silencio serotino. Eolo relincho, por ver si alertaba a algun perro, aunque no fuesen los del rey, imaginando que a Agamenon en aquel momento le gustaria escuchar un ladrido. Cuando llegaron a la puerta de palacio, Agamenon, con la llave que llevaba colgada del cuello con una cadena de hierro, abrio el portillo, y buscando en la hornacina de la pared hallo el eslabon y el pedernal y las pajuelas rezumando resina. Las encendio, y con ellas las grandes antorchas que, en aros de hierros, se sostenian contra el muro. Las sombras del rey crecieron, y llenaron todo el portal. La cabeza de la sombra real golpeaba contra las bovedas. Eolo asomo la cabeza por el portillo, no queriendo perder aquellos hermosos momentos de la vida de su amo, pero no queriendo tampoco estorbar con su presencia, que a lo mejor Agamenon recordaba, en aquel instante, otras llegadas suyas en otro caballo, para el muy querido, y ahora difunto. Agamenon se quito la coraza, colgo la espada en una de las alcayatas del astillero, y se sento en las escaleras. Queria entrar descalzo en el hogar, como cumpliendo un rito purificador. En las sandalias quedaba el polvo de otras patrias, y de los caminos. Y estaba descalzandose, cuando un rayo en forma de espada -o una espada en forma de rayo-, seguido de una sombra sudorosa cuyo hedor llego hasta las narices de Eolo, se abatio sobre el. Eolo no vio mas, que espantandose huyo en la noche. Nunca se volvio a saber de el. Los griegos, que son tan fabuladores, dijeron que se habia convertido en viento vagabundo. Agamenon murio. Herido, se incorporo y cayo, y su cabeza golpeo siete veces contra la piedra del escalon, pues siete veces, mientras se le iba la vida, quiso incorporarse para ver quien era aquel, que en la casa propia, al fin de los anos pisado el amado umbral, le daba muerte. Las antorchas se inclinaron sobre el, y su espada se solto de donde la sostenia el ancho cinturon, y cayo sobre el rey. Sobre el pecho del rey. Se habia levantado viento. Unos perros ladraron cuando el rey ya no podia escucharlos.
CLITEMNESTRA, DONA. – De sangre real, y divinal -lo que probaba con una plumilla como de paloma que le habia nacido en la rabadilla-, fue casada nina con el rey Agamenon, famoso en el campo de Troya. Su mayor gracia era la blancura de su piel, y siempre fue aficionada a vestirse de azul. Vivio al lado de Agamenon, su marido, anos dichosos, comiendo bizcocho con miel y bebiendo sangria, con la unica molestia de que el rey era muy viril e incontinente, y la despertaba por las noches dandole fuertes palmadas en las nalgas. Cuando el rey se fue a la guerra con sus siete naves, Clitemnestra quedo con sus tres hijos en el palacio, servida por cien esclavas, y lo mas del dia lo pasaba preguntando noticias del ausente, mandando sacar agueros, y escuchando lecturas sosegantes inglesas, que le hacia el enano Solotetes. Pasaron los anos, mermaron las rentas reales con los disturbios democraticos y los mayordomos ladrones, no llegaban noticias de Agamenon, y los augures no daban respuestas concordantes. Por la Helade Firme y por algunas islas se habia corrido la noticia de que Agamenon habia dado muerte a su hija Ifigenia para firmar perpetua amistad con los dioses y un regreso victorioso, las arcas llenas de oro y plata, lo que con testimonios que figuran en la primera parte de este texto se demuestra ser falsedad, ya que Ifigenia vivia oculta en una torre del palacio, perpetuamente joven, asegurando con esta insolita mocedad virginal el paso de la tragedia de Filon el Mozo que se refiere al regreso de Orestes vengador, que ella recibiria la primera, por anuncio de voces secretas en la noche, encendiendo las luces. El hijo Orestes y la hija Electra emigraron cuando tuvieron la certeza de que su madre Clitemnestra se desmayara en los brazos de Egisto. El joven Orestes, antes de montar a caballo, escupio contra la puerta de palacio y degollo el lebrel preferido del amante, anunciando asi su oposicion al concubinato. Egisto habia entrado en palacio, poniendo asi fin con este trabajo a una larga mocedad en perpetuas vacaciones, para que los caballos, los halcones y los perros de Agamenon no olvidaran a su amo en la larga ausencia. Egisto, que aunque pequeno era fornido, se ponia un casco redondo, en el que cabia dentro muy sentado Solotetes, y aumentada asi su estatura, calada la visera, cargando de talones al andar, el enano desde su asiento imitaba la voz del rey, y Egisto paseaba entre los caballos hablando de hipodromos, o llamando por sus nombres a los labradores -todo por la voz de Solotetes-, que acudian meneando la cola. La segunda vez que Egisto vino a ella, Clitemnestra quiso negarse, por temor a que el marido adelantase el regreso, pero no pudo, que se echo a reir al ver al pretendiente en camison bordado, con una palangana micenica en una mano y una palmatoria en la otra, la toalla doblada en la cabeza, como si al uso de los burgueses argolidos actuase de recien casado en la primera noche. Clitemnestra, hay que decirlo, se consideraba viuda, muerto Agamenon en lejanas colinas fatales, y no tuvo inconveniente alguno en que Egisto se pusiese por rey interino, aunque segun los peritos tal forma no constaba en ninguna de las constituciones de los griegos, y nada dice de ella