– Luque Calvo, buenos dias – dijo Plinio en voz alta.

Luque Calvo, como Plinio tenia previsto, al volverse, miro primero hacia la puerta y al verlos luego casi a su lado, quedo sorprendido un momento.

Pero en seguida tuvo una reaccion elemental y rapidisima.

Tomo un gran cubo de agua que habia sobre el brocal del pozo y se lo echo al guardia y al albeitar. Plinio saco la pistola en un movimiento defensivo, pero no pudo evitar el remojon. Luque Calvo, aprovechando la confusion, de dos saltos se planto en el postigo, pero al ir a franquearlo, el mozo durmiente, que debia tenerle muchas ganas y estaba alli guizcando, le puso la zancadilla y Luque Calvo cayo en picado. Cuando quiso ponerse en pie, Plinio ya le tenia la pistola en los rinones.

– ?Quieto, leon, que te agueco… Levanta y arriba las manos con brazos y todo.

Luque Calvo se incorporo y alzo los brazos, mientras resollaba a toda nariz.

– Tome, don Lotario, pongale las pulseras – dijo ofreciendole las esposas con la mano libre.

Plinio, mientras don Lotario le esposaba, vio que el mozo dormilon cortaba el camino a Luque Calvo con una horca de hierro.

Cuando estuvo bien amarrado con las manos atras, seguido de los otros, le hizo entrar de nuevo por el postigo.

– Oye, mozo, ?como te llamas? – pregunto Plinio al dormido.

– Agustin Cerezo, para servirle.

– Servirme ya me estas sirviendo.

Cuando llegaron otra vez junto al pozo, siguio Plinio:

– Pues oye, Cerezo. Atale bien prieta la maroma del pozo a la cintura a este bravo, que entre los tres vamos a darle unas aguaillas.

Cerezo dejo la horca, y con el mayor entusiasmo, luego de desatar el cubo de la punta de la maroma hizo lo que le decia Plinio. Lo ato con dos buenas vueltas de cuerda y le hizo un nudo a la altura del vientre.

– Listo.

– Venga, Luque Calvo, tu solito, dentro – dijo Plinio empujandole sobre el brocal -. Vosotros sujetar la maroma… ?Que a mi no me moja nadie, Juan sin tierra, maxime que hoy estrene el uniforme!

– ?Pero que pasa, que quiere usted saber? – dijo el Luque cuando se vio acogotado sobre el brocal y camino del agua.

– Tu lo sabes muy bien…

– Yo no se nada.

– Venga, cabron – y lo cogio de las piernas con todas sus fuerzas.

– ?Pero que quiere saber?

– ?Donde esta el muerto?

– … En la capilla – dijo el hombre ya mas en el agujero del pozo que en la tierra.

– Eso esta bien.

– Pero yo soy un mandao. ?Esta claro? Toda mi jodia vida he sido un mandao, en lo bueno y en lo malo.

Plinio lo dejo quieto y siguio el interrogatorio:

– ?Para que quiere don Lupercio el muerto?

– Cree que es don Ignacio de verdad. Quiere que siga vivo. ?Usted le entiende?

– Y a ti tambien te entiendo, Luque. Menudo ajo debeis tener aqui liao.

– Yo soy un mandao.

– Si, un mandao y un cobrao. Venga, desatadlo… Asi… Y ahora llevanos donde esta don Lupercio, pero sin hacer ruido.

– Si ese no se despierta, toma pastillas para dormir.

Esposado, y con la pistola de Plinio en la espalda, echo a andar Luque Calvo seguido de todos. Pasaron el famoso hall de las tinieblas, y a medios pasos se llegaron hasta la escalera de madera encerada.

Don Lotario llevaba el mechero encendido. En el piso de arriba recorrieron una amplia galeria muy solanera y alegre. Buenos cuadros y muebles la adornaban.

Llegaron ante una puerta anchisima con clavos y asas doradas. Luque Calvo se detuvo ante ella sin decir nada. Se limito a senalar alargando la barbilla.

