Ah, la elegida, cuantas capas habria que atravesar para llegar a esa yegua, derribar radichetas, rasgar delantalitos, abolir sombras irisadas y cerrarle la entrada a la jubilosa fragancia de los bunuelos. ?Y se encontraria algo despues de tanto trabajo? ?O tenia ganas ella, momentanea cebolla, de despojarse de todas sus finas coberturas? No. Tal vez lo que queria era algo asi como impartir una luz desde el centro, una luz que volviera transparentes, y hasta nobles, aun las capas mas superficiales. Pero, ?cuanta luz hacia falta para esto? ?Y era capaz, ella, de dar luz?
Dar luz, dar a luz, he ahi el dilema. Y ya no se trataba de la muneca en la sillita de enfrente. Ni era el nene con triciclo para que Guirnalda se pudiera sentar en paz sin necesidad de plegar servilletas. Dar a luz ?no era acaso un modo de dar luz? Traer un ser al mundo, que os parece. Y despues tratar desesperadamente de que ese ser sea la justificacion de nuestra vida. Una los hace comer zanahorias, o estudiar danzas clasicas, o armar pequenos puentes, o ataviarse con pajas y plumas de acuerdo a un sueno intimo e intransferible de la felicidad. Y de eso sale un ser real, un individuo solitario que tratara de abrirse camino y ocupar un lugar en el mundo. No. Ella no. Y la de flequillo tampoco. La que esta en su sillita de mimbre, sentada frente a la muneca, ya mira con cierto asombro, ?y tal vez con cierta envidia?, a las pequenas acunadoras de ojos tiernos que cantan el arrorro. Curioso, realmente. Mirando hacia atras, no podia rastrear en ella eso que suele llamarse “instinto maternal”. ?Era la excepcion que confirma la regla, o era la refutacion de la regla, o que diablos era? ?Que diablos era? Podia imaginar con nostalgia esa maravilla de tener un ser creciendo dentro de ella y hasta era capaz de concebir con lagrimas ese unico y glorioso momento de dar a luz otra vida. Pero ahi se acababa el milagro, ahi se acababa Irene y empezaba eso otro, eso que unicamente seria perfecto en la medida en que se instalara en el mundo en toda su otredad. No. Ella misma era la unica criatura a quien se sentia capaz de crear con pasion. No habia renunciamiento heroico, entonces. Solo un puro acto de egoismo. Lo cual en este momento le estaba provocando una cierta melancolia (que animo podrido tenia en los ultimos dias) que vino a solucionarse por un certero timbrazo.
Una palpitacion intempestiva. Una indeseable y cobarde esperanza.
– Quien sera -dijo Guirnalda. Y, como si las palabras pronunciadas la arrastraran, rompio a cantar: Quien sera, quien sera, me pregunto sin cesar…
Envuelta en las notas del vals y repitiendose algunas decisiones importantes de la ultima quincena, Irene fue hasta la puerta.
– Quien es -dijo.
Estaba poniendo mucho cuidado esta vez en no abrir la puerta antes de averiguar quien venia.
– El senor Alegre -grito una voz jovial.
– Quien.
– Alegre. El hombre de las cucarachas.
Guirnalda, toda ella, se preparo para la defensa.
– Que dice -dijo-. No lo dejes entrar.
Ay.
– Pero si es el cucarachero -le dijo a Guirnalda, frase que, se dio cuenta, no tenia toda la logica que indicaba el tono de ella.
Abrio la puerta.
Y el senor Alegre, el hombre de las cucarachas, hizo su aparicion.
– Buenas tardes, buenas tardes -entro decidido, dinamico, pleno de entusiasmo y de vida-. No me diga nada, senorita Irene: esta es su mama -se acerco y le dio la mano a Guirnalda; despues apoyo su gran bolso en el suelo y empezo a preparar el instrumental con la pericia de un cirujano-. Y, ?algun problema?
– No, ninguno.
– ?Problema? -Guirnalda se puso en guardia-. ?Que problema tenes?
Irene iba a contestar pero el senor Alegre se le adelanto.
– Ningun problema, senora. Simplemente es por pura rutina. Cuentele a su mama.
– Que me tenes que contar -dijo Guirnalda.
– No, nada -dijo Irene-. Que desde que viene el senor Alegre no tengo mas cucarachas.
– ?Que? ?Tenias cucarachas? -dijo Guirnalda, mostrando con claridad que habia recibido una ofensa personal.