la «Politica» de Aristoteles. Despues del regreso y muerte de Agamenon, y ya viuda legalizada, se celebro en palacio una boda privada para tranquilizar la conciencia de la reina. Clitemnestra, bobalicona y sensible, no comprendia como le daban a ella aquellos sustos, y por que su hijo Orestes iba a aparecer una noche de truenos a dar muerte a su Egisto, y que mejor hubiese sido que el infante permaneciera en la casa, cobrando las rentas, guardando las ovejas, ayudando a mantener el gobierno real, y casandose con una rica que sacase a aquella familia de aprietos. Clitemnestra con lo que mejor sonaba, recostada en su sillon, era con cisnes blancos y con bolas de cristal, de colores. Siempre tenia frio en la espalda, y a hora de alba despertaba y le rogaba a Egisto que se arrimase a ella por la espalda y la calentase. Se dormia, y dos horas despues despertaba, sudada y contenta, y corria a hacer el desayuno. Envejecio lentamente, escondida en aquel enorme caseron, cuyos muros se agrietaban y cuyas tejas rotas las volaba el viento. Llovia dentro como afuera, y los reyes tuvieron que refugiarse en una celda de la boveda baja que habia servido de deposito de carteristas de feria. Todos los criados se habian ido. Ya nadie regalaba nada. Clitemnestra dormitaba y se bababa. Egisto traia flores y se las prendia en el pelo. La reina fue quedandose ciega, y recordando a las cien esclavas de antano, las llamaba por sus nombres, imperiosa, y entonces Egisto, que habia aprendido de Solotetes rudimentos de imitacion de voz humana, respondia que iba a lo mandado. Clitemnestra advertia que no le pisasen la cola del manto, y volvia a dormitar, los pies envueltos en una piel de macho cabrio. Y asi iban los dias, pasando, pasando. Guiado por el pinche de la taberna de la plaza, que cuando Egisto tenia alguna moneda les traia algo de pichon y de vino, aparecio una vez un germanico que habia inventado una batidora de espiral para hacer manteca, y pedia permiso, mediante pago, para poner a la reina Clitemnestra en unos grandes carteles en toda tierra de vacuno, diciendo que aquel artefacto era el aleman legitimo y el preferido de las Majestades. Tomo un perfil de Clitemnestra, la cual le pidio que si el cartel era de colores la vistiese de azul, a lo que accedio el aleman muy fino. Pago una onza por los derechos. Clitemnestra pidio a cuenta de ella vino dulce y una docena de pastillas de jabon de olor, le regalo unos calcetines a Egisto, y escondio la vuelta debajo de un azulejo, tan bien que nunca mas la encontro. De aqui nacio la leyenda del tesoro de Clitemnestra. Vieja, arrugadita, encorvada, fue perdiendo el sueno, y pasaba las noches en vela, a la escucha, por si se oian espuelas en los pasillos. Ella se metia en la cama, a lo largo, pero Egisto se acostaba atravesado, vestido, con la corona sujeta a la cabeza con un cordon, y abrazado a los pies de Clitemnestra.
ELECTRA. – Hermana mayor de Orestes. Huyo con el infante por el asco de ver a Egisto en la cama de la madre. Era pequena y morena, y llevaba al cuello, colgada de una cadena de bronce que figuraba en los anillos coronas reales y cabezas de toro, una cajita de plata en la que guardaba unas hilas empapadas en sangre de Agamenon, que le habia dado el de pompas funebres que se hizo cargo del cadaver de su padre. Hay autores que aseguran que la vehemencia que ponia Electra en que la venganza habia de ser cumplida en Egisto, nacia de que la infanta se habia enamorado del amante de su madre, viendolo siempre tan lucido de polainas, peinado de flequillo y mandando a cada paso a comprar pasteles de hojaldre, contando los chismes de la aristocracia y de un viaje que habia hecho a Sicilia, donde lo confundieron con un principe secreto que esperaban para levantarse contra los Altavilla de Aragon, y lo querian poner a el de tirano, diciendo cuando habia que vendimiar y si el eclipse era fasto o nefasto, y sentado sobre un cajon con reliquias de los primeros martires, calzados unos guantes bordados, que esos los habia traido de la aventura y no entraban en ellos sus anchas manos, pero si le venian justos a Electra, a quien Egisto se los regalo. Otros decian que Electra andaba despechada, porque era ella la hija que habia de quedar en palacio, perpetuamente moza, esperando la llegada de Orestes, en vez de Ifigenia, y queria pronta venganza para que Ifigenia se pusiese a envejecer, como a ella le sucedia. Y aun parecia que el que Ifigenia no envejeciese, que era el precio de las subitas arrugas que a Electra le surgian en la frente y en las comisuras de labios, e imaginaba que envejeciendo Ifigenia, ella remozaria, y volveria a la suave piel de los quince anos, a los pechos levantados y tan redondos, a la cintura estrecha, al vientre plano y a los delgados tobillos. Cuando los parientes griegos de los infantes de Argos, Orestes y Electra -y eran veintidos, segun las genealogias alejandrinas-, se cansaron de tenerlos de huespedes, como Orestes habia de estar todo el dia manteniendose en forma, entrenandose en el picadero y en la sala de armas, Electra hubo de ganar el sustento de ambos y se coloco en Tebas en casa de un fundidor de dientes de oro, cuya mujer se habia vuelto loca en el teatro, y tenia tres ninos pequenos, a los que Electra lavaba y peinaba y