toda costa que le abriera el cuarto cerrado, que Flora, que era muy peliculera, siempre llamaba «la habitacion de Rebeca».

– Bien lo tendre que limpiar un dia u otro. Debe de estar hecho una pocilga -decia-. Yo nunca he entrado ahi…

– Ni entrara -cortaba Regina-. Mas le vale limpiar bien lo de siempre.

Ademas, le fallaba el oido, y Regina se veia obligada a desganitarse cada vez que necesitaba pedirle algo desde una relativa distancia. Cuando, por fin, Flora comparecia, lo hacia colorada como un pimiento y aullando a su vez:

– ?No me grite, que no estoy sorda!

La mujer habia adquirido la costumbre de telefonearle los domingos, a ultima hora de la tarde.

– ?Esta usted ahi? ?No esta usted ahi! -gritaba al contestador automatico.

Y a continuacion le dejaba grabadas interminables y confusas peroratas acerca de su Fidel y las cervezas que la obligaba a comprarle. Acababa llorando y diciendole, entre sollozos, que para lo que la esperaba mas le valdria estar muerta, y que estas cosas solo se las podia contar a ella porque, al fin y al cabo, decia, es usted mi unica amiga, aunque nunca la encuentre cuando le telefoneo. Regina se preguntaba si Flora no estaria acompanando a su marido en lo de empinar el codo.

La ultima llamada intempestiva de la mujer se habia producido hacia menos de veinticuatro horas, y habia sido para comunicarle que no podria ir a trabajar en toda la semana:

– ?Mi marido, que se ha caido del andamio, el pobretico! ?Tiene la cadera como un tomate reventado! -le grito al contestador.

Regina no habia tenido mas remedio que ponerse al telefono y concederle tinos dias de permiso, confiando en que Vicente, el conserje de la finca, sabria solucionarle provisionalmente los asuntos domesticos. Pero Vicente no me ayudara a recoger los restos del monolito, se dijo mientras agarraba con precaucion los trozos de cristal mas grandes y los colocaba sobre la mesa. Regina se dirigio al trastero. Estaba mas familiarizada de lo que Flora creia con los articulos de limpieza que habia en la casa. Ella misma se ocupaba, siempre de noche, cuando se encontraba a solas, de mantener la habitacion cerrada relativamente limpia.

Esa misma aspiradora serviria para eliminar del parquet todo rastro de cristales. Habia pertenecido a Jordi, que solia usarla para la tapiceria del coche, y al final no se la habia llevado consigo. En estas cosas, al menos, no habia sido mezquino, aunque Regina hubiera preferido que lo fuera, porque durante los primeros meses de su ausencia no hizo mas que toparse con objetos suyos. Ademas de la aspiradora, dejo una taladradora, varios libros sobre mercadotecnia aplicada a los nuevos sistemas de comunicacion y una coleccion completa de fasciculos sobre el funcionamiento de Internet. Tambien habia olvidado algunas de las prendas que Regina le habia regalado: un cinturon de Loewe que le habia costado un rinon, dos corbatas de seda italiana y una bufanda a cuadros escoceses. Y su olor.

Durante los dias que siguieron a la ruptura se habia sentido demasiado lacerada para advertirlo, fulminada por la incredulidad de estar viviendo de nuevo la experiencia del abandono. Mas adelante, cuando el dolor y el deseo de revancha dieron paso a una meliflua desorientacion, el olor corporal de Jordi, mezclado con su colonia, se materializo como una ofensa. Era un rastro tan intenso que a menudo Regina se figuraba que, en su etapa actual, por fuerza el tenia que segregar un aroma distinto, obligado a prescindir de esa parte de su presencia sensorial que habia preferido permanecer con ella.

Habia ordenado a Flora ventilar la casa, mandar cortinas y alfombras al tinte, limpiar la tapiceria de los muebles, pero sus esfuerzos resultaron inutiles. Redecoro el dormitorio de arriba abajo, pero el olor seguia alli. “Son imaginaciones suyas”, se quejaba la mujer.

Regina sabia que la nocion de ciertas cosas puede ser mas real para los sentidos que las cosas mismas, como ocurre cuando uno piensa que necesita una ducha fria para despejarse, y el solo pensamiento produce el efecto deseado. La fragancia de Jordi era el epitome de los recuerdos de su vida en comun, habia concluido, resignandose a soportarla, y este sometimiento actuo como regulador: el olor no desaparecio, sino que se integro en la casa como uno mas de los muchos elementos que la remitian a los anos vividos con Jordi.