– Le caminaban por la cabeza. ?No, senorita Irene? -dijo el senor Alegre.
El momento era dificil. Irene no queria decepcionar al senor Alegre, disminuyendo la importancia de su mision; pero tampoco queria que Guirnalda se sintiera derrotada: una hija suya, criada con tanto esmero, no podia tener cucarachas en su casa.
– Hmm -fue la respuesta no comprometida de Irene.
Para el senor Alegre fue suficiente. Era un hombre orgulloso de su oficio. Tal vez no habia elegido su destino -segun sabia borrosamente Irene, el robaba el cucarachicida de una empresa en la que trabajaba el cunado y, por una suma modica, echaba su venenito por las casas-, pero una vez puesto en eso, lo hacia con pasion. Ni Miguel Angel debia estar tan convencido de lo que hacia como el senor Alegre.
– Ni una, senor Alegre -dijo Irene, con optimismo-. Yo ya tenia miedo de que no viniera. Hoy es veintidos; hace mas de un mes que estuvo.
– Usted quedese tranquila, yo no le voy a fallar. ?Sabe lo que pasa? No se puede abandonar el tratamiento. Hay gente que se queda lo mas tranquila porque no ve mas cucarachas y entonces me dice que no venga. Y entonces los quiero ver. El otro dia me llamo una mujer, llorando me llamo, estaba en un grito. ?Que paso? Habia abandonado el tratamiento. Usted abandona el tratamiento y no hay nada que hacer. La casa se le llena de cucarachas.
– Yo nunca segui el tratamiento y en mi casa no hay una cucaracha -dijo Guirnalda con altivez.
– No las vera, senora -dijo el senor Alegre-. La cucaracha es un animalito muy picaro. Al final, hasta termina tomandole el gustito al veneno. Usted les da cualquier veneno de baja calidad y, al principio, no digo que se mueran pero se sienten bastante descompuestas. Pero al mes ya no les hace nada, y si usted les da el mismo veneno tres meses seguidos, las viera, cada dia mas gordas.
– Que horroroso -dijo Guirnalda.
– Pero para que esta el senor Alegre -dijo el senor Alegre-. Usted pone este venenito y durante un mes no tiene mas cucarachas, eh, senorita Irene. Digale a su mama. Y que perfume -dijo, echando un chorro generoso por los zocalos-. Sienta que perfume.
– Apesta -dijo Guirnalda.
Pero por fortuna el senor Alegre no parecio haberla escuchado; con paso decidido se dirigia a la kitchenette.
– Espere, espere -grito Irene con desesperacion, cuando vio que estaba abriendo las alacenas con la indudable intencion de echar su veneno.
A los apurones saco frascos, latas, extranos envoltorios y los fue acomodando aqui y alla, ?ay!, el orden externo tan celosamente guardado durante los ultimos quince dias, como si la mas ligera alteracion de los objetos pudiera desencadenar el caos, estaba yendose al mismisimo diablo.
– Pero si no hace nada, senorita Irene -decia el senor Alegre, desparramando veneno-; esto es ideal para las casas donde hay chicos. Mire, una senora me pide especialmente que le ponga un chorrito en la mamadera del nene. Despues le da una lavadita y santo remedio.
– Que bruta -dijo Guirnalda y, sin transicion, al advertir un paquete amarillo que Irene acababa de sacar de la alacena, pregunto-: ?Te da resultado la polenta magica? A mi me parece que no es lo mismo.
– Es asi, senora -dijo el senor Alegre-. Hoy la juventud es asi. Estan con lo moderno. Y yo le voy a decir la verdad, eh. Yo estoy con la juventud.
– Ah, yo tambien -dijo Guirnalda-. Hoy no es como antes, que la mujer era una esclava de la casa. Hoy la mujer vive la vida y a mi me parece muy bien. Yo creo que hay que vivir la vida.
– Ah, eso es lo que yo digo -dijo el senor Alegre-. Despues, las desgracias vienen solas. Usted aproveche mientras esta soltera, senorita Irene. Despues viene el marido, vienen los hijos, y ya no hay tiempo para fiestas.
Zas, penso Irene. Tan bien que se estaban llevando y justo viene a sacar el tema de la discordia.
– Hoy cada uno vive como quiere -dijo, cortante, Guirnalda-. La mujer que quiere vivir sola vive sola. No es como antes que la mujer se tenia que casar a los dieciocho porque si no era una ?zanahorias! ?Como es posible?