un intruso. Ya que este pequeno incidente forzo una cierta comunicacion entre ambos, aproveche la circunstancia para reclamar su ayuda:
– ?Sabria usted indicarme como puedo localizar a la senorita Lucrecia Artola?
El guardia consulto una lista de personal. Al lado del nombre habia una larga frase que no pude descifrar pero en la que presumi la denominacion formal de su investidura administrativa. No debia de ser despreciable, porque al leerla el guardia se vio obligado a preguntar:
– ?Por que motivo desea ver a la senorita Artola?
– Tengo cita con ella. Soy de la Asociacion de Productores de Citricos -asegure, poniendo cierto enfasis en la revelacion.
– Ah, comprendo.
Aquella absurda invencion obro el milagro de encajar en la mente del guardia todas las piezas de quien sabe que arbitrario rompecabezas. Probablemente supuso que los citricos explicaban a la perfeccion el sombrero de paja y las gafas oscuras, porque despues de soltarle la palabra magica se aplico a instruirme con toda amabilidad y confianza acerca del mejor modo de encontrar el despacho de la senorita Artola. Siguiendo sus instrucciones llegue a un ascensor cuyas puertas estaban a punto de cerrarse. Consegui escurrirme dentro y lo primero que adverti fue que el boton correspondiente a la segunda planta, hacia el que me disponia a tender mi dedo indice, ya estaba pulsado. Alce la mirada y entonces la vi.
No la conocia, nunca antes la habia visto, ni siquiera en fotos, pero supe que era ella. Era distinta de Claudia y sin embargo era la misma. Llevaba un traje sastre relativamente austero, una blusa blanca y una media melena ligeramente rizada y tenida a mechas rubias, dejando adivinar que el color natural de su pelo era mas oscuro que el de su hermana. Pero en el lejano y duro desprecio de su mirada, en el modo insolente en que dejaba colgar de su brazo extendido el bolso, en la impaciencia inflexible con que la punta de su zapato golpeaba el suelo del ascensor, cualquier ojo aun mas torpe que el mio habria percibido el parentesco. La estudie sin disimular, amparado por la barrera de mis gafas. Segui sin tapujos la linea de sus piernas, medi apaciblemente la pequenez de sus pechos y por un instante olvide lo que habia ido a hacer alli, tecnica esta con la que he logrado no pocos de los contados momentos interesantes de mi vida.
Cuando se abrio la puerta del ascensor y ella salio yo aguarde un instante para concederle ventaja. Despues la segui por un pasillo de techo muy alto, andando despacio como ella, tratando de imaginar lo que pasaba por su cabeza mientras avanzaba por delante de mi, arrastrando los pies y el bolso con desdenosa indiferencia. Recorrimos interminablemente una especie de laberinto de corredores y al fin se detuvo ante la puerta de un despacho. La abrio con brusquedad de propietaria y antes de desaparecer tras ella se digno mirarme por primera vez. Fue una ojeada indolente pero al mismo tiempo punitiva, lo suficientemente fugaz como para no darme tiempo a reaccionar.
Por aquellos pasillos, en contraste con el mediano bullicio de la planta baja, solo muy de vez en cuando pasaba algun funcionario distraido, llevando a ninguna parte una carpeta o un archivador. En los dos minutos que estuve esperando ante aquella puerta apenas cruzaron junto a mi una o dos personas, que me examinaron con escasa curiosidad. Por otra parte, pude comprobar que todos los despachos de aquel pasillo, no menos de treinta, pertenecian a jefes o subdirectores de algo, y por ningun sitio habia personal subalterno para filtrarles las visitas. No me parecio ninguna locura, por consiguiente, dar un par de golpes en la puerta e interrumpir a la senorita Artola sin mayores contemplaciones.
Asi lo hice. Cuando abri la vi sentada al otro lado de una mesa inmensa, de aspecto mas viejo que antiguo. En el despacho habia un par de cuadros nuevos y una bandera de raso deslumbrante, pero la pintura de las paredes estaba francamente estropeada y el resto del mobiliario sufria un deterioro tan notorio como el de la mesa. La ventana daba a un umbrio patio interior. La senorita Artola, comodamente arrellanada en aquel pequeno reino de penuria presupuestaria, pregunto sin interes:
– ?Que desea usted?
– Disculpe si interrumpo. Soy de la Asociacion Nacional de Productores de Citricos -me repeti, aunque intercalando el Nacional para parecer mas solemne.
