– Si, senor.

– Pues anda, sal y arrimalo a la puerta de la casa. Y usted don Lotario, dele la llave del 'Seiscientos' para que lo traiga tambien.

Cerezo salio con cierto respiro.

– Y ahora, muchachos, vamos a charlar un rato – dijo Plinio a los esposados -. Tu primero, Luque Calvo, que eres mas simpatico. ?Como hicisteis la operacion?

Luque no respondio.

– Fue idea mia – respondio don Lupercio hablando por primera vez.

– Ya, ya lo se. ?Pero como fue?, es lo que me interesa.

– … Anteayer mismo envie a Luque al Cementerio para que tomara el molde y nos hicieran llaves falsas de una de las puertas traseras y de la puerta del Deposito.

– Cuanto sabeis, ?eh? Sigue.

– Y ayer noche fuimos a por el creyendo que estaria cerrado.

– Y tuvisteis la suerte de encontrarlo todo abierto y sin gente. ?No es eso?

– Si.

– ?Usted esta seguro de que el difunto es don Ignacio?

Don Lupercio no respondio.

– Acabo de hacerle una pregunta. Responda – le anadio con severidad.

– Yo creo que si.

Plinio quedo pensativo. Parecia que no se le ocurrian mas preguntas.

Aparecio Cerezo en la puerta de la capilla.

– Ya estan los coches ahi,

– ?Con que liamos el cadaver, Manuel? – pregunto don Lotario siempre preocupado por las cosas practicas.

– Que se lo digan estos senores.

– En el jeep hay una manta – aclaro don Lupercio.

El administrador habia perdido el misterio y dureza de la vez anterior y se mostraba entregado.

Liaron a Witiza en la manta. En el fondo del sepulcro se veia el brillo metalico del ataud de Elizabeth.

Atornillaron la tapa de marmol y colocaron a Witiza en el Land Rover, bajo uno de los asientos.

Don Lotario marcho solo en su 'Seiscientos'. Cerezo conducia el jeep y Plinio, detras, acompanaba a los detenidos.

No recordaba Plinio haber hecho en su vida un viaje tan raro. El muerto enmantado debajo del asiento y aquellos dos sujetos unidos por las esposas enfrente de el. Y como habia que pasar el trago, procuro charlar con los detenidos de cosas corrientes, como si todo fuera normal… Y tan normal, que Luque Calvo se quedo dormido con especial aire zoologico… Don Lupercio le confeso que ni le gustaba aquella tierra ni el vivir aislado, pero que desde muy joven le colocaron alli y no era facil encontrar tanta comodidad e independencia en otro lado. Sugirio, luego, que en el momento que desapareciera don Ignacio se quedaria en la calle, porque los herederos eran muchos y dispersos.

Cuando ya habian pasado el Castillo de Penarroya, ceso la charla, porque Plinio, pese a los esfuerzos que hacia, de vez en cuando daba una cabezada.

Si el coche cogia un bache, rebotaba sobre el tablero la cabeza de Witiza con golpe seco y siniestro. Cada vez que ocurria, Plinio sentia un especial estremecimiento.

Luque Calvo, vencido totalmente por el sueno, apoyaba ahora la cabeza sobre el hombro de don Lupercio que, callado, permanecia inmovil. A veces miraba hacia el camino.

Hubo un momento en el que Plinio quedo traspuesto. Momento que debio durar mas de lo que el creia, porque cuando de nuevo el coche dio otro bote mucho mas violento que los anteriores, con el correspondiente cabezazo de Witiza sobre el suelo, desperto sobresaltado y sorprendio a don Lupercio acariciando suavemente la cabellera de Luque, que seguia reclinado sobre su hombro… Al ver que Plinio abria los ojos, don Lupercio, con la mayor naturalidad, interrumpio la caricia y volvio la cabeza hacia el paisaje.

Plinio se indigno consigo mismo. Sus dotes de observador, que eran muchas, siempre le fallaban en el terreno maricon.

Nunca caia en que habia hombres asi hasta que lo veia tinto y en el jarro.

