tomado amor a la infanta, dijo que preferia un elegante rico que entendiese de hebillas y pasease en carroza, y se disgusto cuando Clitemnestra fue dada a Agamenon, aunque era rey, porque lo tuvo por barbaro, cazador que olia a perros, y siempre diciendo que atravesaba a dos escitas con su espada larga, que no habia virgos y que el hombre no toleraba la charla de las mujeres. Oretana favorecio lo que pudo los amores de Egisto con la reina, y le echaba a este cantaridas en el desayuno, y cuando Agamenon hallo la muerte a manos del usurpador, la nodriza se vengo del rey, llamandole cabron desde lo mas alto de las escaleras.
ORESTES. – Ademas de lo que se dice en la tercera parte de este libro de los viajes, amistades, dudas y secretos pensamientos de Orestes, conviene explicar el final de la gran aventura, segun los testimonios mas veraces. Orestes llego a la ciudad donde habia reinado y sido muerto su padre Agamenon, en lo mas crudo del invierno, un dia de aguanieve, y anocheciendo. Sabia que tenia que apartar la cabeza para no tropezar con el farol que colgaba en la boveda de la puerta del Palomar, por si habia espia esperando desconocido, que no lo tomase por tal. Detuvo su caballo, y contemplo aquellos lugares, que siendo los de su ninez y sus juegos, no reconocio. La ciudad habia perdido parte de sus murallas, y donde fue la puerta del Palomar, que daba entrada a la Plaza Real, habia ahora una ancha alameda, a la que se descendia desde la plaza por seis anchos escalones. El palacio real habia sido derruido, y solamente quedaba en pie la torre, que a propuesta de varios eruditos locales y del dramaturgo Filon el Mozo -que a los sesenta anos cumplidos firmaba Filon ll-, el Senado habia acordado que se llamase Torre de Ifigenia. A la torre octogonal de oscuras piedras, torre sin puertas y con la hiedra trepando hasta las puntiagudas almenas, la rodeaba verde cesped, y
solamente un rosal, que daba en el verano hermosas rosas rojas, habia sido plantado alli. En el momento de la llegada de Orestes, el viento se llevaba una, la ultima, que habia esperado a los finales dias otonales para brotar. Habiendose apeado Orestes del caballo, y llevandolo de la brida, camino despacio a lo largo de la alameda, buscando entrar por detras de la basilica a la calle de Postas, cuya tercera casa a mano derecha era la del augur Celedonio. Orestes la recordaba muy bien, porque habia ido alli a buscar, de parte de su padre, los augurios que el rey habia mandado sacar para saber si el principe Orestes, que cumplia siete anos, podia comenzar los estudios de cetreria e ir a clase con un halcon encaperuzado en el guante. A Orestes no se le habia olvidado el recibimiento que le habia hecho Celedonio, vestido de blanco, con un pano negro por la cabeza, y mostrandole en una bandeja de plata las entranas de una liebre cazada por el gerifalte del rey, y con un palito adornado con unos hilos amarillos, senalandole un punto extremo favorable, que indicaba que al principe se le daria muy bien la altaneria. Orestes, de regreso a palacio con la bandeja en las manos, fue aplaudido por la gente que lo reconocio. Toda aquella noche habia sonado con azores, que lo rodeaban obligandole a ponerse una caperuza de cuero. No encontraba la casa del augur, ni tampoco la del diestro Quirino, que se anunciaba con una muestra de espadas de laton colgadas de una rama de fresno sin desbastar, y que el viento hacia entrechocar ruidosamente. Un cerero embufandado ponia las tablas de su escaparate, cerrando el negocio, y Orestes se le acerco, preguntandole si aquella era la calle de Postas, como el creia, y si no estaban por alli las casas del augur Celedonio y del diestro Quirino. Orestes se habia quitado la boina, saludando, y mostraba la espesa y brillante cabellera blanca. El cerero, que respondia al saludo quitandose un bonete de pana con orejeras, se hizo repetir la pregunta, y mirando con curiosidad la ropa anticuada del forastero y su larga espada, le contesto que Celedonio habia emigrado hacia anos para un pais que no recordaba, y en el que todavia se usaban augurios, y que habia regresado, enfermo y con una pelada que le habia borrado la barba, ganandose despues malamente la vida con adivinanzas y suertes sobre partos de vaca o pedrisco que echaba a los labriegos, y vendiendo letras secretas contra el malojo, y que un dia aparecio muerto. Y en lo que se refiere al diestro Quirino, ese habia tenido que marcharse de la calle, porque la viuda de un senador, que todavia estaba muy lozana y daba muchas recomendaciones para los burocratas, entre los que tenia pretendientes, se quejaba del ruido de las espadas de laton de la muestra. Y Quirino la muestra no la queria bajar.
