domestico en Libano, y en los ultimos tiempos ha destapado no pocos suicidios de sirvientas procedentes de Africa. Mujeres desesperadas que se han lanzado desde un balcon o se han bebido un frasco de lejia. Sus cadaveres se pudren en la morgue, sin que nadie los reclame. Es un censo lacerante, un goteo que no cesa, contra el que se alzan pocas voces. La del hombre es una de ellas. No da tregua a las embajadas. Hace poco arrastro a una de las chicas, y a la patrona que la maltrataba, hasta el despacho del embajador etiope. A la criada todavia le sangraban la cara y los hombros, la senora aun llevaba en la mano el cinturon -de Annani, faltaria mas- con que la habia golpeado. El embajador se lo tomo en serio, y a la patrona le impusieron una multa. Cuando el caso se aireo en los periodicos, en las redacciones se recibieron indignadas cartas defendiendo el maltrato a la servidumbre como un derecho inherente a la condicion de patronos.
Esta distinta, reflexiona Dial, examinando a la joven. Risuena, Neguezt se dirige a un puesto de calzado. Selecciona un par en bastante buen estado, le cuestan tres mil libras, dos dolares. Los zapatos de plastico rojo, de tacon muy alto, centellean al sol como dos signos de admiracion.
– ?Le gustan? -inquiere.
Asiente Diana. Observa con alivio que ya no la llama senora -madam, madam: el inevitable apelativo de las criadas que tan incomodo puede resultarle, incluso cuando Joy lo utiliza con humor-, y que se muestra mucho mas segura que en el apartamento de la viuda Asmar. Este mercado forma parte de su territorio.
– He venido como consejero de Neguezt. -Para el abogado, la etiope no es Marie, ese otro uniforme, el nombre falso, con que se las diluye.
– Me parece muy bien, si resulta necesario -se apresura a acordar Diana.
Hay una nota de interrogacion en su voz a la que el hombre no resulta insensible.
– Es mejor que hablemos en mi despacho. Neguezt ha visto cosas, ha oido cosas. Cosas que no puede contar sin temor a sufrir represalias. Debo asegurarme de que su testimonio permanecera en secreto.
En el zoco, el movimiento de transacciones se encuentra en su punto algido. Neguezt niega con la cabeza cuando le preguntan si quiere seguir comprando.
– No siempre compro -aclara, como si fuera necesario-. Me gusta venir para ver mercancias que estan a mi alcance.
Los tres, fisicamente tan distintos -aunque solo Diana Dial desentona, parece una representante del enemigo-, se dirigen a paso rapido hacia la entrada principal, en donde se concentran camionetas de carga y descarga, y hombres aparentemente ociosos en cuyas miradas, sin embargo, se advierte la vivacidad de quienes permanecen atentos a la mas minima oportunidad de hacer negocio.
Se abren paso a codazos por entre un compacto grupo que espera sin metodo, a la manera desordenada propia de la region, para comprarle pichones a un vendedor de animales domesticos. Diana aparta la vista de los cachorritos de perro, aprisionados en jaulas estrechas que tal vez seran el mejor lugar que conoceran en lo que les quede de vida.
Arana y pajaro muertos, perrillos condenados. Agobio.
Le entran ganas de largarse, de volver a Barcelona y meterse en su cama espanola, su cama, bajo las sabanas, pero ya con la seguridad de despertar en territorio materno. ?Que haces aqui, resolviendo un crimen que ni te va ni te viene, en un pais del que ves todos los defectos, entre gente que puede resultar tan inhospita? ?Sufriendo por la falta de amor de un hombre una generacion mas joven que tu, alguien de quien lo ignoras casi todo?
Sigo mi camino, se responde. Esta es, de momento, la caravana que me alberga. Vendran otras.
Las mujeres como ella nunca toman la senda de retorno.
– Vamos -indica Nessim, adelantandolas para parlamentar con un taxista.
Se alegra de que Georges no les acompane. Entre sus cualidades deprimentes se encuentra el menosprecio con que trata a los africanos.
Llegan a la calle en donde el abogado tiene su despacho, en Burj Hammud, un barrio en el que moran bastantes de los diversos grupos etnicos que componen el silencioso ejercito de servidores domesticos que mantiene en orden la ciudad desde la profundidad de su ninguneo. Cada nacionalidad se recluye en su propio gueto, reproduciendo la esencia misma de la multiculturalidad, tan mitica como fragil, que cultiva Beirut y que los desinformados del exterior glosan con nostalgia cada vez que la convivencia salta hecha trizas.