– Ya veo. Pero eso no parece tener demasiado que ver conmigo. Puede leerlo en la puerta. Yo me dedico a los cereales.
– Lo se -menti. La placa que habia leido antes de entrar me habia dicho tanto como al guardia su lista de personal, de la que tan solo habia deducido que se trataba de un alto cargo y debia ser especialmente precavido, sin encontrar en aquellas siglas de las que Lucrecia era coordinadora jefe ninguna razon para repeler a un productor de citricos.
– ?Y bien? -la senorita Artola no tenia demasiados papeles sobre la mesa, pero se esforzaba por parecer una mujer ocupada o subsidiariamente demasiado fastidiada para perder el tiempo conmigo.
– En realidad a mi los citricos me importan un bledo. He venido por Claudia.
Lo dije con esa brusquedad para cogerla desprevenida, para gozar del placer de verla desarmada por un momento, independientemente del proposito que me habia traido a su despacho. Pero Lucrecia se limito a murmurar:
– Lo he imaginado al verte. A pesar del disfraz te he reconocido. He visto fotos tuyas. En ellas parecias mas joven y mas alto. Quiza tambien mas alegre. Pero no habia diferencias sustanciales. Tu eres el amigo de aquel canalla; Claudia me conto un par de exageraciones, supongo, sobre tus meritos y tus defectos. Si quieres sentarte no voy a impedirtelo.
Me sente, dominado por el brillo de sus ojos inquisitivos. Me quite las gafas, por cortesia pero tambien para desafiarla. Era un acto pobre, pero algo tenia que hacer.
– No se que querras de mi, pero dudo que yo pueda ofrecerte nada que te interese. Soy una gris funcionaria. Jamas he vivido la menor aventura, aparte de algun ridiculo accidente de trafico. Si he de creer lo que Claudia me contaba tu tambien te movias en el filo, como mi cunado.
– De eso hace mucho tiempo. Llevo diez anos fuera. He venido a preguntarte por Claudia, simplemente.
Una sombra de tristeza cruzo su rostro, pero la borro inmediatamente para decir:
– Bueno, podria irle mejor. Esta muerta.
– Eso ya lo se. Ha salido en los periodicos.
– Mal asunto, ?verdad? Nada importa toda su vida anterior, ahora solo la recordaran, quienes la recuerden, como una mujer violada y estrangulada. Quiza ella misma se recuerde asi, si puede, dondequiera que ahora este. ?Y que quieres saber? Te imagino enterado de que apenas nos veiamos, desde aquella boda a la que me negue a asistir. No te lo tomes como algo personal, pero si ella queria mezclarse con gentuza eso no tenia nada que ver conmigo.
– Comprendo. Sin embargo, me consta que en el ultimo ano os habeis visto con mas frecuencia.
– Te consta. Que impresionante manera de hablar. No nos habras sometido a vigilancia, ?no? ?Estoy yo vigilada ahora mismo? Seria muy interesante.
– Claudia me lo dijo. Que le habias buscado una casa tras la muerte de Pablo, que os habiais estado viendo.
– Si, claro. En fin, era mi hermana, despues de todo. Y muerto el perro se acabo la rabia. Yo ya no tenia que soportar a aquel chulo del tres al cuarto si iba a verla, y ella necesitaba ayuda. Nunca he sido muy caritativa, pero me ocupe de que ciertas cosas que ella habria descuidado no dejaran de hacerse.
Supuse que ni siquiera esforzandose podia Lucrecia despojarse de aquel aire de suficiencia. Era algo connatural a ella, como un vicio, como una tara de nacimiento.
– Fue un detalle por tu parte -me burle.
– Antes de que te permitas juzgarme, recuerda que estas en mi territorio. No tengo por que seguir respondiendo a tus preguntas. Puedo incluso exigirte que me expliques que te propones y para que vas a utilizar lo que te diga, si es que te digo algo.
– No podria explicarlo. Pongamos que de momento me conformaria con averiguar que paso, por que la mataron.
– Tu deberias saberlo mejor que yo. Nunca me he metido en esos juegos que os traiais entre manos.
– Yo no se nada, Lucrecia. Te repito que he estado fuera, diez anos.
Medito durante un instante, cabizbaja. Luego volvio a fijar en mi su intensa mirada.
– Te pido por favor que no uses mi nombre. Ni soy de los que creen que resulta mas calido llamar todo el rato por su nombre a la gente, ni quiero recibir calor de ti. Independientemente de eso, detesto mi nombre, es decir,