– ?Has visto si esta el difunto? – pregunto al camposantero.
– No, senor, yo no he visto nadica. No he salido de mi casa ni pienso salir mientras vea o sienta cosas raras.
– Anda, abre.
– Desde luego, los ruidos y los gritos no fueron por esta parte.
– Abre.
El hombre hizo girar la llave y dejo franca la puerta de la 'Sala Deposito'. Plinio entro decidido.
Alli estaba, sobre la mesa de marmol, el desdichado difunto. A pesar de que la ventana estaba abierta, hedia bastante el cuerpo, como apunto Matias la tarde anterior.
Plinio dio un vistazo por toda la pieza y no aprecio nada anormal.
– Cierra.
Salieron y siempre encabezados por el Jefe se dirigieron todos hacia las puertas secundarias del Cementerio Viejo, unica entrada posible. No tardaron en encontrar lo que buscaban. El candado de la primera puerta estaba aserrado y la hoja de hierro entreabierta. Los que estuvieron alli aquella noche nada hicieron por disimular su visita.
Todos quedaron en silencio mirandose, sin saber que partido tomar.
– Explicanos despacio lo que paso – dijo Plinio a Matias.
– Como le dije por telefono, hacia las cuatro de la madrugada me desperto un ruido de voces y gritos.
– ?De una sola persona?
– No, de varias. Se alejaron luego. Yo me asome a mi ventana y claro esta, no veia nada, porque ya sabe usted donde da. Y haciendo oido no dejaban de oirse las voces y los gritos, aunque lejos. Despues oi pasos y risas y palabras sueltas. Y despues el ruido de un coche, o lo que fuera, que se iba.
– ?Y que mas?
– De vez en cuando, gritos. Gritos de uno solo. Gritos de muy lejos.
– ?Duraron mucho esos gritos de uno?
– Desde que se lo dije a usted hasta ahora mismo.
– Pues ahora no se oyen.
– Cinco minutos antes de llegar ustes los oi por ultima vez.
– ?Y que gritos eran?
– No se. No se entendia bien lo que queria decir. Gritos eran.
Plinio ordeno que cada uno de los que componian el grupo: don Lotario, Matias, los dos guardias y el avanzasen por una parte distinta del Cementerio mirando
y haciendo ruido… Pero no hubo tiempo de empezar el despliegue. Apenas habia indicado los itinerarios, Matias dijo:
– Cucha, cucha, cucha…
Todos hicieron oido. Nada se oia.
– Parece que pide socorro – dijo Matias.
– Venga – dijo Plinio-, vocear todos. -?Haaaa, haaaa, haaaa!
Plinio, despues de varios gritos, como si dirigiese una orquesta, les mando callar.
Fue muy buena mana, porque en seguida se escucho con claridad la voz desesperada y ronca que gritaba:
– ?Socorro!
– ?Donde estas? – respondio Matias ya decidido.
– ?Socorro!
Matias avanzaba con cautelas de furtivo.
– ?Donde estas? – repetia.
– ?Socorrooo!
Con esta comunicacion intercambiada fueron orientandose poco a poco. El que voceaba, cada vez mas animado al encontrar eco, echaba el resto:
– ?Aqui! ?Aqui!… ?En una sepultura! – se percibio claramente.
Al oir esta aclaracion, Matias avanzo mas sobre seguro.
Llego un momento en el que los gritos se escuchaban muy cerca. Matias quedo parado en la encrucijada de los paseos.
Se veian algunas sepulturas abiertas a uno y otro lado.
– ?Donde estas?
– ?Aqui! – grito el desconocido.
Matias, como perro que ha encontrado su presa, empezo a asomarse a todas las sepulturas abiertas que por alli habia. Cuando estaba con la cabeza casi dentro de una de ellas, volvio a oirse el grito. Matias se volvio a la que estaba a su espalda.
– ?Estas ahi?
– ?Si…!
Matias llamo a Plinio, que se habia quedado un poco atras.
– Aqui esta.
Llego el Jefe. Matias le senalo con el dedo. Plinio se asomo a la sepultura. Se empantallo los ojos como para conocerlo.
– Aqui estoy, Jefe – grito el enterrado vivo con voz muy ronca.
– ?Quien eres tu?
– ?Rufilanchas…! ?Quien voy a ser?
Plinio y don Lotario se miraron como comprendiendo. El veterinario, sacando el paquete de 'Caldo', sonrio tiernamente mirando a Plinio:
– Aunque no me cuentes lo de las mariposas, Manuel, ya siempre creere en tus palpitos.
– Voy corriendo a por la escalera – dijo Matias.
Plinio sonreia sin poder disimular cierta vanidad.
– Espera un momento, Rufilanchas, en seguida te desentierro – le dijo.
Rufilanchas quiso decir algo, pero no se le entendia bien.
– No te esfuerces. Ahora podremos hablar con mayor comodidad.
Entre Matias y un guardia trajeron una gran escalera.
La metieron en el agujero.
– Venga, Rufilanchas, sube.
– No puedo. Tengo las manos atadas – se le oyo decir.
– Anda, Narciso – dijo Plinio a uno de los guardias-baja y cortale las cuerdas.
Bajo Narciso no sin poner cara de circunstancias. Entre sombras se veian los dos hombres abajo. Y en seguida lucio un mechero. Sin duda que el pobre Rufilanchas bascaba por fumar.
Por fin aparecio Rufilanchas, con su pito en la boca, pero hecho una pena. La camisa a jirones, el traje restregado de tierra por todos sitios y descalzo de un pie. Tenia ademas los ojos sanguinolentos y un rasguno muy grande, con la sangre ya seca, en la frente.
Rufilanchas era un hombre anguloso, con los ojos negros muy metidos en el cerebro y la boca pequenisima. Miraba con mucha fijeza, como si le costara concentrarse en lo que iba a decir.
– Yo vine a entregarme, ?sabe usted? – dijo con una voz apenas perceptible.
– Bueno, bueno – dijo Plinio – despues hablaras. Ahora, hasta que abran el Juzgado, lo primero que vas a hacer es descansar un poco.
Rufilanchas asintio con la cabeza.
Volvieron hacia el porche del Cementerio. El Jefe pidio a Matias que le cediese una cama a aquel hombre. Los dos policias quedarian de guardia hasta que Plinio volviera a eso de las nueve a recogerlo.
Cuando ya iba a entrar en la casa de Matias, Plinio tomo por el brazo a Rufilanchas y lo aparto un momento:
– Solo una palabra: ?quienes te han traido?
– Yo vine a entregarme…
– Ya. Digo que quienes te han echado en la sepultura.