– Bueno… Eso ya es otro cantar.
– Estos son bromistas. Bromistas con muy mala sombra, pero no delincuentes. Saben hasta donde pueden llegar.
– Veremos a ver.
Salieron al porche. Alli seguian con su platica los que con su platica dejaron. Se veia que Celedonio queria agotar la jornada.
Guardia y albeitar quedaron un poco separados, encendiendo un cigarro. Las sombras emborronaban ya los paseos y en el pueblo habian encendido las luces. Plinio se acerco hacia el corro.
– Oye, Celedonio.
– ?Que se ofrece, Jefe?
– ?Tu sabes donde esta en Madrid la Pension Larache?
– ?Hombre! ?Como no voy a saberlo? Si alli van muchos estudiantes de Tomelloso. Mis dos sobrinos, los gemelos, viven alli.
– ?Han venido ya de vacaciones?
– Pues no se que diga. Pero si no han llegado deben estar al caer, porque las fechas en que estamos…
– Llama a tu hermano, anda, y preguntale. Pero por favor, no digas que es cosa mia.
– ?Es algo malo?
– Que ha de serlo. Es que quiero informarme si ha pasado por alli cierta persona.
– Vale. Voy como una bicicleta – y se encamino para donde estaba el telefono.
Salio Matias.
– Jefe, si le parece ya podiamos cerrar el Deposito.
– Pues si, cierra.
El campo estaba quedo y silencioso. El pueblo parecia flotar en la lejania. Solo interrumpia aquella placidez el paso de algun coche por la carretera proxima. Los que aguardaban fumaban en silencio.
Salio Celedonio frotandose las manos.
– Manuel, dice mi cunada que los gemelos vienen esta noche en el coche de Madrid. Dentro de una hora. Le he preguntado por el de Alejandro Lucas, que tambien vive alli. Ese, por lo visto vino anoche, pero en seguida se fue a la casa que tienen en el monte.
– ?Es que su familia esta en el monte? – pregunto Plinio.
– No se… Te cuento lo que me ha dicho.
– Gracias, Celedonio… Yo creo que nos podiamos ir yendo al pueblo, que aqui ya hemos esquilado todas las ovejas. Y animo, Celedonio, que las cosas y la vida misma hay que tomarlas como vienen.
– Ea, a ver que cona. ?A quien reclamas? ?Te digo…!
Matias volvio a salir:
– Otra vez el telefono. Esta vez es para usted, Antonio- dijo al Faraon.
– ?Para mi? ?De parte de quien?
– No me lo ha dicho. Es voz de hombre.
– Ves tu, eso de que sea hombre le quita ilusion a la cosa – dijo mientras marchaba.
– …Por muy embalsamado que este ese pobre empieza a oler un poquillo – comento Matias.
– ?Si?
– Hombre, de eso entiendo yo un rato. Los olores a muerto los percibo a la legua. Me he criado entre ellos.
– ?Ay, Dios mio! – suspiro casi con gusto el Desgraciao al oir aquella ricura.
– Si es que son muchos dias al aire – siguio Matias- y muy trajinao. Y un muerto, digan lo que digan, resiste menos que un vivo.
– A ver si de una vez podemos darle reposo a este pobre – dijo Plinio.
– ?Que, nos vamos, Manuel? – pregunto impaciente el veterinario.
– Espere usted a ver si sale el Faraon… Y tu, Celedonio, nos acompanas a recibir a tus sobrinos al coche de Madrid.
– No faltaba mas.
Salio el Faraon secandose el sudor de la calva y un poco serio, pero explico en seguida:
– Na, eran cosas de mi negociejo.
– Entonces, ?te vienes para el pueblo?
– Claro, ?que voy a hacer aqui? Pero me voy en el coche de Celedonio, que es mas comodo. No se me enfade, don Lotario…
– Quita, hombre. Menudo peso me quito de encima.
Decidieron esperar la llegada del coche de linea que venia de Madrid sentados en la terraza del Bar Alhambra. Pidieron una sangria. Estaban todos los que del Cementerio salieron, menos el Faraon, que marcho a su casa.
Plinio oia hablar a sus contertulios un poco distante y modorro.
El cansancio y sus meditaciones lo tenian fuera del corro. No llevarian media hora cuando noto que alguien le tocaba en el hombro.
Era Juanito el camarero.
– ?Que hay?
– Senor Manuel. El senor Juez le llama. Esta alli, en la puerta del bar.
Se levanto y sorteando mesas y sillas que ocupaban casi hasta la mitad de la plaza y entre la curiosidad de todos llego a donde el Juez le esperaba. Este, para disimular, lo tomo del brazo y empezaron a dar paseos por la acera, desde la carniceria de los Paulones hasta la calle de Galileo.
Plinio, a requerimiento, resumio los ultimos episodios de la jornada y dijo lo que alli esperaban. El senor Juez le escucho con mucha atencion y anadio cuando concluyo:
– He tomado declaracion a los detenidos y han confirmado las previas que le hicieron a usted. A don Lupercio y a su novio los he enviado a Alcazar. El Pianolo y su hijo estan, de momento, en libertad provisional.
– ?Por que? – pregunto el Jefe con la natural extraneza.
– La mujer del Pianolo, que lleva muchos anos enferma del corazon, se ha puesto muy grave a consecuencia del disgusto. Me lo ha certificado el medico… La mujer esta sola en su casa. Los he dejado en libertad cuarenta y ocho horas con obligacion de presentarse al Juzgado dos veces por dia.
– Y… ?no ve usted causa para procesarlos?
– Naturalmente que si. Pero aunque muy bestias, son buena gente. Esa pobre mujer ha sufrido mucho con tal marido y tal hijo.
Cuando marcho el senor Juez, Plinio quedo solo en la puerta del Bar Alhambra dandole vueltas a la enfermedad de la mujer del Pianolo y libertad provisional de este y su hijo. Y despues de unos minutos de titubeo, se entro al telefono y llamo al Faraon.
– ?Que pasa, Jefe? – se oyo la voz de Antonio.
– ?Se te ha ido ya la peste a madres?
– Quia… Como empapa eso, Manuel. Yo creo que hasta el canuto de los huesos lo tengo saturao.
– Oye… Que me acaba de decir el senor Juez que ha puesto en libertad provisional al Pianolo. Lo digo para que lo sepas y te andes con cuidado.
– Se lo agradezco, pero no creo que el pobre este ahora para nada. Ya me he enterado de lo de su mujer.
– Te enteras de todo en seguida.
– Que este mundo es un panuelo… y uno es asi de bacin.
– Entonces ?sabias tambien que estaban en libertad el Pianolo y su hijo?
– No… palabra que no.
– Bueno, bueno… hasta mas oir.
– Esta noche nos veremos en el Casino.
– A lo mejor. Adios.
Plinio salio a la puerta del bar y quedo mirando hacia la calle de Socuellamos, por donde debia venir el coche de Madrid. Luego, medio distraido, dio dos paseitos cortos, alibajo, de hombre inseguro.
Don Lotario, que no lo perdia de vista, dejando con la palabra en la boca a sus companeros Celedonio el Rico