El desden de unos hacia otros, siempre latente, siempre intacto. Eso si que es multicultural.
La calle por la que ahora discurren esta tomada por mujeres que visten al estilo de Neguezt y cargan con sus compras del domingo. Casi todas son jovenes. Las mayores o han regresado a Africa o estan muertas. Hay risas, charlas en lenguas que Dial desconoce. Sigue docilmente a la pareja -?hay algo entre ellos?- hasta lo que Nessim denomina su despacho.
Es un cuchitril, un altillo en una tienda que vende especias. Una mesa de formica, de cocina, cubierta de papeles y carpetas; cajas de carton en el suelo, llenas de carpetas y mas papeles; dos taburetes y una silla de plastico blanco, que el abogado le cede caballerosamente a Diana. Ademas de absorber los aromas de la primera planta, el antro huele a polvo y a sudor recocido, el tufo de las prendas sinteticas poco aireadas.
– Sera mejor que vayamos al grano -dice Dial-. Hace calor.
Nessim Blazer abre un ventanuco abocado a la tienda y una nausea de comino y de curry le trepa a la mujer por la garganta.
– ?Que es lo que sabes? -inquiere a Neguezt, decidida a terminar cuanto antes.
La otra mira a su abogado.
– Tiene que prometernos que lo que va a decirle Neguezt nunca le sera atribuido a ella -exige el hombre-. Puede utilizarlo en su investigacion, pero de ninguna manera le contara a nadie nunca, repito, nunca, que mi clienta es la fuente.
Diana frunce el ceno. Si Neguezt no fuera lo que es, una etiope desvalida en permanente situacion de compra y venta, les mentiria sin el menor escrupulo. Dial no es policia, ni ayudante del fiscal -son estos quienes mienten y hacen tratos, ?no?-, ni siquiera posee una licencia para actuar como detective. Una falsedad suya, denunciada por una sirvienta africana, ?a quien podria importarle?
– Antes ejercia de periodista. Nosotros no revelamos las fuentes. Nunca. -Se da cuenta de su vaga ampulosidad y rectifica-: Nunca contare a nadie que Neguezt y yo hemos mantenido contacto alguno. Si tengo que usar sus confidencias, enmascarare el origen. Nadie sabra que hemos hablado. ?De acuerdo?
Intercambio de miradas entre los otros dos.
– Adelante -se pronuncia, al fin, el hombre-. Cuentale lo que sabes.
Como si estas palabras abrieran las compuertas del dolor, la joven llora igual que el dia en que Diana la conocio.
– Iennku y Setota eran de mi pueblo, una aldea pequena cercana a la frontera de Etiopia con Somalia. No es facil vivir alli, no solo por culpa de las hambrunas. Hay bandidos somalies que cruzan la linea divisoria. O que son de los nuestros. ?Que mas da? No es bueno para nosotras crecer alli. Hace unos anos empeoro. Los fanaticos empezaron a hacer incursiones, mataban cristianos. Habia un hombre, medio italiano, medio etiope, tenia una especie de hogar para pobres y nos daba comida de vez en cuando. Tambien nos llamaba abisinias. «Las abisinias sois muy solicitadas en Oriente Medio», decia siempre. Unas cuantas decidimos partir. Yo llegue antes, cuatro anos atras, y en el mismo aeropuerto de Beirut me quitaron mi pasaporte y mis derechos.
– Nos conocimos alli -sonrie Nessim por primera vez.
La ternura con que el abogado pronuncia la frase le confirma que, efectivamente, entre el y la muchacha existe un afecto especial. El amor es una flor sorprendente. Brota en la adversidad, como consuelo.
– Vi al grupo -prosigue el abogado-. Yo venia del Golfo, de cerrar un negocio. Por entonces trabajaba en una empresa de construccion que tenia socios en Kuwait. Vi a un hombre, un libanes como yo, maldita sea su sangre, hacerse cargo de ellas, eran doce, quedarse con sus pasaportes, conducirlas como si fueran ganado. Empece a indagar. Neguezt me mostro el camino.
– Es un buen hombre. Y en Beirut, una mujer como yo no es nadie sin un buen hombre -explica Neguezt, como si el no se hallara presente.
– Desde entonces, ayudo en lo que puedo. Trabajamos juntos por la causa. Acudimos a las embajadas, a la policia. Queda mucho por hacer.
Interviene Diana:
– Lo que les ocurrio a… -vacila antes de pronunciar los nombres-… a Setota y ?Iennku?, no tiene nada que ver con la explotacion del servicio domestico. Es un atentado politico. Podia ocurrir. Esto es Libano. Eso, al menos,