la vida. Una vida que alguien le habia ensenado como la otra cara de la muerte, y entre esas orillas se movia con comodidad, como si fuera tan natural estar de un lado o del otro, despertar una manana pensando que cocinar para el almuerzo, y pegarse un tiro antes de la cena. Le falto esa desprolijidad imprescindible, un poco de caos en la perfeccion. Le falto misericordia para perdonarse. Asi era el arrastre de sus dias, sin mas estimulo que la satisfaccion de cumplir. Al fin y al cabo, la madre habia muerto, como todos, de su propia enfermedad.

Y a el le falto verla muerta. Tampoco se lo reprocho al padre. No hubiera podido, pobre hombre quebrado, anadirle otro peso mas a la carga bajo la cual apenas lograba transcurrir. Cuando fue un poco mayor, Tadeo comenzo a enhebrar las cuentas de un largo rosario, todavia inconcluso, y percibio que no era solo la muerte de su mujer lo que atormentaba al padre. No se equivoco.

Paso de odiar el ceremonial de la muerte a buscarlo con pasion para completar los duelos que el tiempo le fue abriendo a cuchilladas, como zanjas de desconcierto. Por eso habia aceptado ir al cementerio. Incluso cuando significaba un cambio de planes, un giro inesperado en ese dia, aun asi, necesitaba ver como bajaban el cuerpo de su tio, quienes lloraban y cuantos se regocijaban en silencio. Iban a mover los huesos de sus padres, a hacer lugar en los estantes para acomodar al nuevo inquilino y, algun dia, no habria mas espacio en la casa y los hijos de los hijos de los hijos, que ya no irian a poner flores, los reducirian a polvo sin miramientos. Tambien, claro esta, iba para fantasear con su propio funeral, que seria bajo lluvia. Lo sabia porque habia estado pendiente del pronostico del tiempo.

Una casa sin cuchillas. La casa de Tadeo y de Jano es una casa donde no entra una cuchilla porque la madre no lo permite. Una unica vez lo hablaron. Ella puso el grito en el cielo; pero no dio explicaciones y el asunto quedo zanjado. Y el padre, con esa docilidad que es casi una sumision, no pregunta, no se opone, no protesta ni siquiera cuando esta preparando un asado y tiene que usar un simple cuchillito de cocina. Ella lo mira afanarse en la dificil operacion, pero no se mueve, hace como si nada para evitar cualquier referencia al tema. Por fin, el padre ha logrado desprender un trozo de carne del costillar y lo pone en una tabla. Se lo ofrece a ella, le dice que empiece, que no espere que sirva a los demas, que se le va a enfriar la comida.

Ella come y los ninos esperan su turno pellizcando el pan, mientras el padre vuelve a la odisea de aquel serruchito insignificante que pierde su filo apenas roza el hueso. Ella mastica y recuerda una tarde de invierno en que cortaba aceitunas para una salsa y los ninos jugaban frente al televisor, en la cocina. El no habia vuelto aun del trabajo; el viento se colaba por debajo de las puertas y se metia entre las fibras de la ropa hasta llegar a la piel, y mas adentro, hasta convertirse en un frio metalico, como una punalada. Afuera, la tarde se extendia hacia una noche de tormenta y lo iba agrisando todo a su paso; un presagio de invierno eterno. Ella machacaba las aceitunas sin la menor atencion, conmovida por la tristeza de aquel paisaje que le devolvia la ventana y que era como el reflejo demasiado identico al paramo que llevaba dentro.

Miro a los hijos, tan ajenos, tan de ella. De pronto, el peso de la cuchilla se hizo evidente. Quiso soltarla, pero era mas fuerte el encantamiento, la rara sensacion de tener la muerte en las manos. Volvio a mirarlos. Paso un dedo por el filo y solo fue cuando el tajito abierto comenzo a arder que sintio que regresaba de muy lejos, y un miedo aterrador la envolvio. El miedo de saber que podia, de cuan cerca habia estado, y, lo peor, esa sensacion indescriptible de haber perdido por unos instantes el control y la conciencia.

Si al despertar aquel martes le hubieran preguntado por el ultimo sitio en el que pensaba encontrarse, Tadeo habria respondido: el cementerio. Pero no le extranaba estar alli, a las once de la manana de una primavera empecinada en recordar el eterno resurgir de las cosas. Llego antes que el cortejo y anduvo entre las tumbas inquietando al guardia de la puerta que no entendia que hacia solo y sin muerto que despedir. El cementerio le parecia un laberinto aciago para perpetuar el sufrimiento y hacerse la ilusion de que todo esta bajo control solamente por saber donde estan los huesos queridos. Pero no es mas que un ritual que ayuda a continuar con la vida. Las flores sobre los huesos devuelven un poco de paz, pero no devuelven a los muertos, ni hacen justicia con las penas de su vida, ni ponen en orden la insolencia de la muerte. Y, sin embargo, cada cual tiene derecho a saber donde dejar esas flores, como una marca de identidad desde el pasado, hijo de tal o cual, muerto de tal manera, polvo sobre el cual descansan unos claveles tristes y se encarna el dolor, y desde el dolor, el recuerdo.

