– El Pianolo, su hijo y el Faraon.
– ?El Faraon?
– Si.
– Esta bien. Anda. Descansa lo que puedas. Y toma. Plinio le largo un tubo de 'Optalidon'.
– Vosotros – anadio a los guardias -, que no salga de la habitacion ni entre nadie en ella. Absolutamente nadie.
– Descuide, Jefe.
– Si pide algo dais el recado a Matias que el me llamara.
– Si, Jefe.
Plinio y don Lotario se montaron en el coche.
– Vamos primero al Ayuntamiento y luego a desayunar en casa de la Rocio. Hay que hacer tiempo hasta que se levante el senor Juez… Ese pobre hombre esta que no puede ni hablar.
– Desde luego son gente que no perdona.
– Incluido el Faraon.
– ?Ah, si?
– El Pianolo, su hijo y el Faraon son los autores del enfosamiento en vivo.
– ?Que barbaros! Aquellos con la pobre mujer de cuerpo presente y el Faraon sabiendo a lo que se exponia.
– Para ellos lo importante es su amor propio de imbeciles.
En el Ayuntamiento, Plinio llamo a dos guardias a su despacho:
– Tu – le dijo a Perez – te cercioras de que el Faraon esta en su casa. Y cuando salga, lo sigues vaya donde vaya. Si notas algo raro, yo estare aqui o en el Juzgado. De todos formas, de vez en cuando llamas para decir donde estais. Y tu – indico a Felipe Canarias- te vas a estar de velatorio en casa del Pianolo hasta la hora de comer, que te reemplazara otro numero. Tu te sientas alli donde este el duelo y a no perderlos de vista. Prohibido que salgan a la calle Pianolo padre y Pianolo hijo. Asi que llegues se lo adviertes a los dos. Y lo mismo te digo, me das aviso de vez en cuando de como van las cosas. No creo que ni uno ni otro intenten escapar, pero conviene estar avisados de todas formas.
Cuando Plinio acabo de dar las ordenes volvio al coche con don Lotario.
– Entonces, ?dices que vamos a la churreria?
– Espere usted un momento – contesto el guardia como indeciso.
– ?Que pasa?
– ?Sabe usted en lo que estoy pensando?
– Si no me lo dices.
– En que no me puedo tener de sueno. Es mucho tute.
– Pero, hombre, Manuel.
– Como se lo digo. En esto echo de ver lo viejo que soy. Yo antes, usted lo sabe, dormia un par de horas y me quedaba fresco como una rosa.
– ?Y que vas a hacer?
– Echarme un rato hasta las diez o cosa asi que vendra el senor Juez al Juzgado. Me voy a meter en el despacho, cierro por dentro y hasta que usted me llame.
– Y yo, ?que hago mientras?
– Usted vera. Marchese al herradero, vaya a ver las vinas o llevele el desayuno a sus ninas, pero este menda se va a la piltra.
– Bueno, bueno, como quieras.
– Asi que vea usted al Juez cruzar la plaza, me despabila.
– De acuerdo. Hala. A descansar.
Plinio se bajo del coche y entro en las Casas Consistoriales con el hombro caido y el paso patizambo.
Don Lotario, durante aquellas horas, hizo de todo. Fue al mercado, en donde todavia estaba el puesto de caretas. Parlo con la Rocio, ordeno un poco las cosas del herradero, que estaba dejado de la mano de Dios desde que empezo el reinado de Witiza. Compro unas gafas de sol nuevas, porque las de siempre las perdio en las ultimas andanzas y ante el tercer cafe del dia se sento en la terraza del bar de Clemente a ver si pasaba el Juez.
Por cierto que alli lo encontraron los periodistas de 'El Caso' que parecian muy mohinos y desilusionados por la falta de informacion que tenian del asunto Witiza.
Don Lotario les invito a cafe y copa y con la mayor solemnidad les dijo que estuvieran atentos, porque antes de la hora de almorzar quedaria todo el negocio completamente cancelado.
– Esta noche podran ustedes cenar tranquilamente en su casa y en posesion de una documentacion impresionante.
Los chicos se animaron mucho y pasaron un buen rato departiendo con el veterinario hasta que este, de pronto, al ver al senor Juez cruzar la plaza camino del Juzgado, pago el servicio y salio de pira hacia el Ayuntamiento sin atender las ultimas razones.
Cuando don Lotario entro en el despacho de Plinio, este estaba ya despierto y se desayunaba un gran tazon de cafe con leche y un platazo de churros y bunuelos bullendo.
– ?Como estas, Manuel?
– No sabe usted lo que necesitaba este descanso. Ya soy un hombre… Es que son muchas uvas para tan poca espuerta.
– Me alegro, Manuel, me alegro mucho. Ya esta el Juez en su jurisprudencia.
– Entonces, hagame usted el favor de irse al Cementerio, si no le importa, y traerse en el coche a la pareja que dejamos alli y al Rufilanchas de la puneta. Les espero en el despacho del senor Juez.
– Pues ya estoy alli – dijo al tiempo que salia.
Cuando el Rufilanchas entro en el despacho del Juez traia mejor ver. Se habia lavado y peinado y llevaba una camisa limpia que le proporciono Matias, segun se supo luego, y una alpargata en el pie que le quedo descalzo.
No es que el hombre hablara claro, que la ronquera seguia, pero ya tenia la voz mas aparente.
Don Tomaito el 'secre', y el senor Juez, cuando el hombre entro acompanado de don Lotario, ya estaban al tanto de lo ocurrido aquella madrugada.
Don Lotario quedo indeciso. No sabia hasta que punto debia quedarse a la declaracion. Su oficiosidad, pensaba con cordura, tenia un limite. El Juez, comprendiendo su asura, le dijo sonriendo:
– Don Lotario, usted es testigo excepcional del hallazgo del senor Rufilanchas en las circunstancias que todos conocemos. Por lo tanto, tenga la bondad de sentarse.
– Muchas gracias, senor Juez. – Y con un jubilo que le hinchaba la cara tomo asiento y ofrecio tabaco a todos, que era su manera habitual y sencilla de demostrar satisfaccion.
Rufilanchas, de pie en el centro del despacho del Juez, se acariciaba las munecas todavia doloridas por las ataduras y con sus ojos de tachuela negra bien clavados en los cuencos seguia el prolijo itinerario de la petaca de don Lotario, que pasaba de mano en mano. Cuando le toco el turno a don Tomaito, sonriendole al Juez, se la paso al detenido:
– Con el permiso de Usia, que aqui Rufilanchas parece muy necesitao.
El Juez hizo la vista gorda y se dirigio a Rufilanchas que liaba con las manos temblonas, mas por el ansia de fumar que por miedo a los del margen.
– Despues le haremos un interrogatorio formalmente. Ahora, por otras razones, expliquenos a su manera esta historia tan poco graciosa y tan poco cristiana.
Rufilanchas chupo del cigarro con ansia y quedo mirando al suelo. Don Tomaito, como quien da un muletazo, coloco una silla junto al interrogado.
Se sento Rufilanchas y se rasco la sien, como el que no sabe por donde empezar.
– Empiece.
– Es que, vera usted, cuando estuvimos en la Feria de Sevilla…
– Ese episodio ya lo se y no hace al caso. Al grano, al grano…
Rufilanchas volvio a rascarse, apreto los labios y por fin empezo de manera muy rara:
– Vera usted… Yo cuando voy a Madrid para las cosas de mi negocio, paro en la Pension Larache. Alli, ya