a menudo, antes del desastre. Era algo asi como su divisa.

– ?Crees que es el mejor ejemplo que puedes seguir?

Sus ojos oscuros midieron mi escepticismo con dureza, pero me miraban compasivos cuando sentencio:

– Creo que es mejor que el tuyo.

Mientras regresabamos al balneario, inopinadamente, empezo a llover. El anochecer se volvio turbio y sobre el ruido monotono del limpiaparabrisas comenzaron a retumbar de tanto en tanto los truenos. Claudia conducia en silencio y yo tambien preferia callar ante el paisaje que se volvia insospechadamente extrano. Aquel llano y aquellos penascales exiguos eran el hogar al que habia acomodado la rutina simple y desertora de mi existencia. Pero mientras los veia pasar en la tarde viciada de la nostalgia incalificable a que me arrastraba la proximidad de Claudia, bajo la difusa amenaza de sus exigencias, me sentia recien llegado a otro reino al que jamas lograria encadenarme la costumbre. Ella me dejaria ante la escalinata y volveria a Madrid, a enfrentar sin aspavientos las peligrosas mutaciones y las ausencias. Dondequiera que Claudia colgase el vestido estaba su casa y podia conducirse con la misma familiaridad despotica. Pero a mi me habia costado anos hallar una apariencia de hogar en aquel paramo, y al verlo detras de su perfil impasible experimente una punta de agravio. No solo habia destruido mi amistad con Pablo y con ella mi honor y mi orgullo. Ahora se complacia en conmover sin consideracion el arca en que reposaban mis cenizas humilladas. En adelante tendria que recordarla sobre aquel horizonte austero, como una distorsion irremediable.

Es singular que no pensara en el compromiso asumido, en todos los pequenos actos maquinales que tendria que encadenar con incesante menoscabo de mi alma para cumplir la promesa que ella acababa de arrancarme. Podria haberme enfrascado en la oscura prevision de cada una de las repudiadas sensaciones que tendria que reproducir, o haberme dedicado a enumerar los multiples riesgos a que iba a exponerme. Yo habia esperado a Claudia desde el miedo, confesado e inequivoco, y ahora tenia confirmadas todas las sospechas que habian inspirado ese temor. Pero no cai en la vulgaridad de ser coherente con los acontecimientos. Emulando lejanas y gloriosas imprudencias, o tan solo vencido por una celada insensible de la memoria, vi a Claudia languidamente tendida junto a un pantano, en la tarde inacabable de un verano intenso y calinoso. El sol quemaba las plantas agostadas mientras nosotros nos beneficiabamos de la sombra malefica de un eucalipto. Ella vestia una tunica transparente y un traje de bano tentador, violeta, como alguna noche pecaminosa yo habia sonado sus ojos para llamarla tramposamente Eileen Wade. Simulaba dormitar, pero sabia que yo sabia que me estaba esperando. Aquella tarde habia visto destellar tres veces el agua, y habia meditado sin precipitarme. Tambien habia contemplado sin prisa la hendidura incitante de su escote, gustando la suave lujuria de su abandono. Ahora llovia, era mayo y estabamos mas viejos, mas solos, mas desarmados. Pero volvi a sentirme llamado y volvi a acercarme, y volvi a apurar el aroma limpio de su piel recien banada. El sol quemaba alrededor, el pantano rompia olas diminutas contra la orilla. Ella era bella y fuerte como una diosa y yo jure que no iba a arrepentirme.

Luego ceso el recuerdo y Claudia me dejo ante la escalinata, desorientado bajo la lluvia. La vi irse sin dolor, casi sin conciencia. De repente, todo se volvia demasiado impreciso para elegir sentimientos indudables. Yo habia tenido un hermano, pero la muerte imponia entre ambos un filtro que desdibujaba la lealtad que nos habiamos debido. Yo habia odiado a aquella mujer y me habia sacudido de encima, como la mas inmunda de las infecciones, la inclinacion a buscarla. Pero ahora no me desgarraba el corazon, no maldecia su regreso, no me resistia a la voluptuosidad depravada que habia malogrado mi fragil fe en la vida. Pense que iba a matar a un hombre al que no conocia y concebi fugazmente, bajo la lluvia de aquella tarde infausta, que acaso mi mejor razon para ello no fuera la peticion de Pablo. Tal vez, despues de todo, no me habia arrepentido.