Le costo encontrar el panteon de la familia. Hacia anos que no pisaba el lugar y la memoria tiene sus estrategias que solo ella entiende. Creyo reconocer un cipres gigante con una enredadera abrazada a su tronco, y mas alla la tumba blanca de un nino aniquilado por un rayo durante una tormenta. Poco a poco, el camino se fue haciendo claro, como si algun personaje de un cuento infantil estuviera tirando guijarros y el los siguiera casi sin darse cuenta de que iba adentrandose en el mundo de los muertos y que estaba solo, tan solo como ellos. Boreas, Cefiro… Algunas callecitas del cementerio tenian nombres que recordaban a los vientos, y a el le recordaban que debia haber llevado abrigo. El sol apenas penetraba entre las ramas tupidas y creaba un microclima de humedad amazonica, el escenario perfecto.

Su paso se volvia firme a medida que los recuerdos iban apareciendo, como si ayer mismo hubiera estado alli: el panteon del angel vencido, la Magdalena sufriente, el del hibisco en flor, el de la grieta abierta desde siempre, el que nadie visitaba. Y un poco mas alla, en la callecita con nombre de rio, la casa que pronto habitaria, la casa de la familia, ese agujero en la tierra sobre el cual se construyo un pequeno monumento, sobrio, sin imagenes, con sus letras en bronce y un lugar en su interior guardado para el. Lo asustaba pensar en su morbosa fascinacion.

Se sento al borde del camino, en un murito donde una canilla goteaba. Hasta hacia un rato, nada mas, se sentia bien, pero ahora una presion baja en el ambiente, como una mano asfixiante, iba poniendolo triste. Conocia bien el poder de su tristeza y sabia que no tendria energias para matarse si se dejaba llegar al fondo, como otras veces en que fueron dias en la cama, esperando solamente que algo, cualquier cosa, lo salvara o lo liquidara de una buena vez. Habia poca luz y un olor helado que no era de este mundo. Queria irse de alli, pero su cuerpo estaba pegado al hormigon y no podia moverse, condenado a esperar. Al rato vio avanzar un coche negro cubierto por flores y un cortejo largo que se deslizaba a pie por las callecitas con el sigilo de una serpiente.

Marga caminaba detras del ataud. Apenas pudo reconocer a la mujer que amo en ese vestido negro, demasiado holgado, como una bolsa. El marido iba detras con una mano puesta con displicencia sobre su hombro, pero ella apuro el paso y se sacudio la carga inutil de esa mano que no servia de consuelo. Esa minima senal fue suficiente para que Tadeo pensara que Marga hubiera sido feliz junto a el.

Estaban a unos metros, pero ella no lo habia visto aun. Llevaba lentes oscuros y los ojos clavados en el piso, caminando de memoria. “Marga querida”, penso Tadeo. Y entonces, seguramente inspirado por alguna vieja pelicula, decidio que si ella se sacaba los lentes al verlo, seria senal de que todavia lo amaba. Como un nino se concentro en ese gesto rogando en silencio con la misma emocion con que alguna vez habia pedido deseos a una pestana apretada entre los dedos, o a una estrella fugaz. “Que se los saque”, se repetia, “que se los saque”.

Marga ya estaba junto al panteon rodeada por gente que Tadeo no veia. Su marido se habia puesto al lado, pero tenia la decencia de no tocarla. Habia unos muchachos cerca, unas moles llenas de pecas. “Seran sus hijos”, penso Tadeo, pero pronto volvio a ella como si nada mas existiera en ese momento, y olvido a los muchachos, al marido gringo, a Jano, que, sin duda, estaria entre la gente penando como un hijo mas.

Los hombres hacian su trabajo con precision quirurgica. Nada mas sus voces se oian en el silencio amargo de la manana, sus voces y algunos sollozos entrecortados. Tadeo rodeo el panteon y se detuvo a unos metros frente a la boca que los hombres acababan de abrir. Vio la prolija estanteria, dos lugares por nivel, los abuelos juntos, en el de mas abajo. Reconocio el cajon de su padre, un caoba esplendido, tallado, con las manijas de bronce. Quedo asi un buen rato, como si estuviera desentranando los misterios del Guernica, el simbolismo elemental de las cosas. Y entonces, para su sorpresa, vio como descendian el cajon del tio Ignacio y lo colocaban junto al de su madre, de manera tal que ambos cuerpos se emparejaban en el pozo oscuro de la eternidad.

Era Marga quien dirigia la operacion desde arriba. Cuando la tapa se cerro, se miraron por primera vez, y ella, que ya no lloraba, se adelanto hacia el, lo tomo del brazo y se quito los lentes.

– Viniste.

– ?Como no iba a venir! ?Estas bien? -se arrepintio de la estupidez de su pregunta.

– Estoy cansada.

– Esto agota, Marga. Anda a tu casa a dormir.

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