la herida de Pablo se curo sin problemas. Habia perdido poca sangre y como unica secuela experimento una pequena perdida de movilidad del brazo derecho. Algo poco grave, teniendo en cuenta que era zurdo (por eso caminaba siempre a mi izquierda, o yo caminaba siempre a su derecha). Para mi fueron peores y mas duraderas las consecuencias de aquel incidente. Era la segunda vez que le fallaba. La primera habia sido en el pantano, con Claudia, un par de semanas antes. Y no sabia que me asustaba mas, si la locura que empezaba a percibir en el, o los patinazos a que podria llevarme en el futuro el desconcierto en que me sumia mi traicion. Estaba en ese punto en el que un hombre no es capaz de descubrir que cosas causan otras y ha de acostumbrarse a vivir desconfiando de todo, cometiendo errores y temiendo impotente que algun dia cometera uno irremediable. No sabia si todo salia mal porque Pablo estaba fuera de control o porque el que estaba fuera de control era yo y una modalidad mas de mi extravio era dudar de su juicio. Cuando le veia moverse y reir, libre, incontenible, a despecho de todos los contratiempos, le envidiaba como nunca antes lo habia hecho. En aquellos dias oscuros en que era mio sin provecho lo unico que el habia amado en el mundo, aparte de nuestra amistad. Tambien Claudia era bella y libre. Solo yo sufria y me arrastraba como un gusano, mientras era dueno de todo, mientras lo destruia todo.
De repente la pistola me pesaba sobre el costado como diez kilos de barro. Pronto tendria que utilizarla de nuevo, y regresar a aquella miseria en la que solo los espiritus como Pablo podian desenvolverse airosamente. Un movimiento a mi lado me saco de mi abstraccion. La mujer de los auriculares se habia sentado junto a mi. Reprimiendo una blasfemia, sintiendo abrumada mi alma por la inagotable crueldad de Dios, la mire con el mas profundo gesto de desagrado que me fue posible construir. Entonces adverti que tenia unos lindos ojos, y que su rostro amenazado por la insinuacion de las primeras arrugas no carecia, sin embargo, de atractivo. Ya habia superado la edad en que una mujer de treinta anos podia aparecerseme investida del encanto de su mayor experiencia, pero en cierto modo mi espiritu seguia atascado en el arquetipo primaveral de la muchacha sin heridas, y aquella mujer que era mas joven que yo me parecio de pronto adornada por una enganosa sugestion otonal. En cualquier caso no podia dejar de odiarla, porque esto era algo que habia decidido arbitraria pero rotundamente, con la suficiente energia como para imponerlo a una impresion superficial como aquella que ahora me producia, para la que un hombre puede tener tan escaso motivo como un perro para elegir un arbol en el que apoyar la pata. La mujer, por el contrario, estaba arrebatada por una especie de apasionada estolidez.
– ?Por que me molesta, senora? -le escupi.
– ?No me recuerdas, Juan Galba? -gorjeo.
Puse cara de no entender, mientras la evidencia de mi nombre en sus labios peleaba con la negativa de mi memoria a reconocerla.
– Al principio yo tampoco te identifique, y cuando te levantaste antes pense que me habia equivocado. Pero eres tu.
– Lo siento, no… -murmure, saliendo con esfuerzo de mis pensamientos para afrontar aquella escena imprevista.
– Tienes disculpa. Hace muchos anos, y yo solo era una nina. Tambien estaba enferma, mas fea, creo. Era verano y a veces te quedabas por la noche hablando conmigo en la terraza. Yo me enamore de ti y tu no abusaste. Siempre te he aborrecido por eso -rio, bajando los ojos.
Entonces cai. Aquello habia ocurrido el primer ano de mi trabajo en el balneario. Por aquel tiempo ella ya no era una nina, pero jugaba con despreocupacion a serlo conmigo. La habia esquivado laboriosamente, despues del error inicial de dejarla acercarse. El asunto lo recordaba de forma muy sumaria y habia olvidado su nombre.
– Ahora me acuerdo -dije, con poco entusiasmo, forzando la sonrisa-. Que coincidencia.
– ?Vas a Madrid?
– Si, a hacer unas gestiones -explique, titubeante.
– Yo vivo ahora en Madrid -volvio a gorjear.
– ?Ah, si? -me asombre, aunque no tenia la mas remota idea de donde vivia antes.
Entonces se estiro repentinamente para mirar por la ventana, sin importarle apoyarse encima de mi para ver mejor.
– Oh, que faena -se quejo-. Ya estamos llegando. Vas a tener que perdonarme. La proxima es la mia.
– Ah, vaya -comente ambiguamente, procurando que no se notara demasiado mi alivio.
– Oye, pero tenemos que vernos -exigio.
– Si, claro, por que no. Aunque no se si me dara tiempo -corregi-. Voy a estar solo un par de dias y tengo bastantes cosas que hacer.