A partir de aquel momento empezo a fijarse en aquellos tipos, que miro hasta entonces como simples malhechores. Y reparo en no se que afectacion volandera de las manos de don Lupercio, en su manera de flexionar la pierna, en el afectado hieratismo que adopto en aquella famosa despedida bajo las mariposas; y, sobre todo, en su cinica despreocupacion en los momentos decisivos. Sus confesiones sobre su administracion de las fincas de don Ignacio, tambien trasuntaban el mismo cinismo.

Por el contrario, Luque Calvo parecia un hombre de campo sin asomo de labilidad. Su reaccion al ser detenido fue de hombre. Y ahora mismo, recostaba la cabeza sobre el hombro de su amigo con la misma naturalidad que si fuera el de su madre. Bajo la camisa entreabierta se veia el pecho fornido. Parecia hombre primario y sin doblez.

Plinio repasaba las imagenes que su memoria adquirio de Luque durante aquellas horas, y a pesar de la reciente revelacion, nada recordaba que lo denunciasen como invertido.

Se fijo de nuevo en don Lupercio. Parecia haber adivinado las cavilaciones del guardia, y sonreia mirandole con fijeza, con la boca medio torcida en una rubrica procaz. Plinio sostuvo la mirada, hasta que don Lupercio bajo los ojos con cierta blandura, al tiempo que con la yema del indice acariciaba una de las manillas de la esposa que lo unian a su amigo.

A Plinio se le agolpo la sangre en la cabeza y sintio un ligero temblor en el labio inferior, aquel temblor de sus momentos de violencia. Pero su gran finura de macho y equilibrio mental se impusieron, y sin mover un musculo de la cara, con la mayor indiferencia, saco un 'Caldo' y lio lentamente.

Pararon ante la puerta del Ayuntamiento bien pasado el mediodia. La gente que paseaba o platicaba haciendo corros miro con expectacion la llegada de los dos coches. Plinio intuyo que la noticia del robo del cadaver habia corrido por el pueblo. En efecto, cuando se apeo, don Lotario, que habia llegado primero, le dijo:

– Manuel, todo el mundo lo sabe.

El agente Rovira aparecio descompuesto en la puerta del Ayuntamiento y miro a Plinio con aire de reto.

– Ya esta aqui otra vez el pobre difunto -le dijo Plinio sonriendo.

Rovira no respondio, pero se aprecio muy bien que el aliento le habia vuelto al cuerpo. El fotografo y el redactor de 'El Caso' se acercaron al Land Rover.

– Por alli vienen el alcalde y el Juez – le senalo el veterinario.

– ?Que barbaridad! ?Que recibimiento! – le respondio en voz baja.

En efecto, el alcalde y el Juez, que sin duda acababan de salir de misa, cruzaban la plaza a buen paso en direccion a ellos. Rovira se cercioro de que el muerto venia en el coche.

Plinio, como vio que la gente lo cercaba, dijo a la pareja que habia en la puerta.

– Traigo aqui dos detenidos. Haceos cargo de ellos.

Los guardias se aproximaron al coche.

– Ponedlos separados… En calabozos distintos. No jorobeis.

– Ande, Manuel – dijo el alcalde -, vamos dentro que nos explique.

– ?No decia usted que no habia visto todavia al muerto? – le pregunto Plinio a su vez -. Pues echele un vistazo, ahora que lo tiene en la puerta de su casa.

– ?Pero esta ahi?

– Aqui esta el pobrecico.

Se subio al coche y con gran esfuerzo saco el cuerpo de debajo el asiento, ayudado por Cerezo. Levanto luego la manta y mostro el rostro al alcalde. Este, despues de mirar unos momentos, dijo:

– La verdad es que ya lo conocia por las fotos.

Se oyo la voz del Faraon que llegaba sudoroso:

– ?Pero que ha pasado con mi muerto, Manuel?

Los que estaban proximos, que eran muchos, empezaron a reir.

– ?Yo que hago, Jefe? – le pregunto Cerezo.

– No se si el senor Juez querra algo de ti. Esperate un rato. De momento podias acabar la faena y llevar el

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