– Se mudo -dijo el cerero invitando a Orestes a entrar en la cereria, dejando el ruano arrendado en una argolla de hierro que habia en la pared, junto a la puerta-. Se mudo a una casa en los arrabales, con todos sus maniquies y floretes, y el criado fines de masajes, y a poco de vivir alli, como la casa estaba junto a un molino de viento, y Quirino tenia siempre las ventanas abiertas por mor de la practica continua de la respiracion cientifica, pesco dos pulmonias seguidas, y se murio.
Orestes le agradecio al cerero, que dijo llamarse senor Aquilino, el convite para entrar en la tienda, que la noche era de las mas frias, y habiendo cesado de llover y estando el cielo despejado, luciendo las estrellas, comenzaba a helar, y en la tienda, junto al mostrador, habia un brasero, cuyo calor acariciaba la piel. La tienda era pequena, y del techo colgaban los haces de velas, de diversos tamanos, rizosas o lisas, y de colores. La cera melera daba su aroma calido. Desde una viga iluminaba la tienda una lampara de tres brazos, con pequenas y anchas velas rojas, de grueso pabilo. Orestes se sento en la silla que le ofrecio Aquilino, desabrocho la zamarra y descino la espada, y mirando las manos que tendio sobre el brasero, las llevo despues al rostro. Aquilino, que se habia sentado a su lado, y era un hombrecillo delgado y con bigote a lo kaiser, algo cargado de hombros, le dijo al principe que acontecia salir uno de la ciudad natal; dejar familia y amigos, y tras viajar muchos anos volver a la amada patria, y no encontrar a nadie conocido, ni serlo uno mismo de nadie.
– A veces ni aun de nombre. ? Hace mucho que faltas?
Orestes lo miro con aquella mirada suya tan fatigada.
– ?Cincuenta anos!
– ?Saliste muy mozo! -comento el cerero-. ?Hubo muchos cambios! Por tus maneras, me pareces de la aristocracia.
– Estaba emparentado con la gente real.
– ?Con Agamenon?
– ?Con Agamenon!
– Siento que no haya venido Orestes a vengarlo. Egisto mucho mandar a comprar velas para que no pasase sustos por los pasillos su amada Clitemnestra, pero de pagar, nada. Mi padre le fiaba, pero cuando yo herede la tienda, le negue credito. Yo le vendia a Filon el Mozo o el Segundo, dramaturgo de tabla de la ciudad, velas para sus lecturas nocturnas, de pabilo trenzado resinado, que dan luz seguida y blanca, y se las iba a llevar a su casa, porque me gustaba que leyese escenas de las obras que escribia, y a el le gustaba leermelas, y me avisaba de que, cuando en la representacion se llegase a tal frase, que yo podia silbar o aplaudir, y asi pasaba por entendido en los puntos criticos de los asuntos dramaticos. Y lo que mas me gustaba, es lo que tenia preparado de la vuelta de Orestes, saliendo por el camino de las vinas, entre las columnas del templo antiguo, precedido de un perro que se llamaba Pilades. Cuando Filon estaba en la cama, ya en las ultimas, yo le fui a llevar una vela con capirote, para que la luz no le molestase en los ojos, y la cera aromada con agua de melon que quitase el olor de orines que hay en los cuartos de los enfermos, y el poeta me rogo que abriese un cajon y que cogiese de el una bola que guardaba alli, y donde figuraba la entrada de Orestes con la muerte de Egisto y Clitemnestra.
– ?Conservas la bola? -pregunto Orestes.
– ?Ahora la veras!
Y apartando una cortina verde que daba paso a una pequena trastera, Aquilino saco una caja, dentro de la que estaba, envuelta en un pano negro, la bola dicha, y era una bola de nieve muy preparada, y dentro de ella un Orestes vestido de rojo, con una espada larga, atravesaba al rey Egisto, que aparecia coronado y con una capa blanca. A sus pies estaba ya caida Clitemnestra, vestida de azul. Aquilino movio la bola, y comenzo a nevar sobre el parricida y sus victimas. Caia lentamente la nieve, llenaba la corona de Egisto y cubria el pelo rubio de Orestes, poniendoselo tan
blanco como ahora lo tenia.
– ?Es una escena preciosa!
Orestes no lograba mover la mirada de aquella escena, que debia haber sido la gran hora de su vida, esperada por todas las gentes, por los propios dioses inmortales. Permanecieron largo rato en silencio el y Aquilino, y el cerero de vez en cuando volvia a hacer nevar en la bola.
– ?Que habra sido de Orestes? -pregunto el propio Orestes, con una voz fria y distante, por simple curiosidad.
– ?Quien puede responder a esa pregunta sino Orestes? -respondio Aquilino envolviendo la bola y guardandola en la caja.
Orestes se puso en pie, cino la espada y abrocho la zamarra. Pregunto a