falta con la almohada si merece la pena ir por ahi metiendo ruido de cualquier manera o si, por el contrario, le resultara mas ventajoso tomarse unas vacaciones y aclarar su desorden mental. Ahora bien, si vuelve a cruzarse en mi camino, me olvidare de que es usted un demente irresponsable y dare simplemente una orden a mi gente: que encuentren la manera mas rapida y segura de que deje de estorbarme. Acuseme de clavar a Cristo en el madero, si le da la gana; pero no podra acusarme de no haberle avisado.
Toco algo bajo la mesa y a los pocos segundos se abrio la puerta. La expresion de Olarte no ocultaba la avidez de su alma. Pero Jauregui le desilusiono secamente:
– Acompana al senor Galba hasta la salida, por favor.
Olarte recobro al punto su comedido continente y su sigiloso y educado desinteres. Se hizo a un lado y me senalo imperceptiblemente la puerta con un escueto movimiento de su mano derecha.
– Ha sido una reveladora entrevista, senor Jauregui -opine-. Gracias por su amable atencion. Por cierto. Yo que usted no tendria aqui colgado ese cuadro de la izquierda. Demasiado conocido, es decir, hasta un jubilado como yo puede fijarse en el. La ostentacion es un peligroso error, aunque no voy a ensenarle como llevar su negocio.
Jauregui solo entorno los ojos, para apremiar a su subordinado a que me sacara de alli. Durante todo el trayecto hasta la salida, Olarte no despego los labios. Me devolvio mi pistola, soporto estoicamente mi larga y cuidadosa comprobacion de su estado y me llevo en el jeep sin hacer el menor comentario. Cuando llegamos ante la verja bajo del vehiculo, siempre sin mirarme, y se dirigio hacia la garita del vigilante. Hablo con el unos segundos, mientras yo me introducia en mi coche. Arranque y fui hasta la salida. Olarte hizo una senal con la mano al vigilante y la verja se abrio. Mientras rodaba despacio junto a el, se inclino para decirme algo. Detuve el coche.
En ese momento, un pequeno descapotable blanco aparecio por la curva y despues de cubrir el breve trecho que habia hasta la entrada freno a un palmo del morro de mi coche. Olarte se incorporo en seguida y el vigilante se apresuro a abrir completamente la vega para que el descapotable pudiera entrar. Al volante estaba una muchacha que no llegaria a los veinte anos. Era morena, tenia el cabello largo y liso y los mismos ojos calidos de Jauregui. Tambien habia semejanzas entre sus rostros, aunque el de ella era mas hermoso, sin la obesidad y sin la permanente expresion de calculo de quien sin duda era su padre. Entonces supe a quien me habia recordado Jauregui al verle: tenia ante mi a la muchacha que me habia encontrado en la Castellana hacia dos noches, la que me habia mirado incomprensiblemente. Mientras la verja se desplazaba despacio por el riel, ella me contemplaba como lo habia hecho en aquella primera ocasion. Desorientado por la coincidencia, no acerte a reaccionar. Sonriendo, ella formulo la conclusion inevitable:
– Vaya, que pequeno es el mundo.
Y sin darme tiempo a decir nada, acelero y desaparecio dentro del recinto. Olarte, que no estaba menos estupefacto que yo, se rehizo y corriendo un instantaneo velo sobre la escena anterior, reanudo lo que habia interrumpido la hija de Jauregui. Volvio a doblarse junto a mi ventanilla y yo volvi a dedicarle un leve gesto de cansancio.
– No me haga el favor de obligar al senor Jauregui a tomar medidas -me amenazo.
– A ti nadie te hace un favor, Olarte. Por no hacertelo, ni te lo hizo tu madre, que te dio esa cara de nabo frito.
Me sentia pletorico, absurdamente feliz. Solte el embrague y vi por el retrovisor como se levantaba un nube de polvo que envolvia a Olarte. En adelante tendria que tener en cuenta que Olarte estaba alli, agazapado en aquella nube de polvo, sonando con descuartizarme. Pero era pronto para que tal cosa me importara, o eso creia yo.
Todavia embriagado por las mieles de aquella asombrosa escaramuza, conduje a gran velocidad por las calles de la lujosa urbanizacion en que se hallaba la casa de Jauregui, desafiando las placas que en cada esquina conminaban a ir a veinte por hora y arriesgandome a ser como minimo ametrallado si me topaba con alguno de los coches patrulla de la compania de seguridad que, segun advertia un letrero a la entrada, velaba el sueno y la vigilia de aquellas dichosas criaturas. Sin mayores contratiempos atravese los limites del Valhalla y tras recorrer un trecho por campo abierto entre en un suburbio de aspecto menos apaciguador. Tome la autopista que bordeaba cuidadosamente la urbanizacion de Jauregui, pero partia sin piedad el mismo corazon del suburbio, y me dirigi a la ciudad. Fui directamente al centro, y presa de aquel enloquecido optimismo, decidi atreverme a tener el encuentro que mas celosamente habia rehuido desde mi llegada a Madrid. Aparque en una calle tranquila y umbria en las inmediaciones del Museo del Prado. Ascendi lentamente el resto de cuesta que le quedaba a la calle desde el lugar en que habia aparcado, dejandome atraer por las copas de los arboles que se mecian al debil viento, un poco mas adelante. Pronto, tras cruzar otra calle que marcaba uno de sus limites, llegue ante la puerta occidental del Retiro. Sintiendo toda la piel erizada, entre.