– No tengo telefono -me informo-. Pero voy a darte mis senas. Ven por la tarde o por la noche. Y si te falla el alojamiento, tengo una cama de sobra. Con toda confianza.
Escribio deprisa, ruborizandose, en la hoja de un bloc que luego arranco y me puso en la mano.
– Gracias -fue todo lo que se me ocurrio responder, confundido por su falta de prevencion.
– De nada. No dejes de venir. Me debes algo, Juan Galba -y al decir esto ultimo su voz temblo un poco, pero me miraba aviesamente.
Despues se fue a su sitio y recogio sus cosas. Balanceando sin habilidad las caderas recorrio el vagon y desaparecio por la puerta del fondo. En ese momento, el tren se detuvo. Debia ser una de las ultimas estaciones. La vi en el anden, despidiendose con la mano. Correspondi con un ademan escueto y acerte a sonreir, pero no mire el nombre de la estacion. Pense que tampoco sabia el nombre de ella y que la extrana mujer que ahora era y la adolescente comun que habia sido me resultaban igualmente desconocidas. El tren arranco y mientras la imagen de aquella figura tambaleante pero atildada se difuminaba en mi cerebro guarde el papel con las senas en la cartera; como a veces uno guarda sin motivo un billete de autobus o una caja de cerillas. Iba a escribir que fue una decision aciaga. Mejor digamos que fue una decision con consecuencias, algo que no habria tenido la de rasgar simplemente el papel y arrojar sus pedazos al suelo.
A medida que nos acercabamos a Madrid mis pensamientos fueron cediendo a la predominante sensacion de nostalgia y regreso. Imagine la estacion, el Paseo, los arboles, la inconfundible luz del mediodia sobre la ciudad, sin comparacion con la de cualquier otra ciudad que haya conocido. Quiza porque mi alma es sombria prefiero sobre todas las demas las ciudades luminosas, y entre ellas mi animo oscila casi indistintamente de la limpia claridad de Madrid a la brumosa blancura de Lisboa. Creo que seria incapaz de vivir en otra ciudad. Y como en ambas me aguardan amargos recuerdos, es posible que ahora no sea capaz de vivir en ninguna ciudad. Si nadie me lo impide morire en esta aldea, junto a este rio que aqui empieza a transformarse en mar y que dicen que es el mismo que aquel otro sobre el que lloran los sauces de Aranjuez, en el corazon del jardin de reyes donde a menudo peque con Claudia y, antes de ella, imagine con Pablo algunas posibilidades distintas de la que finalmente fuimos.
Al fin, el tren comenzo a discurrir despacio entre el ruinoso paisaje industrial que anunciaba la proximidad de la estacion. Fabricas con todos los vidrios de las ventanas rotos, con aparatos de aire acondicionado de aspecto fosil, con letreros ajados e incompletos que algun dia fueron incluso luminosos. Antiguos edificios ferroviarios, talleres, barracones, trenes abandonados y repletos de pintadas. Detras de una larga serie de edificios iguales, sobre los que sobresalia una esbelta torre blanca de iglesia, intui, como habia intuido mil veces antes de aquella, la sombra propicia del Retiro. Aquellos edificios y aquella torre se habian convertido en un emblema de la belleza y de ciertos recuerdos imprecisos que me ligaban a una de las inviables muchachas que habia amado en mi juventud. La vida, que es maestra en la tecnica trivial de la casualidad, quiso que terminara pasando cerca de una semana dentro de aquellos edificios, viendo por la ventana, a apenas veinte metros, la torre blanca que no era mas que un anadido postizo a un inmueble de lobrego aspecto escolar. Ahora que hacia tantos anos de lo uno y de lo otro, comprobaba que la vida no habia podido aniquilar el arte, porque mi corazon se encendia al recordar a la muchacha y mi cerebro resbalaba sin atender sobre aquella anecdota posterior de desmitificacion. Aunque ya no me era licito adjudicarme la menor ilusion de triunfo, no pude contener una satisfaccion indefinida.
No es posible regresar a las ciudades por otro medio que en tren. Desde el aire uno recibe una imagen irreal, inexistente, algo tan ajeno al hombre como vendria a serlo la percepcion usual de Dios. Despues el avion busca cobijo en un complejo que es igual al de cualquier otra ciudad y hay que enzarzarse en ominosas peleas por rescatar la maleta o atrapar un taxi. Por carretera no se llega a la ciudad, sino al final de una autopista, que siempre es mas o menos parecido. Por mar, bien, Madrid no tiene mar, luego no hay ninguna razon para que yo deba ocuparme de el. El tren, en cambio, entra en la ciudad despacio, abriendola suavemente con su dedos de acero, que no la menoscaban ni la transforman. Luego viene la estacion, que es una camara sabiamente urdida para una mejor transicion del espacio angosto del vagon a la amplitud de la glorieta. Porque cuando uno sale de la estacion esta ya en pleno corazon de la ciudad, sin que nada se haya interpuesto entre el viaje y el reencuentro.