4.

La vieja ternura, inexacta y peligrosa

Puede ser porque lo recuerdo ahora, cuando ya he averiguado todas las mentiras y una parte vergonzosa de la verdad, cuando ya esta cumplido hasta su inconcebible final nuestro infortunio o como haya que llamarlo. Puede ser tambien porque si, por una economia trivial de la memoria. El caso es que por mas que intento individualizarlos y distinguirlos, aquellos dos viajes en tren, desde el balneario hasta Madrid, me parecen hoy uno solo. A lo sumo, se me ocurren irrelevantes discrepancias en el paisaje. Durante el primero habia sobre los prados extensas manchas rojas, amarillas y moradas, que me hicieron pensar casualmente en el candor suicida de quienes suenan en las flores silvestres de su pais el color de una bandera. En el segundo, en cambio, el verde efimero huia de la tierra que no sabe retenerlo, y no quedaba apenas en la llanura sueno para los candorosos vencidos. Esto es todo lo que puedo aducir para separar un viaje de otro, o todo lo que corresponde a las impresiones del corazon que ha conservado mi memoria. Queda, ademas, esta inservible sutileza del cerebro: en el primer viaje iba a matar a un hombre para Claudia; en el segundo, acababa de saber que Claudia estaba muerta y volvia a Madrid sin ideas definidas. Lo que relatare a continuacion, hechas estas salvedades, puede entenderse perteneciente al residuo comun de aquellos dos regresos igualmente desconcertados y dubitativos.

Desde el balneario hasta la estacion habia y hay una larga caminata, que logre evitarme gracias a un companero que en la erronea creencia de deberme diversos favores se brindo a llevarme en la vieja ambulancia de la que yo solia ser conductor. No habia sido dificil obtener permiso de mis superiores para utilizarla, asi como tampoco para ausentarme durante un plazo que me habia abstenido de precisar. Dos circunstancias concurrian en mi favor: la primera era que se me debia un numero ingente de dias de vacaciones, ya que en los ultimos tres o cuatro anos no habia considerado necesario tomar un bien que no iba a utilizar; la segunda circunstancia tenia que ver con los motivos intimos que movian al director del balneario a desempenar su cargo. Segun atestiguaban diversas leyendas o calumnias, no siempre coincidentes en varios detalles de cierta trascendencia, el director habia cometido, en los anos en que aun era un joven especialista de talento y futuro, un tragico error profesional. En la gravedad de dicha tragedia era donde divergian las distintas versiones, sin duda por ser el extremo mas propicio a los excesos de la fantasia. Para unos habia amputado un miembro equivocado a una delicada muchacha, condenada, de resultas de su distraccion, a una doble y espantosa invalidez. Para otros, menos sensuales, habia ordenado que se administrase a un anciano en plena crisis hepatica una dosis de calmantes que habia resultado fulminantemente letal. Lo cierto e innegable era que aquel hombre demostraba una casi enfermiza propension a pasar desapercibido, y tampoco cabia dudar que su puesto alejado y oscuro era una tactica vital buscada con fruicion. Rara vez reprendia a sus subalternos, apenas se dejaba ver y concedia practicamente todo aquello que se le solicitaba, siempre y cuando no ofreciera riesgo de acrecentar demasiado su popularidad. Mientras la ambulancia avanzaba hacia la estacion, dejando oir en cada cambio de velocidad una desesperada queja de aquel embrague que un dia se incendiaria o habria que revisar, sonaban en mis oidos las suaves y apresuradas palabras de aprobacion con que inmediatamente habia respondido el director a mi peticion de licencia por asuntos personales. Antes de salir de su despacho habia conseguido tropezarme fugazmente con sus ingenuos y cansados ojos azules, y ahora casi me remordia la conciencia haberle sorprendido de aquel modo, causandole un sonrojo desaforado. Personalmente no creia en las historias espectaculares que entre los empleados se preciaban de constituir la clave para descifrar su caracter. Existen tantas explicaciones ordinarias para el miedo que empenarse en atribuirlo a algo excepcional denota una cierta pobreza de ingenio.

Asi, pensando en el miedo y en la extrana debilidad de los hombres de ojos azules, me encontre paseando

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