Lo habia temido destruido, sucio, irreconocible, como estaba la ultima vez que lo habia visto, aquella tarde negra de hacia diez anos en que me habia jurado no volver nunca. Ahora que quebrantaba aquel juramento, ya fuera por una rectificacion de la desidia municipal o por el mas probable influjo benefico de la primavera, el parque estaba esplendido. Me interne por el paseo principal hasta uno de los antiguamente habituales senderos, en cuyos bancos, bajo el frio del invierno, sobre la alfombra otonal de hojas, o refugiandonos de la canicula del verano, Pablo y yo habiamos vivido trozos largos de nuestra vida, y yo, por mi parte, los unicos episodios no esteriles de soledad que recuerdo. Todo parecia autentico, inalterado. Aquel aire, aquella inconfundible e irremplazable luz verde. Habia venido a ordenar mis ideas, al lugar donde siempre lo habia hecho mejor, pero igual que mi escepticismo respecto a la supervivencia de sus viejas propiedades curativas, tambien mis intenciones se revelaron improcedentes una vez que estuve alli.
Apenas discurri superficialmente sobre el hecho, casi probado despues de mi charla con Jauregui, de que aquel gordo infatuado no era ajeno a la muerte de Claudia. Repase deprisa las evidencias reunidas Jauregui se dedicaba al negocio, probablemente a gran escala, teniendo en cuenta sus maneras, su parafernalia y algunas de las telas que colgaban de las paredes de su despacho; habia participado en la guerra que habia acabado con la muerte de Pablo y era mas que presumible que desde la trinchera contraria; por consiguiente, estaba implicado, con el mismo grado de probabilidad, en la muerte de Claudia. Ahora tenia un terreno en el que moverme y un sospechoso al que seguir. Tambien habia abierto otra puerta para que entrara la verdad: habia ido hasta las entranas mismas de la conspiracion y alli habia disparado una bengala. Ahora ya no dependia exclusivamente de mis movimientos. Los que hiciera Jauregui en adelante me ayudarian a delimitar sus responsabilidades. Dar con el resto de los implicados, si es que habia otros, era solo cuestion de tiempo. Recordaba a varios individuos a quienes podia sondear. Pero de pronto todo esto me interesaba lejanamente. Espoleada por la inesperada y tanto mas atractiva aparicion de la hija de Jauregui, mi mente porfiaba por flotar libre en aquel aire hospitalario, y en cuanto empece a rendirme se vio invadida por sombras tumultuosas, que inundaron mi alma de los turbios sintomas de la anoranza. Descanse largamente en aquel sentimiento indefinido, que se agitaba sobre un fondo de silbidos de pajaros. Hasta que alguna asociacion fortuita hizo surgir en mi cerebro un rostro concreto. En otras circunstancias lo habria apartado a un lado o habria jugueteado con el sin mayores consecuencias. Pero en aquella manana desequilibrada, un impulso incontrolado me llevo a realizar una maniobra sin fundamento.
Desanduve el camino que habia hecho y volvi al coche. Tras callejear durante un rato encontre un sitio en el que apostarme. No era facil aparcar cerca y a la vez lo bastante lejos como para no turbar el somnoliento monologo en que parecia debatirse el guardia civil que estaba a la entrada del Ministerio. Me dispuse a aguardar. Aunque es sabido que el horario de los funcionarios es flexible, eran solo las doce y a esa hora unicamente desertaban de sus puestos aquellos dotados de una especial desfachatez, entre los que a priori me costaba encuadrar a Lucrecia.
La espera se prolongo hasta que el sol estuvo a punto de derretir el techo de mi coche; esto es, mis sesos ya llevaban una hora derretidos cuando Lucrecia salio, en un pequeno utilitario, del aparcamiento del Ministerio. Aunque la vista se me nublaba, pude distinguir las manecillas de mi reloj: eran las tres menos cuarto. La coordinadora jefe de lo que fuera se habia ganado aquella manana su sueldo y su cuota de pension. Fue sencillo seguirla. Conducia despacio, con desgana. Dejaba que se le cerraran los semaforos y se mantenia a la estela de los vehiculos mas lentos. No hacia nada por abortar o esquivar los criminales movimientos de los taxistas. A eso de las tres y media llegamos a una calle tranquila en un barrio ni muy centrico ni muy periferico, de viviendas de reciente construccion. Lucrecia se metio en su garaje subterraneo y yo aparque en las inmediaciones. Deje transcurrir quince minutos y me acerque hasta el portal que supuse que correspondia al garaje tras cuyo porton ella habia desaparecido. En seguida vi su nombre en el panel del portero automatico. Llame dos veces, con un