No era la privacion del amor lo que la atormentaba, sino el fracaso de su diseno de vida. «A diferencia de los hombres, las mujeres que nos entregamos a una profesion tenemos muchas veces que renunciar a los sentimientos», solia declarar a la prensa. Si era sincera consigo misma, y bien sabia Regina lo poco que deseaba serlo, debia aceptar que ella nunca habia renunciado a nada, por la sencilla razon de que las emociones privadas le parecian menos importantes que su carrera como novelista. Su debilidad al enamorarse de ?in hombre equivocado tras otro le resultaba, por tanto, mas humillante. Lo unico que pedia era una infraestructura sentimental y sexual lo bastante solida y flexible como para permitirle dedicarse por entero a su oficio. ?Que tenia eso de malo? ?No era a lo que aspiraba la mayoria de los machos de la especie? ?Es que no habia en el mundo nadie capaz de respaldarla, tolerarla y quererla?

No era culpa suya si se habia convertido en una hermafrodita funcional. Y no le importaba serlo, si eso le permitia mantener su trabajo bajo control. Porque nada desazonaba mas a Regina Dalmau que perder el rumbo en su escritura.

Habia terminado de limpiar cuando sono el zumbido del portero automatico. Todavia iba en bata cuando abrio la puerta a Judit.

Lo primero que hizo Judit al entrar en su casa, despues de la cita con Regina, fue tumbarse en la cama y pensar. Su hermano aun dormia; Rocio estaba en el ateneo, preparando la fiesta africana de la noche. Nadie le impedia ordenar sus ideas, disfrutar de sus emociones.

No le apetecia escribir en su cuaderno sobre lo ocurrido. De subito, las libretas, los carpetones repletos de recortes y la habitacion misma le parecian una representacion arcaica de las ilusiones que hasta esa misma manana habia alimentado respecto a su porvenir.

Hasta entonces habia creido saber que era la esperanza: la vaga promesa de un tiempo mejor, a la que se aferraba con empecinamiento para huir de los estragos de su realidad cotidiana. Ahora sentia la esperanza. Fisicamente. Tanto, que habia sido capaz de volver al barrio en el 73. Una visita a la mujer a quien adoraba habia obrado el milagro. Judit ya no temia ser engullida por el bloque.

Regina tiraba de ella, pero esta vez de verdad, con hechos, con una oferta para trabajar en su casa.

– Voy muy retrasada con mi nuevo libro -le habia dicho-. En el despacho de mi agente me ayudan, pero hay un monton de asuntos que tu podrias solucionarme. Si es que te apetece.

Se lo habia propuesto al final de la visita, por eso Judit penso que no debia evocarlo todavia. Para gozar otra vez de lo recien vivido, se obligo a recordar empezando por el principio, por lo que habia sentido al llamar al portero automatico.

?De verdad era ella quien habia estado alli, temblando, a punto de cumplir su sueno de penetrar en la intimidad de Regina Dalmau? Habia atravesado el vestibulo, admirando las butacas forradas de cuero, la lampara de pie con pantalla de pergamino y los cuadros que adornaban las paredes. Hasta la mesa del conserje resultaba elegante. Llevada por el nerviosismo, habia estado a punto de utilizar el ascensor del servicio. Muerta de verguenza, se metio en el que correspondia a los vecinos y, una vez dentro, se dio un repaso frente al espejo, estirandose el pelo hacia atras con un poco de saliva.

No le habia abierto la puerta una criada, como esperaba, sino la propia Regina. La mujer la recibio con una sonrisa, pero no la saludo con dos besos, ni le tendio la mano. Mejor. Hubiera sido una frivolidad. ‹,Pasa», dijo, y Judit cruzo el umbral como si atravesara la barrera del sonido.

Solo mas tarde, cuando volvia en el autobus, la muchacha se percato de que Regina Dalmau, vista de cerca, era mas menuda de lo que creia. Llevaba zapatillas e iba en bata. Regina, ?en bata! La habia recibido sin ceremonia. Era el gesto de una diosa para no abrumar con su grandeza a una vulgar mortal como ella. Aunque, pensandolo bien, no tan vulgar, si habia logrado llegar hasta alli.

La siguio hasta el estudio, mientras Regina parloteaba sobre el tiempo que hacia y otras banalidades. Quiere que me sienta a gusto, se habia dicho Judit, ha notado lo cohibida que estoy. La habria abrazado, de gratitud, pero se limito a sentarse en el pequeno sofa, a su lado, muy modosa, sin dejar de apretar contra su pecho la carpeta con los recortes de su idolo.

– ?Que hacias el viernes en mi conferencia, entre tanta gente mayor? -inquirio Regina-. ?Te aburriste?

Judit enrojecio. La voz le salio mas ronca que de costumbre:

– No hay nada en el mundo que me guste mas que escucharte.

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