casa.

Debi de hacer algun gesto extrano, porque el vigilante se apresuro a decir:

– No se preocupe, el coche esta seguro aqui. Cerca de la casa no hay espacio para aparcar.

De que el coche estaba seguro alli, si el mismo no decidia volarmelo con su revolver para ejercitar su punteria, no me cabia ninguna duda. Que no hubiera sitio para aparcar junto a la casa ya me parecia mas extrano. En cualquier caso, obedeci. Despues de estacionar mi vehiculo me encamine hacia la garita, a diez o doce metros del aparcamiento. El vigilante me esperaba alli, con su alarmante sonrisa. Le faltaba uno de los colmillos superiores. Algun intercambio de impresiones con un visitante lento de comprension y rapido de punos, deduje sin brillantez. Cerca de la garita, tras el, y ocultos por la valla para cualquiera que mirara desde fuera, dormitaban dos mastines que cada manana desayunaban diez o doce tipos como yo, migados en la leche. Estaban atados, pero era notorio que permanecian quietos solo por lastima de romper la cadena, de lo que parecian perfectamente capaces si se lo proponian.

El vigilante aseguro un ultimo detalle:

– Perdone, senor Valbuena. ?Lleva usted armas?

– Ah, si, una Astra pequena, del nueve corto -mas que pequena me parecia minuscula, al imaginarla empunada por aquellas manazas en las que repare entonces y para las que inferi que la culata del 38 habia sido disenada a medida-. ?Debo entregarsela?

– No, por favor, no es necesario. Solo se lo pregunto para que tenga en cuenta que hay un detector de metales a la entrada. Debera dejarla en el vestibulo para evitar que se dispare la alarma.

– Ah, comprendo -pero la verdad es que no veia que diferencia habia entre desarmarme ahora o desarmarme en la casa. Quiza fuera porque nunca estuve en un colegio de jesuitas.

El senor Olarte resulto ser un individuo atildado, de tez muy morena, amplia nariz y ojos tristes, que acudio a la vega conduciendo un pequenisimo y reluciente jeep. Descendio de un brinco y me tendio su fina mano oscura.

– Buenos dias, senor Valbuena. Ernesto Olarte. Lamento haberle hecho esperar.

– No importa. Soy yo el que debe excusarse por venir a una hora tan intempestiva.

– No se preocupe por eso. Aqui todos madrugamos bastante. Suba al coche, por favor.

Me instale en el asiento del copiloto y Olarte arranco suavemente. Mientras conducia, a paso de tortuga, hablamos un poco del tiempo y en seguida se acerco al grano del asunto. Daba la sensacion de ser un hombre ocupado, de los que miran de frente, golpean deprisa y no valoran el ballet.

– Y bien, senor Valbuena…

– Julio, por favor -aunque no era desde luego el momento para reparar en tales cosas, lo que acababa de decir me sono tan ridiculo que tuve que esforzarme para no reir. Verdaderamente, aquel nombre que me habia fabricado el falsificador era una combinacion insostenible.

– De acuerdo, Julio, si lo prefiere. -Olarte carraspeo y forzo una risita que me estremecio hasta el tuetano de los huesos-. Vera, el senor Jauregui esta en estos momentos ocupado con otras cuestiones que no puede abandonar inmediatamente. Yo soy su secretario personal, de modo que le agradeceria si pudiera ir anticipandome el contenido del mensaje del senor Echevarria.

Le mire un poco como quien mira una mierda, para desconcertarle. Despues, tragando saliva y aduciendo ante mi propia conciencia atonita que ya que habia hecho una locura no era cosa de vacilar en momentos secundarios, conteste con soltura:

– Mire, Olarte. El solo hecho de que usted me este sonriendo ahora mismo, cuando no tiene ni puta idea de quien puede ser Julio Valbuena, y me sorprendera si la tiene, porque yo al menos no se quien es, deberia sobrarle para percatarse de que el mensaje que traigo no es asunto de subalternos. Si es el senor Jauregui el que le ha encargado que vaya sacandomelo, es el entonces quien me decepciona. Por no saber hasta donde pueden llegar sus empleados ni en que cosas puede o debe ahorrar su tiempo.