– Don Lotario, abra usted – dijo Plinio en voz baja – y deje que pase este primero.

El veterinario oprimio suavemente la manivela y dejo franca la entrada. Entre cortinas de seda, una luz suave. Y sobre la cama anchisima con dosel, vestido con pijama azul celeste, encogido, y ambas manos entre los muslos, dormia don Lupercio con la boca abierta.

– Cerezo, descorra las cortinas.

Debia ser verdad que don Lupercio tomaba algo para dormir, porque a pesar de la luz y los ruidos no se despertaba.

Plinio se aproximo a la rica cama. Sobre las sabanas de encaje se veia bordada una inicial 'E'. El Jefe empezo a mover al administrador por los hombros.

– Oiga…, oiga, amigo.

A los dos o tres zarandeos don Lupercio empezo a parpadear. Pon fin abrio sus ojos miopes y quedo fijo enPlinio.

– ?Me reconoce, maestro? – le pregunto con sorna a la vez que ocultaba la pistola tras la espalda -. Soy Manuel Gonzalez, aliasPlinio, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

Don Lupercio, despues de un momento de perplejidad, se incorporo brioso y quedo sentado en la cama mirando a unos y otros con cierto esfuerzo.

Don Lotario, muy fino el, tomo las gafas que estaban sobre la mesilla y se las encajo al administrador.

– Ea, ya estamos todos despiertos – dijoPlinio que a la hora de la accion siempre se sentia bromista… -. Hala, vistase rapido que nos vamos de viaje. A devolvernos la mercancia. Ya sabe.

Don Lupercio, incorporado y con ambas manos apoyadas sobre la ropa de la cama, seguia mirando a todos, especialmente al Luque Calvo, que estaba pegado al piecero con las manos atadas a la espalda y la cabeza baja. Mas que sorpresa habia en su mirada una ansia de adivinar lo que le habia ocurrido a Luque.

El hombre, sin decir palabra, reacciono al fin: se bajo de la cama y empezo a vestirse con la ropa que habia en una percha de pie. Se dio luego un golpe de peine en el lujoso cuarto de bano que estaba pegado a la alcoba. Cuando termino aseo tan somero,Plinio unio con las mismas esposas a Calvo y a don Lupercio.

– Ahora vamos a la capilla.

De nuevo don Lupercio volvio a mirar penetrantemente a Luque. Este otra vez bajo los ojos.

En silencio descendieron la escalera. Don Lotario volvio a encender su mechero, y a su luz llegaron ante la puerta de la capilla. Entro delante don Lotario. Corrio las cortinas que tapaban las vidrieras plomadas, y se hallaron ante la tumba de Elizabeth.

– ?Como se abre este sepulcro, senores? – pregunto Plinio.

– En la parte trasera y en los costados tiene unos tornillos – dijo Luque.

– Es verdad – confirmo Plinio mirando -, no di yo con esto la otra vez. ?Y el destornillador?

– Detras del altar.

– Buscalo, Cerezo.

Fue Cerezo, revolvio un poco, y regreso con un destornillador niquelado, muy ancho.

– Anda, mozo, desatornilla.

– A mi estas cosas de muertos me dan no se que.

– Y a los demas, ?que te crees? Anda, trabaja, que llevas una manana…

Todos guardaron silencio mientras Cerezo tiraba de destornillador. Y saco unos tornillos larguisimos, dorados. Todo en aquel sepulcro parecia hecho de manera muy cuidada. Cuando concluyo, con la ayuda de don Lotario levanto la tapa de marmol. El cuerpo de Witiza estaba casi a ras con ras. Debia posar sobre el ataud de Elizabeth. Plinio se animo al verlo:

– Vaya, que muerte mas trabajosa lleva el pobre.

Y luego, dirigiendose a Cerezo:

– Oye, ?en que coche podemos trasladar el cadaver?

– En el Land Rover, creo yo – dijo mirando de reojo a don Lupercio.

– Tu, como buen tractorista, ?podras conducirlo?

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