Olarte me contemplo con singular dulzura, pero desde entonces su obsequiosidad menguo y los silencios se volvieron algo tensos. Hablamos otra vez del tiempo y de las plantas en aquella epoca del ano, como si su intento de sacar otra conversacion hubiera sido una salida de tono. Llegamos a la casa. Dejamos mi pistola en el vestibulo y caminamos por largos pasillos con distintas intensidades de luz, unos muy luminosos y otros en semipenumbra, hasta una escalera que nos condujo a otro pasillo que a su vez desembocaba en un amplio gabinete. Alli me ofrecio asiento y cafe y despues de que yo aceptara lo primero y rechazara lo segundo me rogo que aguardase y prometio sin afan que intentaria que el senor Jauregui me atendiera lo antes posible. Yo le agradeci su gentileza y el salio por una puerta lateral. Conte hasta diez. Al no recibir en ese lapso el balazo cuya espera se traducia en cierto desasosiego o escalofrio en mi nuca, comprendi que mi ejecucion habia sido aplazada y que aquella manana me enteraria de algo. Despues de todo, mi temeridad con Olarte habia sido un lujo a mi alcance, aunque intuia de un modo vago que el odio que tan despreocupadamente habia engendrado en aquel personaje era un sentimiento con cuyas consecuencias iba a tener ocasion de medirme en un porvenir no muy distante.

Aguarde quince minutos, justos. Cumplido ese plazo, sin duda calculado, Olarte volvio a salir por la misma puerta por la que habia desaparecido antes.

– El senor Jauregui le recibira ahora mismo -anuncio-. Si tiene la bondad de seguirme.

Mientras cruzabamos la antesala de lo que, al fin, parecia ser el sacro despacho del senor Jauregui, Olarte creyo oportuno instruirme brevemente acerca del comportamiento que se esperaba de mi.

– Le sugiero que reflexione cuanto vaya a decir. El senor Jauregui tiene mucho trabajo e intereses mucho mas importantes que cualquiera de los relacionados con el senor Echevarria. Quiza usted no este debidamente informado, pero el puede no comprenderlo.

– Ese sera su problema, Olarte. Yo no tengo otros intereses, ni tampoco nada mas que hacer. No se apure por mi.

Conteniendose con dificultad, Olarte abrio la puerta. Entre con decision, casi brincando. Era esa especie de alegria o euforia con que se reacciona a veces en situaciones de extremo panico. Si su nombre me habia sonado nuevo, tampoco me dijo mucho la cara de Emilio Jauregui. Algo en ella me recordaba a alguien, pero tan borrosamente que lo achaque a una reminiscencia casual sin la menor trascendencia. Era un hombre de unos cincuenta anos, obeso y calvo, de calidos ojos y sonrisa seductora. Sus cabellos, es decir, los que le quedaban, eran de un hermoso color ceniza. Le tendi mi mano antes de que el moviera la suya. Apreto un poco al estrecharmela, pero sin duda por algun error de calculo de sus grandes y robustos dedos, y no porque saludar a nadie en general o a mi en particular le produjera el menor entusiasmo.

– Buenos dias, senor Valbuena -dijo, con afinada voz de baritono-. Me alegro de verle.

Pense que no era cosa de arredrarme, y tambien con Jauregui resolvi eliminar desde el principio cualquier malentendido.

– El senor Valbuena no existe -repuse-. Disculpe la travesura, pero tengo alergia a los hombres de uniforme que se ponen detras de las verjas y no me siento comodo abriendoles mi corazon. Veo que el nombre supuesto no ha sido un problema para entendernos, pero para que no quede ninguna duda mi nombre es Galba, Juan Galba. Encantado.

Jauregui carraspeo con mas firmeza que la que habia usado antes Olarte. Tal vez para advertirme de que era mas propenso a la impaciencia.

– Muy bien, senor Galba, esas pequenas cosas no tienen mayor relevancia entre nosotros. Somos hombres de negocios y debemos estar preparados para comprender los actos ajenos, por extravagantes que resulten. Sientese, por favor.

Tome asiento y mire a mi alrededor. Pude identificar varios prerrafaelitas autenticos. Naturalmente mi olfato podia fallar, y mas a aquella distancia, pero dos hechos quedaban acreditados con razonable seguridad. Primero, que Jauregui estaba en el negocio. Segundo, que era un hortera.

– Jauregui -le dije, por no perder el impulso-, si no necesita a Olarte para que tome notas o alguna otra tarea mecanica, como yo tampoco le necesito seria tal vez conveniente que abandonara la habitacion. Me permitiria expresarme con mas espontaneidad.

Jauregui dejo que sus ojos se perdieran en algun vacio que se extendia detras del pulcro montoncito de folios que habia sobre su mesa impoluta. Despues tuvo la rara debilidad de pensar en voz alta:

– No parece que le coarte mucho, pero nada me cuesta complacerle.

Olarte miro a su amo, esperando la orden:

– Ernesto -murmuro Jauregui-, haz el favor de salir. Dentro de media hora, ni un minuto mas ni un minuto

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